Este es otro post colaborativo, pero este es especial. Es para decir que le damos al botón del Pause. Que estaremos ausentes por una temporada. Que nos vendrá bien el silencio externo para poder escucharnos. Porque queremos, porque lo necesitamos. Decía Heráclito que, si hay algo permanente, es el cambio. Y si el mundo cambia, ...read more
Llega a casa agotada, sin ganas ni de tumbarse en la cama, porque sabe que, aunque el cansancio cerrará sus ojos, a media noche se despertará sobresaltada. Lleva meses así, en un sueño inquieto en el que aparece alguno de sus pacientes, cualquiera de esos ojos asustados que le miran desde el box de la ...read more
Soy Rosa Fernández Cerdán. Me dedico al diseño de servicios y estratégico. Y creo en el diseño como un potente catalizador de cambio para mejorar la vida de las personas y los entornos o sistemas con los que interactuamos. Adoptando diferentes roles y combinando una mirada creativa y analítica al mismo tiempo, he trabajado con ...read more
A pesar de que el bueno de Boccaccio dijo aquello de que “el arte es ajeno al espíritu de las mujeres”, o de generosas opiniones como la de Auguste Renoir, para quien la mujer artista era “sencillamente ridícula”, desde niñas se nos anima a escribir, a pintar, dibujar, actuar, cantar… y las convenciones sociales nos ...read more
Este es otro post colaborativo, pero este es especial. Es para decir que le damos al botón del Pause. Que estaremos ausentes por una temporada. Que nos vendrá bien el silencio externo para poder escucharnos. Porque queremos, porque lo necesitamos.
Decía Heráclito que, si hay algo permanente, es el cambio. Y si el mundo cambia, nosotras no podemos permanecer. Hay que adaptarse.
Cuando comenzamos Doce Miradas hace ya más de siete años, el mundo era un lugar diferente. Han pasado muchas cosas desde entonces; han pasado muchas cosas para las mujeres desde entonces.
Llega además un momento en el recorrido de todo colectivo en el que volver a hacerse preguntas fundamentales se convierte en una necesidad. ¿Quiénes somos? ¿Qué queremos? ¿Cómo podemos conseguirlo?
Paralelamente, estos tiempos raros de pandemia nos ofrecen ventanas que la “normalidad” había cubierto de espesos cortinajes. Te permiten preguntarte más a menudo cómo estás y contestar, con más sinceridad y valentía que nunca, precisamente eso: cómo estás.
En Doce Miradas nos lo hemos preguntado y la respuesta ha sido unánime: necesitamos una pausa.
Necesitamos una playa amplia lejos del ruido, en la que encontrarnos para descansar, para pensar, cuestionarnos… y seguir soñando. Queremos que esta reflexión fluya con la libertad con que fluye el agua. Sin cortapisas, sin miedo al resultado. Nos liberamos de toda presión y restricción para mirar al horizonte y explorar nuevas rutas.
Sea lo que sea lo que encontremos, será bueno. Y cuando estemos de vuelta, traigamos en las manos lo que traigamos, lo sabréis.
Estos tiempos obligan al cuidado. Parafraseando a Audre Lorde, cuidarse no es autoindulgencia, sino un acto político. Nosotras nos cuidaremos entre nosotras. Hasta la vuelta, vosotras, vosotros también cuidad y cuidaos.
Llega a casa agotada, sin ganas ni de tumbarse en la cama, porque sabe que, aunque el cansancio cerrará sus ojos, a media noche se despertará sobresaltada. Lleva meses así, en un sueño inquieto en el que aparece alguno de sus pacientes, cualquiera de esos ojos asustados que le miran desde el box de la sala de urgencia, buscando una explicación o un c onsuelo. Todas se encuentran igual. Les pesan las horas de trabajo, la falta de recursos y su propio miedo: después de jornadas interminables regresan a casa porque también allí tienen que cuidar, ascendientes y descendientes: son profesionales de la generación sándwich.
Ella es enfermera en el servicio de urgencias de un hospital y ya en abril estuvo ingresada porque el virus se quedó un rato en sus pulmones; todavía nota vacíos de memoria, falta de aire y una velocidad inusitada en el ritmo de su corazón. Se da la circunstancia de que es mi hermana, Lurdes, pero podría ser la médica, limpiadora, pediatra, enfermera, técnica de laboratorio, cajera, reponedora de supermercado o conductora de autobús que te has cruzado esta mañana.
Dicen que todo esto por lo que estamos pasando es completamente inédito, pero cae sobre un terreno bien poblado de desigualdades previas, y esas afectan, sobre todo, a mujeres y a niñas, sin olvidarnos, además, de que las consecuencias de esta pandemia tampoco son ajenas al resto de intersecciones de las que el feminismo lleva tanto tiempo hablando: desigualdades de género, pobreza, violencia, discriminación por origen o color de piel, etc. Las enfermedades, dicen, no distinguen entre hombres y mujeres, pero sus efectos son bien distintos. La sobrecarga del trabajo sanitario y de servicios esenciales, precarización y discriminación no aparecen entre los síntomas del coronavirus, pero no podemos dejarlos fuera del diagnóstico. El 11 de marzo, cuando todavía esperábamos una fuerte gripe, el Director General de la OMS nos recordaba que “fijarse únicamente en el número de casos y en el número de países afectados no permite ver el cuadro completo”, y para completar esta fotografía, cuando menos, deberíamos tener en cuenta esos factores de desigualdad que provocan consecuencias bien distintas.
“Son los cuidados, estúpidos”
La primera línea de resistencia en esta pandemia tiene cara de mujer: en todo el mundo, las mujeres representamos el 70% de los sectores sanitarios y sociales, al que debemos sumar limpiadoras, dependientas y cajeras de tiendas y supermercados, esas tareas que en los tiempos más duros del confinamiento definimos como “esenciales” y que están altamente feminizadas y empobrecidas.
