La lucha de las mujeres por la igualdad en derechos y oportunidades se ha librado en muchos terrenos, también en el del lenguaje, de lo cual hemos dado sobrada noticia en este blog: en uno de los primerísimos artículos que publicamos y en posteriores.
Un terreno de lucha anidado en el del lenguaje es de los nombres y los tratamientos, tremendamente ligados a la forma de estar en la sociedad. De ello también nos habló en Doce Miradas Toño Fraguas.
Hoy me quiero fijar en la lucha de las mujeres norteamericanas, que vienen peleando al menos desde el siglo XIX para que su identidad no se diluya con el matrimonio y para superar una presencia social en exceso marcada por el hecho de estar o no casadas. Esa lucha la he concentrado en dos nombres: Lucy Stone y Sheila Michaels.
Lucy Stone
Lucy Stone nació en el estado de Massachussets a comienzos del siglo XIX y murió en Boston a finales. Con veintiún años ingresó en la Universidad de Ohio, la primera de EEUU que admitió alumnado afroamericano y femenino. Stone fue la primera mujer de Massachussets que obtuvo un grado académico. Eso fue en 1847.
Retrato de Lucy Stone c. 1840-1860. Wikimedia Commons.
Tres años después, en 1850, Stone contrajo matrimonio con Henry B. Blackwell, activista antiesclavista, como ella, y se dio de bruces contra la tradición que obligaba a las mujeres casadas a dejar de usar su apellido familiar y adoptar el de su marido. Para Stone esto significaba una anulación legal de su identidad, de manera que, tras su matrimonio, siguió firmando su correspondencia como “Lucy Stone” o “Lucy Stone-only”.
Meses después de su boda tuvo que registrar una propiedad a su nombre y el registrador insistió en que debía firmar como “Lucy Stone Blackwell”. Entonces Stone pidió consejo legal a un abogado de Cincinnati, Salmon P. Chase, quien más tarde se convertiría en juez del Tribunal Supremo. A Chase le llevó ocho meses elaborar una respuesta sobre la legalidad de los apellidos femeninos, así que, mientras tanto, Stone firmó como “Lucy Stone” su correspondencia privada y como “Lucy Stone Blackwell” sus documentos públicos.
Chase concluyó que no existía ninguna obligación legal para que una mujer cambiara su apellido al casarse y el 7 de mayo de 1856, en la convención de la Sociedad Americana contra la Esclavitud que se celebraba en Boston, Lucy Stone anunció que a todos los efectos seguía llamándose Lucy Stone.
Murió en Boston en 1893, el mismo año en el que se aprobó una enmienda de la Constitución que otorgaba el derecho al voto a las mujeres de algunos estados de la Unión. En el Memorial de las Mujeres de Boston hay una estatua en su recuerdo. Aparece junto a Phillis Wheatley y Abigail Adams.
En 1921 la escritora y activista Ruth Hale fundó en Nueva York la Liga Lucy Stone, una organización en favor de los derechos de las mujeres cuyo lema rezaba “Una esposa no tiene por qué adoptar el apellido de su esposo, de la misma manera que él no tiene por qué adoptar el de ella. Mi nombre es mi identidad y debo conservar ambos”.
La Liga Lucy Stone ha tenido miembras tan ilustres como la bailarina Isadora Duncan, la aviadora Amelia Earhart o la antropóloga Margaret Mead. Desde su fundación ha desaparecido y vuelto a aparecer varias veces en el panorama público norteamericano. Su última resurrección se produjo en 1997, con página web y todo: www.lucystoneleague.org.
Sheila Michaels
En 1901 el periódico The Sunday Republican, de Springfield, Massachussetts (parece que todo pasa en Massachussetts, ¿no?), publicó una carta enviada por un lector anónimo que probablemente sería una lectora anónima, puesto que ya sabemos que “anónimo” ha sido históricamente nombre de mujer.