Su trabajo no termina cuando acaba el turno: el 75% de las tareas no remuneradas vinculadas al cuidado en el ámbito personal o familiar las realizan las mujeres, a lo que dedican tres veces más tiempo que los hombres. Son las mujeres las que han cubierto los agujeros que ha dejado el sistema de cuidado organizado (colegios, centros de día, asistencia a mayores, etc.) cuando se ha visto bloqueado por el confinamiento. Son las mujeres quienes han doblado horas, buscando esa moderna quimera que llamamos conciliación. Hay más datos, todos ellos apabullantes, en este informe del Ministerio de Igualdad del Gobierno de España.
La primera huelga feminista de 2018 eligió, con buen tino, el eslogan “Si nosotras paramos, se para el mundo”. Pero cuando el mundo se ha parado (y no de forma literaria sino literal), nosotras hemos tenido que correr más y en todas las direcciones. Aún siendo la más débil, somos la pieza clave que sustenta todo el edificio social, porque la sociedad nos sigue asignando el rol cuidador: “Son los cuidados, estúpidos”.
Homus Economicus, esa gran falacia
Adam Smith, el padre de la economía liberal, escribió que no era por la benevolencia del carnicero y el panadero que podíamos cenar cada noche, sino porque su propio egoísmo y búsqueda de beneficio individual. Dijo que el ánimo de lucro hacía girar el mundo y parió al Homo economicus.
—¿Veis?— decía ufano— mi cena está sobre la mesa porque los comerciantes quieren ganar dinero.
Puedo imaginármelo sonriendo, con superioridad… mientras su madre terminaba de asear la cocina, o de remendar los pantalones del afamado economista. Porque Margaret Douglas, que no ha pasado la Historia salvo por un apunte menor en la biografía de su hijo, dedicó toda su vida a cuidar al hombre que no reparó en el valor crucial del cuidado. (Lo cuenta mucho mejor Katrine Marçal en su obra “¿Quién le hacía la cena a Adam Smith?)
Las mujeres son el soporte del sostenimiento de la vida en todas las regiones del mundo: trabajo doméstico y cuidado de personas dependientes, tanto en esquemas remunerados como no. Mirad a vuestro alrededor y decidme en qué proporción han abandonado sus empleos hombres y mujeres cuando los centros escolares han estado cerrados. Por cierto, cabe recordar que estos empleos son en gran medida precarios, muy cerca de la exclusión y de la pobreza laboral, y que los sectores más afectados, como el comercio, turismo y hostelería, están altamente feminizados. La crisis económica afectará a un mercado laboral en el que las mujeres desempeñan el 74% de los empleos a tiempo parcial y en condiciones de trabajo de mayor precariedad y, dada la brecha salarial ya existente, están más expuestas a riesgo de pobreza.
Doblar la curva para corregir el futuro
Martin Luther King Jr. dijo que “El arco del universo moral es largo, pero se dobla hacia la justicia”, pero no parece que podamos darle la razón. Nuestro universo de valores se está doblando peligrosamente hacia la refamiliarización del cuidado, reforzando el esencialismo que sitúa a las mujeres al frente de una responsabilidad colectiva que se disfraza de individual. Doblegar esta curva es fundamental, porque la manera en la que resolveremos esta crisis va a fijar las bases para lo que vendrá después.
No es la primera vez que nos enfrentamos a una crisis de impacto mundial, pero la que estamos viviendo puede ser un punto y aparte en las tendencias positivas que, aunque de forma tímida, venían produciéndose. Para miles de personas, estos meses de enfermedad, miedo e incertidumbres han supuesto ya un punto de no retorno. Desde el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), han monitorizado los impactos de esta pandemia y concluyen que, por primera vez en 30 años, nos enfrentamos a un retroceso general en los indicadores que miden el Desarrollo Humano. (Puedes leer el informe aquí).
¿Cómo cambiar el curso de este arco? El periodista y tantas veces polémico ensayista Henry Louis Mencken decía que “para todo problema complejo existe una solución sencilla, simple y falsa”, y comparto esta afirmación. Conviene estar alerta, porque las recetas sencillas siempre desprenden un cierto tufillo a populismo.
La pandemia ha contribuido a visibilizar el cuidado y el autocuidado como funciones esenciales, pero de poco sirve este reconocimiento si no se acompaña de una mayor valoración de esta función.
No hay fórmulas mágicas, pero sí bases sobre las que construir de forma sólida: servicios públicos de calidad que garanticen el derecho al cuidado digno, inversión y redistribución, corresponsabilidad (de los hombres en el cuidado en las esferas privadas y de los agentes económicos en las esferas profesionales). En definitiva: más feminismo.
El homo ecomomicus nos sitúa en la competición por los recursos, no en la cooperación para el bien común o la solidaridad. El Homo economicus necesita relevo.
Una vez preguntaron a la antropóloga Margaret Mead cuál consideraba ella que era el primer signo de civilización, y su respuesta fue: “Un fémur fracturado y sanado”. En la vida salvaje, un fémur nunca se restablece por sí mismo, porque es imprescindible que alguien cuide de la persona herida.
La banda sonora de este otoño es un ensordecedor crujir de huesos.
Soy Rosa Fernández Cerdán. Me dedico al diseño de servicios y estratégico. Y creo en el diseño como un potente catalizador de cambio para mejorar la vida de las personas y los entornos o sistemas con los que interactuamos. Adoptando diferentes roles y combinando una mirada creativa y analítica al mismo tiempo, he trabajado con organizaciones y clientes en diferentes sectores (público, privado y tercer sector) en proyectos de innovación social, salud, industrias creativas, participación ciudadana y desarrollo sostenible. Los dos últimos años he estado sofisticando los métodos con los que trabajo cursando el MA Service Design en el Royal College of Art de Londres, de donde nace este artículo.
Hace ahora tres años, en octubre de 2017, el movimiento #metoo, fundado por la activista Tarana Burke años atrás, se volvió viral después del tuit en el que la actriz Alyssa Milano animó a todas mujeres a compartir públicmente cualquier experiencia de acoso sexual con el objetivo de visualizar la magnitud del problema. En un solo día más de 12 millones de posts se lanzaron a las redes haciendo evidente lo común del acoso sexual en nuestra sociedad mundial, independientemente de la nacionalidad, raza, clase social, edad, etnia, religión o identidad sexual. Este hecho, fundado en la potencia de las redes para conectar a personas bajo una necesidad común, así como mi experiencia y corresponsabilidad como diseñadora interesada en aportar otras miradas y enfoques a temas sociales complejos, me estimularon para focalizar mi proyecto fin de máster en una de las peores pandemias: la violencia doméstica. Quería poner un reto al proceso de diseño y a la propia disciplina del diseño como tal, concretamente al diseño de servicios. Cómo diseñar “servicios que funcionan” para las usuarias, la organización que los provee y la sociedad en general. (Downe, L. Good Services, 2020).
Lo que comparto aquí no es una propuesta de diseño cerrada, sino diversos aprendizajes, percepciones, y observaciones sobre el valor del diseño para definir nuevos servicios, experiencias, políticas, estrategias o escenarios futuros para atender la violencia doméstica desde una perspectiva diferente. Igualmente abro una serie de preguntas, a modo de invitación para reflexionar desde otro ángulo a cualquier persona interesada.
Maltrato psicológico: un dolor invisibilizado que se sufre en silencio
Un proceso de diseño comienza por analizar y entender bien el problema para el que se está diseñando una solución, conocer bien a quién o quiénes afecta y cómo es el contexto. Después de una primera fase de investigación basada en métodos cuantitativos (informes, estadísticas, referencias bibliográficas, noticias…) y cualitativos (entrevistas directas, cuestionarios online, etnografía digital, cultural probes…) decidí focalizar el problema en el maltrato psicológico en las relaciones sentimentales, que implica el uso de lenguaje o acciones de una persona para controlar, dominar, intimidar o degradar a la otra persona.
Respecto a los otros tipos de maltrato o acoso como el físico, sexual, financiero o digital, el maltrato psicológico o emocional es el más común de todos y a su vez el más escondido, tanto de la sociedad como muchas veces de la propia víctima. La mayoría de personas que sufren o han sufrido maltrato psicológico por parte de su pareja sentimental no piden ayuda. De los más de 30 testimonios recogidos en mi investigación, menos de un 10 % acudió a pedir ayuda externa a través de servicios públicos locales, comunitarios o profesionales privados. Por lo general, resulta muy complicado reconocer el maltrato psicológico, especialmente cuando ocurren los primeros episodios y mucho más si deseas o amas a esa persona con la que tienes unos vínculos afectivos y emocionales difíciles de romper. Las evidencias, a diferencia de otros tipos de maltrato, son menos visibles. No deja moretones, ojos golpeados ni huesos rotos, pero sí severos daños psicológicos y mentales sobre la víctima, daños que pueden llegar a perdurar años o toda la vida, si no se trata de manera correcta. Además suele ser el comienzo de una terrible pesadilla que más adelante y según se van generando otros vínculos más allá de los emocionales (económicos, hijos/as, presiones sociales…), puede pasar a una fase de maltrato de más riesgo y en el peor de los casos, a un homicidio por parte de la persona maltratadora.
Sintetizados y destilados todos los insights de la investigación, vino la definición del “How might we question”, que consiste en reformular el problema en una pregunta, de forma que convierta el reto en oportunidades para poder diseñar soluciones (Designkit, IDEO). ¿Cómo podemos ayudar a reconocer y recuperarse del maltrato psicológico, ofreciendo soporte en las primeras fases y atendiendo a los conflictos emocionales que impiden tomar decisiones sólidas y saludables?
Claves o insights como punto de partida para diseñar nuevas propuestas
Los insights son otro elemento clave en el diseño de servicios o productos. Aunque no hay una traducción concisa del término al español, se trata de elementos extraídos del análisis e investigación que describen el contexto, patrones y pautas observadas. Formulados de forma precisa, práctica y contrastada, ayudan a que todo el equipo se prepare para pasar a la siguiente fase: la ideación y prototipado.
Apunto aquí algunos de los insights, a modo referencia y ejemplo sobre el proceso de análisis y síntesis llevado a cabo, así como algunas primeras ideas asociadas o cuestiones abiertas.
La receta de “café para todas” no ayuda a resolver el problema. Cada caso o experiencia de maltrato psicológico es única y depende de muchos factores personales, sociales, culturales y económicos, así como de los vínculos y tipo de relación sentimental que exista. Es necesario conocer las historias reales de una manera no intrusiva para entender las necesidades reales de cada caso.
Reconocer el maltrato psicológico, en primer lugar, y admitirlo, en un segundo, exige tiempo y esfuerzo por parte de la persona maltratada. Hay que distinguir las diferentes fases por las que una persona ha de pasar para dar un soporte ajustado, a tiempo real, flexible y gratificante que invite a seguir adelante con el proceso.
Quienes sufren o han sufrido maltrato psicológico no empatizan con los mensajes, lenguaje y servicios que principalmente asisten casos de medio o alto riesgo de violencia doméstica. Se necesita construir un lenguaje que ayude a reconocer el maltrato desde las primeras señales y ofrecer servicios alternativos a las líneas de atención telefónica en emergencia, los refugios o los juzgados. No todo el maltrato o violencia es “doméstica”.