Pues bien, esta persona anónima proponía rescatar del acerbo de la lengua inglesa una forma nacida en el siglo XVII, Ms., como tratamiento para todas las mujeres, a fin de superar, así, la impertinente distinción entre solteras (Miss) y casadas (Mrs.), distinción que no se practicaba en el caso de los varones desde que la forma master, antiguo tratamiento para hombres jóvenes o solteros, cayera en desuso en fechas, al parecer, no muy lejanas.
La propuesta no tuvo demasiado éxito. En las décadas siguientes el uso de Ms. solo apareció recomendado en un par de manuales de redacción de correspondencia comercial.
A finales de la década de 1960 solo algunos grupos marxistas norteamericanos utilizaban internamente el tratamiento Ms. De ahí le llegó a Sheila Michaels la noticia de su existencia: su compañera de piso recibía periódicamente por correo la revista News & Letters, la cual se dirigía a sus suscriptoras con el indistinto tratamiento Ms.
Michaels era una activista feminista y pro derechos humanos que había nacido en Missouri y trabajado en Nueva York, donde murió el pasado mes de junio de 2017 a los 78 años.
Sheila Michaels en la década de 1960. Wikimedia Commons.
La madre y el padre de Michaels no estaban casados y su padrastro no la adoptó ni le dio su apellido. Ella intentaba encontrar un tratamiento social acorde con su situación, ya que no podía usar el apellido de ningún padre y no deseaba tampoco utilizar el de ningún marido.
En 1969, como decimos, supo de la existencia de Ms., dos años después relanzó la antigua propuesta en un programa de radio y, en adelante, se dedicó a promover su uso.
La propuesta de Michaels llamó la atención de la escritoria y activista Gloria Steinem, quien en 1972 decidió llamar Ms. a su influyente revista (www.msmagazine.com), cuya popularidad contribuyó sin duda a extender el uso del tratamiento.
En febrero de ese mismo año el Departamento de Publicaciones del Gobierno de los EEUU aprobó la utilización de Ms. en sus documentos oficiales.
Y después ¿qué?
Pues después, poco más. En 1977 la Marvel presentó a una nueva superheroína, llamada Ms. Marvel, como “the first feminist superhero”. Ms. Marvel ha logrado sobrevivir, tras sucesivas reencarnaciones, hasta 2015.
En 1984 Geraldine Ferraro fue candidata a la vicepresidencia de los EEUU con su apellido familiar, ya que estaba casada con un hombre llamado Zaccaro.
También Hillary Clinton utilizó su apellido de soltera, Rodham, mientras ejerció como abogada. Pero, en cuanto su marido se lanzó a la carrera hacia la Casa Blanca, se convirtió en una Clinton, probablemente porque sabía que su decisión no sería comúnmente aceptada por el electorado.
Lo cierto es que, más que una obligación legal, la utilización del apellido conyugal es una tradición, bien arraigada sobre todo en países de habla inglesa, que curiosamente ha adquirido vigor a partir del siglo XX e incluso se ha implantado con fuerza en territorios donde no era norma.
Es lo que ha sucedido, por ejemplo, en Escocia, donde hasta el siglo XX las mujeres casadas conservaban su apellido de soltera y, sin embargo, actualmente es del todo normal cambiarlo por el de la familia del esposo.
Algo similar ocurre, ahora en otro idioma, en Francia y en el Canadá francófono: la ley ampara a las mujeres que desean seguir utilizando a todos los efectos su nombre de nacimiento, pero ofrece la oportunidad (también a los hombres) de asumir el apellido del cónyuge. Como bien sabemos, es habitual que lo hagan las mujeres y muy muy raro que lo hagan los hombres.
Con todo, en Gran Bretaña parece que la tendencia retrocede: exactamente, en 20 años, un 40 % de las mujeres casadas ha dejado de hacerlo, según el Eurobarómetro.
Quiero acabar, pues, este artículo con ese dato esperanzador y con el deseo de que las mujeres consigamos resolver también este conflicto de nuestros nombres, para que estos sean reflejo de nuestra identidad y no, como decía Dale Spender, que nos lleva de regreso a la metáfora “territorial” del comienzo, simples “marcadores de lugar”.