Por muy sutil que sea la experiencia de maltrato, siempre hay un impacto negativo en la salud mental de la persona maltratada. Es clave trabajar la salud emocional y la autoestima, especialmente desde el lenguaje corporal y gestual.
La falta de educación, modelos o referentes de lo que son las relaciones sanas, así como ideas asociadas al amor romántico o a una feminidad o masculinidad tóxica, hacen que el maltrato psicológico sea muchas veces un tabú para quienes lo sufren y toda su comunidad de alrededor. Muchas veces el maltrato se esconde bajo “conflictos asociados a la pareja”.
El aislamiento de la víctima es la principal barrera para reconocer el maltrato. La ayuda de amistades y familiares no es a veces suficiente e incluso puede ser contraproducente por los estigmas sociales. Hay que crear conexiones entre pares y personas expertas y profesionales que empaticen con las víctimas sin juzgarlas.
Existen mitos, prejuicios y creencias acerca del maltrato psicológico y quienes lo sufren o ejercen que hacen que el problema sea más invisible y traumático. Urge adoptar una mirada sistémica y diversa al problema.
Y entonces, ¿cuál es el valor del diseño en todo esto?
El Diseño de Servicios es una nueva disciplina que surge principalmente por el cambio de una economía industrial a una focalizada en servicios. Es heredera del Design Thinking o diseño centrado en las personas usuarias, que pone el foco en las necesidades, deseos e intereses de estas ofreciéndoles una experiencia óptima en el uso del servicio. De manera interna es una oportunidad para innovar en la estructura de la organización que soporta y provee el servicio. Diseño de servicios puede ser visto como una actitud o manera de pensar, un proceso de creación, una serie de metodologías, un lenguaje común o un proceso de gestión para la innovación y creación de valor. (VVAA. This is Service Design Doing, 2018)
Que los servicios existan no quiere decir que se diseñen de manera óptima o bajo un marco como el que introduce el diseño de servicios. Podríamos hacer un buen listado de ellos que están lejos de esta metodología o, lo que es peor, de lo que las usuarias necesitan. Aquí una breve identificación de las potencialidades y oportunidades que ofrece para atender el problema del maltrato psicológico siguiendo los cinco principios del Service Design Thinking.
Centrado en las personas usuarias. Diseñar desde la mirada de una persona que sufre el maltrato, qué, cuándo, dónde y cómo podemos ofrecerle apoyo. No se trata de victimizar más a las víctimas, sino de diseñar con ellas, escucharlas antes de poner en marcha un nuevo servicio, política, ley, estrategia o intervención.
Facilitar una cultura de cocreación. Incluir a todos los agentes y organizaciones implicados en la provisión del servicio en su diseño. Identificar quiénes son y qué rol tienen. El diseño de servicios visualiza una secuencia de acciones que la usuaria realiza desde el comienzo al final, independientemente de que los proveedores sean varios. Esto exige concatenar las funciones de cada uno de ellos y abrir diferentes canales de comunicación o procesos entre ellos. Por ejemplo, desde que una persona entra en contacto con una línea de asistencia hasta el final de un programa de atención psicológica que garantice su recuperación.
Proceso iterativo para aprender de los errores lo antes posible o generar escenarios futuros disruptivos. Prototipar pequeños artefactos físicos o digitales que puedan testarse durante un tiempo antes de su lanzamiento a gran escala. Esta manera de funcionar, poco proclive en el sector público y social, que son los mayores proveedores de servicios para el maltrato, es clave cuando queremos innovar. Por ejemplo, se podría testar un nuevo programa en el que el foco no esté en la víctima, sino en el soporte a la persona maltratadora.
Comunicación visual en lugar de informes interminables de word. Gráficos, diagramas, mapas mentales, sketchs, audiovisuales, narrativas, conceptos, etc. ayudan a representar mejor la complejidad y generar una visión y lenguaje común por parte de las partes implicadas. Introducen ligereza, creatividad y tangibilidad.
Mirada holística. Cómo se relaciona ese servicio o programa con el contexto en el que surge, social, cultural, económico, educativo, político, etc. Un tema como el maltrato en particular exige una comprensión sistémica del problema desde diferentes ángulos, tanto público como privado.
Fruto de todo el proceso, en el marco que un proyecto académico permite y bajo una situación de confinamiento por el covid-19, nació la propuesta IsThisLOVE, gracias a la contribución de personas que compartieron sus testimonios y una dedicada red de profesionales del Estado y Reino Unido, como abogadas y abogados, juezas y jueces, psicólogas y psicólogos, trabajadoras y trabajadores sociales, terapeutas, asistentes de maltrato, personal médico y periodistas. IsThisLOVE es una plataforma segura que ofrece a quienes están en una relación de maltrato apoyo, ánimo para reconocerlo y ayuda para superarlo. Propone una nueva generación de servicios que combina el soporte de profesionales y de pares con una participación activa de las usuarias en su proceso de recuperación.
A pesar de que el bueno de Boccaccio dijo aquello de que “el arte es ajeno al espíritu de las mujeres”, o de generosas opiniones como la de Auguste Renoir, para quien la mujer artista era “sencillamente ridícula”, desde niñas se nos anima a escribir, a pintar, dibujar, actuar, cantar… y las convenciones sociales nos señalan discretamente las Artes como un lugar al que dedicar nuestro tiempo libre. Por entendernos, habrá quién cuestione si el hockey sobre hielo es una extraescolar conveniente para la niña, pero pocos discutirán la pertinencia de la clase de cerámica si es lo que la niña quiere.
Lo que no se nos aclara a las mujeres es que, llegado el momento, a pesar de ser mayoría en las formaciones académicas artísticas, y de ser también mayores consumidoras de cultura en todas sus categorías (música, lectura, artes escénicas,…), tampoco en este florido jardín podremos aspirar de manera natural a nuestro trocito proporcional de gloria. Salvo si es como musas, que de este modo sí, llenamos canciones, novelas y pinacotecas (a menudo, por cierto, desnudas).
No se nos aclara que, como en el resto de campos y a pesar de la aparente ventaja mencionada, también en las Artes nos tocará reclamar la atención del mundo hacia nuestro mérito. En suma, una vez más nos encontramos recordando que somos igual de buenas, y esforzándonos por ser mejores para demostrar que lo que de ninguno modo somos es… peores.
Un episodio de estos días, con la sombra del racismo involuntario presente, me ha hecho regresar a esta idea de que las mujeres —como les sucede a las personas migrantes — debemos demostrar de forma continuada que nos merecemos el lugar, que estamos a la altura de la sempiterna primera opción: la del hombre blanco. El centro alrededor del que giran el sol y las decisiones.
Y es que esta no es una batalla de argumentos (una pintura de María puede ser igual de buena que una de Juan, y un servicio de Mahmoud igual que uno de Miguel), sino una batalla de percepciones.
La percepción es ese proceso mental mediante el que, a partir de la experiencia, seleccionamos, organizamos e interpretamos de manera lógica o significativa la información que nos llega. O, dicho de otro modo, es ese proceso según el que seleccionamos a partir de lo conocido, lo distorsionamos hasta adaptarlo a nuestras creencias, y nos lo guardamos en el disco duro colocando la etiqueta de “realidad”.
Y la “realidad” en las Artes parece decirnos que los hombres son mejores artistas que las mujeres. Porque la experiencia nos dice que esto es así. Mírese si no los resultados de algunos de los reconocimientos más destacados:
Los Nobel, por ejemplo, nos dicen que las mujeres somos peores en Literatura (15 galardones de 116).
Y el premio Cervantes lo corrobora (5 mujeres entre un total de 45 premiados).
Los Princesa de Asturias señalan que las mujeres tenemos amplio espacio para la mejora en las Letras (6 ediciones con nombres femeninos de un total de 40) y en la categoría de las Artes, otro tanto (5 de 40).
En Poesía, de 48 premios con dotaciones a partir de 5.000 euros entre 1923 y 2016, solo el 17% fueron para mujeres y 414 de estos concursos ni siquiera contaron con presencia femenina en sus jurados.
Los Oscar no reconocen nuestro Cine (1 mujer tras la Mejor Dirección en 92 ediciones).
Y los premios Max de las Artes Escénicas, en 22 años, solo han reconocido en 2 ocasiones a mujeres por la Mejor Dirección.
El Museo del Prado, que exhibe y guarda en torno a 8.000 obras, desde su creación hace 201 años, solo ha adquirido obra de 53 pintoras: 4 de ellas tan excelsas que se encuentran hoy día expuestas.
Y en la Música, un estudio de Ticketea (2016) desveló que el 77% de los conciertos que se celebran en España son íntegramente masculinos y que en los festivales, solo 1 de cada 6 artistas para un gran evento es mujer.
Demasiado a menudo se echa mano de la Historia o del mantra “no hay mujeres” o “esta edición no…” para explicar esta hiriente desproporción. Pero la realidad (esta vez sin comillas y libre de cualquier percepción) es que las mujeres hemos creado desde siempre, porque crear es una actividad intrínsecamente humana. Es el reconocimiento a nuestras creaciones lo que no llega.
Es sabido que tras la palabra “anónimo” hay una legión de corazones femeninos con ganas de brotar, como sabemos que fueron muchas las creadoras que solo al amparo de un seudónimo (masculino, por supuesto), encontraron el modo de compartir su obra con el mundo. Un mundo que —recordemos las percepciones— encontraba la obra merecedora de la luz si provenía de un autor y la de la sombra si lo hacía de una autora. Con el permiso de Auguste, sencillamente ridículo.
Aunque lo que en realidad resulta sencillamente ridículo, es estar en 2020 poniendo el dedo sobre una llaga que ya es cicatriz y contando nombres con los dedos de las manos, o recordando la necesidad de que las mujeres poblemos jurados, escenas, comités, premios, exposiciones y conciertos, y de que nuestras obras se disfruten y reconozcan sin prejuicios. Así de libre debiera ser la vivencia del arte, que no es otra cosa que la más elevada manifestación (también) de nuestra humanidad.
Soy Germán Gómez Santa Cruz, @GermanGomezSC. Nací en Bilbao en 1955. Estudié Sociología en la Universidad de Deusto. Después he trabajado básicamente en el análisis de mercados y las relaciones de las empresas con sus clientes. Diría que las relaciones personales son la base de mi tarea profesional. La música y el canto también ocupan una parte de mi tiempo. Y desde el año 2006 tengo un blog: http://paraquesirvenlosclientes.blogspot.com/
Quiero comenzar este artículo dando las gracias a Doce Miradas por la invitación a escribir este texto. Por el hecho en sí y por el ejercicio de reflexión que me ha supuesto su escritura.
Como os digo, nací en Bilbao en 1955. Con la perspectiva que da el tiempo, me defino como un chico de familia acomodada con pocos problemas y algunos anhelos de cambio. Recuerdo, por ejemplo, mi ilusión por las primeras elecciones democráticas de junio de 1977.
Estudié Sociología en la Universidad de Deusto. Allí aprendí que los seres humanos vivimos marcados por diferentes distinciones sociales: clase, estudios, entorno familiar, origen, lengua…; pero, sobre todo, por otras dos distinciones fundamentales: una es la edad por la que vamos transitando a lo largo de nuestra vida; y la otra es el sexo, que nos separa de modo radical.
En aquella Facultad de Sociología de la década de 1970 no se estudiaba sociología del género ni feminismo. El sexo era básicamente una variable de clasificación que nos servía para responder a la pregunta de en qué se diferencian hombres y mujeres en relación con cualquier aspecto que pretendiéramos analizar. No teníamos contenidos académicos sobre estas cuestiones, pero sí interés, que era mayor entre las mujeres. La igualdad era importante en nuestros anhelos de cambio. Como dice una amiga y compañera de aquella época, “nosotras practicábamos el feminismo, pero no lo teorizábamos”.
Después he trabajado básicamente en el análisis de mercados. Me he dedicado a estudiar las opiniones y comportamientos de personas compradoras, consumidoras y usuarias. Recuerdo varias colaboraciones con la empresa Fagor Electrodomésticos en las que el perfil objetivo eran las amas de casa; esto es, mujeres encargadas de gestionar todo lo relacionado con los productos fabricados por la malograda cooperativa de Mondragon. Teníamos que pensar, por un lado, en amas de casa “modernas”, más jóvenes y con trabajos fuera del hogar, y, por otro, en amas de casa “tradicionales”, sin actividad laboral externa. Los hombres contábamos poco en este caso concreto, aunque la mayoría de los que realizábamos el análisis lo éramos. Se podría decir que éramos hombres intentando pensar como mujeres.
Mi madre pertenecía al grupo de las amas de casa tradicionales, con cuatro hijos (dos chicas y dos chicos) y un marido, profesor de geología e hijo de cocinero, que no sabía freír un huevo. Ni sabía ni ganas tenía de aprender, entre otras cosas porque la cocina era el territorio de ama. Nuestro padre insistía en que los cuatro fuéramos a la universidad y ama, en que su varoncito mayor (yo) aprendiera a cocinar y se hiciera la cama por las mañanas. Los dos, cada uno a su manera y a partir de sus propias experiencias personales, nos animaban a protagonizar un cambio que, según intuían, mejoraría nuestras vidas.
Porque eso era lo que respirábamos: un ambiente de cambio de las costumbres que teníamos más a la vista y que tenían mucho de mundos separados. Por un lado estaba el mundo masculino del trabajo, los amigos y el fútbol y,por otro, el mundo femenino del cuidado de la casa y las hijas e hijos. Una separación contra la que nos rebelábamos con nuestras opiniones y también con nuestras melenas, barbas y desaliño, con chamarras raídas y otras prendas de vestir usadas indistintamente por mujeres y hombres. Ansiábamos otro tipo de relación, nos parecía importante compartir con la pareja las tareas domésticas y el cuidado de los hijos e hijas, no entendíamos que el género fuera una barrera para la colaboración, la amistad y la confidencia. Éramos la generación “progre”. Nuestra propuesta tenía algo de experimento, porque no existían muchas referencias sobre el modo de llevarla a la práctica. El cambio era una oportunidad, pero también podía entenderse como una pérdida de privilegios. Quizás éramos más progres en nuestra imagen externa de lo que realmente lo éramos en nuestros comportamientos cotidianos. Había que ensayar unos modos de relación con una alta dosis de incertidumbre que cada cual gestionaba como podía, con la mochila de su biografía personal.
Ahora nos toca hacer balance. Algunas cosas han cambiado y otras, no tanto. En mi círculo de relaciones, el matrimonio es una opción, una mujer sola no es una solterona y una madre soltera no es socialmente rechazada. Hay hombres que ejercen la paternidad de modo responsable y mujeres que juegan al fútbol. Y juntos compartimos trabajo, cultura, ocio y diversión.
Pero estos cambios no son universales. Los medios de comunicación nos recuerdan a menudo que las desigualdades extremas siguen existiendo muy cerca de nuestra casa, que la realidad es muy diversa y que, en muchos pequeños detalles cotidianos, seguimos repitiendo pautas del pasado. Desde mi espíritu “progre”, me sigue sorprendiendo la insistencia actual en remarcar las diferencias sexuales en nuestra imagen externa a través, por ejemplo, de la cirugía estética, el ejercicio físico que busca modelar nuestro cuerpo, el maquillaje o la forma de vestir.
Tal vez fuimos ingenuos por creernos capaces de cambiar hábitos y pensamientos arraigados durante generaciones, de modificar las claves de unas relaciones que creemos basadas en nuestra propia biología. La tarea es más compleja de lo imaginado, y más aún ahora con mucho ruido mediático, muchos mensajes sin control en busca de audiencia. Es difícil resaltar las relaciones igualitarias, por sí mismas más tranquilas, carentes de espectáculo.
Pero tenemos una ventaja importante: las referencias reales de multitud de experiencias de vida en las que observar las dificultades y las ventajas de los diferentes modos de relación. Ya no tenemos que experimentar.
No está todo hecho, pero hay que poner en valor lo realizado e insistir en la tarea. El recorrido continúa.
De cuando en cuando, llegan propuestas a Doce Miradas para intervenir en algún medio de comunicación o en algún foro relacionado con el feminismo. Hace ya más de un año nos propusieron participar en unas jornadas de transformación empresarial bajo el epígrafe El valor de la igualdad en las organizaciones. Me llamó la atención porque esa brisa llevaba un tiempo agitándome, ya que se ha convertido en habitual buscar, investigar y destacar los múltiples beneficios de la igualdad para las empresas en noticias de los medios de comunicación y en los títulos de jornadas y conferencias. Como si hiciera falta.
Hay infinidad de ejemplos. A priori parece que estemos de enhorabuena. Como mujer y como feminista debería celebrarlo y sin embargo creo que hay razones para una reflexión crítica:
¿No debería ser la justicia social el principal motivo?
Las empresas deberían contratar mujeres y fomentar el liderazgo femenino y el acceso a puestos directivos por una cuestión de justicia social, de derechos humanos. Somos la mitad de la población y tenemos derecho a ello. Porque sí. Por existir. Por ser la mitad de la humanidad. Es así de sencillo, pero parece no bastar. No es suficiente y se siguen buscando otros argumentos que nos avalen. El principal, por lo visto, es el hallazgo de que somos rentables. Según la OIT, Organización Internacional del Trabajo, 3 de cada 4 empresas que promovieron la presencia de mujeres en cargos directivos registraron un aumento de sus beneficios del 5% al 20% (a partir de encuestas a 13.000 compañías de 70 países).
Nos atribuyen cualidades, competencias y habilidades por el hecho de ser mujeres
El feminismo siempre ha luchado por romper con los estereotipos y roles de género. Sin embargo, parece que aceptamos de buen grado que esta puerta al mundo empresarial se nos abra por cuestiones como ser más empáticas, flexibles, innovadoras, mejores comunicadoras, eficaces mediadoras, más preocupadas por integrar a todo el mundo y contribuir a un mejor clima en los equipos… ¿Estamos dispuestas a aceptar que somos así por haber nacido mujeres? ¿Nos interesa ensalzar esas posibles habilidades que se nos atribuyen, desarrolladas muy probablemente por haber sido socializadas según el género femenino, ese constructo sociocultural que rechazamos?
Si dejan de creer que somos rentables, ¿nos envían de vuelta a casa?
Hasta el Fondo Monetario Internacional ha hecho declaraciones sobre lo que subiría el PIB si aumentase la igualdad entre géneros. Con motivo del 8 de Marzo de 2019, Christine Lagarde afirmó que según estudios del FMI si el empleo de las mujeres se equiparara al de los hombres las economías serían más resilientes y el crecimiento económico sería mayor. Añadió además que, para los países situados en la mitad inferior de la muestra en cuanto a desigualdad, cerrar la brecha de género en el empleo podría incrementar el PIB un 35% de promedio. Dado que el principal motivo para buscar la igualdad por parte de los países y las empresas parece ser el económico, ¿qué pasaría si cambian las tornas y dejáramos de ser rentables o de ser percibidas como tales?
Seguimos estando a prueba, bajo escrutinio
En cuanto a nuestra condición de mujeres, seguimos sometidas a examen, tanto en lo que se refiere al desempeño laboral como al liderazgo femenino en cualquier ámbito. Lo hemos visto recientemente en el terreno político. La aplaudida gestión de la crisis por parte de las dirigentes de Nueva Zelanda, Taiwan, Islandia, Finlandia, Noruega, Alemania… se ha transformado en una búsqueda de las esencias de ser mujer para explicar sus éxitos: cuidadoras, prácticas, comunicadoras, etc. Encuentro peligroso que siga existiendo la tendencia a atribuir tanto los éxitos como los fracasos a nuestra condición de mujeres. Los hombres sin embargo triunfan y fracasan como individuos, no se les juzga como género porque su validez está fuera de toda discusión. No así la nuestra.
Es bueno que todas las partes ganen. Nada que objetar al tan de moda win-win pero sería más gratificante que el motor de este cambio fuera la justicia social en lugar de tener que presentar el aval de la rentabilidad para ‘animar’ a los líderes empresariales y agentes sociales a avanzar en la igualdad. Además, hay algo muy irritante en que con frecuencia seamos nosotras mismas, mujeres feministas, quienes lo pregonemos. No digo que haya que renunciar a jugar esa carta favorable para lograr nuestros objetivos, pero sí que primemos y no olvidemos que, por encima de todas, la carta principal es la de la justicia social.
Puestas a ser pragmáticas, insuperable Diane Lockhart con este consejo a Alicia Florrick en la serie The Good Wife a propósito de los motivos que le llevaron a ser socia de la firma de abogados y que ya traje a colación en uno de mis primeros posts:
“¿Sabes por qué me hicieron socia? Jonas Stern fue demandado por acoso sexual y necesitaba mostrar que tenía una socia en sus filas. Nada más. Cuando la puerta a la que has estado llamando por fin se abre, no preguntas por qué, entras. Así de simple.”
Cuestionable su pragmatismo, sin duda, pero tal vez necesario para ocupar una posición de poder desde la que defender después ideales y principios.
30/06/2020 en Doce Miradas por Christina Werckmeister
Call – OUT
Quiero referirme a un fenómeno, que, como tantos otros, tiene un nombre en inglés para el que no encuentro un buen equivalente en castellano. Creo que enseguida lo reconoceréis.
En inglés se llama “call-out culture” a esa práctica de denunciar de manera acusatoria, pública y personal una expresión (o un hecho) de machismo, racismo, homofobia, transfobia, (xenofobia, clasismo, habilismo etc etc… la lista es tan larga como las opresiones que existen). Este fenómeno abunda especialmente en las redes sociales, lugar virtual poco dado a la reflexión y más bien limitado a conseguir shares y likes. Es especialmente delicioso cuando se trata de tumbar a las personas famosas, incluso por un tweet de hace 10 años. También es observable y extrapolable a nivel de calle, en según qué conversaciones, asambleas, jornadas, y demás ocasiones donde demostrar nuestra pureza ideológica necesita del montaje de un juicio público sobre la pureza del otro, con su consiguiente castigo popular – y, a ser posible, con el máximo brío retórico de un buen “zasca”.
Y, sí, en general esta cultura, esencialmente performativa, viene del mundo progre. Sí, con frecuencia viene de nuestras propias filas.
Pero antes de continuar, una advertencia:
La práctica (que no la performance) de la denuncia desde sectores realmente oprimidos ha de protegerse. Ni se puede silenciar, ni se puede exigir que module el “tono” para que no incomode. A la rabia, la impotencia, el agotamiento y la opresión no se le pueden exigir “modales” para ser escuchados. La posición condescendiente de “te escucho, pero dímelo bien” no es más que otra táctica paternalista de demostración de poder, de dejar las posiciones bien claras antes de hablar y así dominar la conversación.
Consecuencias a tener en cuenta del calling-out excesivo y sin reflexión
1. Agotamiento de la práctica. Cuanto más abunda el fenómeno, menos impacto tiene. Considera reservar tus ansias con el fin de proteger la práctica del call-out para quien realmente la necesita como herramienta.
2. No estás siendo necesariamente una aliada/o. Gente privilegiada denunciando a otra gente privilegiada no es siempre la mejor manera de ser aliada cuando se hace de manera agresiva, superflua y retórica — ver punto 3. Para eso hay otras estrategias de comunicación entre “pares” donde tu voz servirá mejor a tu objetivo (ver abajo opción calling-in)
3. Corte tajante del diálogo. Después de un call-out, ya no hay excusas ni disculpas que valgan. Y si las hay, serán nuevamente analizadas con lupa por si pueden merecer un recall-out. Fin de la discusión. Por tanto, se pierde una oportunidad de aprendizaje, tanto de quien ha “perpetrado” el error, como para el público. Pero hablemos con franqueza, el objetivo de un contundente call-out no suele ser provocar a la reflexión (y consiguiente concienciación sobre el asunto, incluso reparación del daño), sino, como ya he dicho, para humillar al receptor/a y quedar como super aliado/a chachi. La “víctima” se marchará con la cola entre las piernas, muy probablemente más machista, racista, LGTBiQfóbica etc que antes.
3. Alienación del receptor/a. De manera similar al punto anterior, calling out significa que tu estás “in” (dentro) y la otra persona está “out” (fuera). A veces, entre grupos de activismo y justicia social, se erige una competencia interna por demostrar el dominio de las temáticas, por polemizar más que analizar. No creo que esa sea la forma de cuidarnos en la lucha que, ya de por sí, desgasta a todas. Al contrario, no avanzaremos como colectivo si no nos permitimos explorar nuestros puntos de vista junt@s, dialogando y reflexionando. Todavía recuerdo la frustración de las profesoras del Máster en estudios de género ante el silencio generalizado cuando planteaban debates en clase. Nadie se atrevía a hablar por miedo a ser acusada de alguna “barbaridad” y acabar “out” – fuera del grupo, indigna del “carnet” de feminista.
4. Idealización de posturas reaccionarias. Desvalorizado el pensamiento crítico, se alza el valor fascista y reaccionario, disfrazando así el verdadero machismo, LGBTQi-fobia, racismo de “valentía” ante las “guerras culturales de la izquierda sensiblera”. “Digo las cosas como son, aunque sea políticamente incorrecto”. Esta estrategia está diseñada para provocar notoriedad, clicks, y escándalo — y a la vez arengar y unir a las clases privilegiadas alrededor de una supuesta superioridad anti-intelectual.
Traducción propia de la cuenta de Twitter de @anne_theriault
Call-IN
¿Queremos reproducir actitudes punitivistas, patriarcales, y maniqueas desde el feminismo? ¿Impunidad y castigo son las únicas dos alternativas?
A cualquiera nos viene muy bien un buen jarro de agua fría de vez en cuando, pero para que nos haga pensar y, en última instancia, cambiar nuestra actitud. No para silenciarnos.
Calling-in puede ser una alternativa para abordar el asunto de manera privada, sin espectáculo público, con intención de mejorar. Cada una podemos valorar cómo. Con empatía, humor, creatividad y cuidado. Podemos hacer una reflexión interna, reconociendo que tod@s estamos sujetos a prejuicios, estereotipos y rumores, y que no somos mejores. No argumentar desde la condescendencia.
Es una manera de reconocer que las personas no somos unidimensionales en lo individual ni los colectivos monolíticos en su totalidad. Sabemos que existen múltiples experiencias en el tiempo y en los contextos. Agradezco que lo que pienso hoy no es lo mismo que hace diez años, y espero que, en otros diez (o mañana mismo) también cambie mis opiniones. Las organizaciones, los movimientos por la justicia social, también están en constante análisis, descubrimiento, y cambio. Ese es el reto del pensamiento crítico.
Calling in no siempre será posible, especialmente para las personas oprimidas, que suficiente desgaste tienen con el día a día y no tienen la responsabilidad por defecto de “educarnos”. Si lo hacen, será un gesto “extra” que deberemos valorar.
“Hay que ir por otros derroteros, contextualizar de dónde vienen las violencias y tener claro a dónde llevan las dinámicas punitivistas”
*Del artículo Pensar juntas para definir la justicia feminista, de Ter García en Pikara Magazine, cuya lectura recomiendo para que, salvando las distancias, podamos aplicar una actitud similar al asunto del calling-out punitivo
Soy Ziortza Olano Astigarraga, @olanoziortza. Soy muy de pueblo, con una raíz muy bien marcada a mi entorno. Ello me ha permitido crecer, soñar y darme cuenta de que, si quiero, puedo; eso sí, siempre con esfuerzo. Mi experiencia profesional está relacionada con la Dirección y Gestión de equipos en entidades de Economía Social: formación; innovación social y desarrollo de personas. Actualmente soy parte del equipo de Team Coaches en Mondragon Team Academy y colaboro con entidades varias, impulsando proyectos que provoquen cambios. Me mueven la curiosidad, la búsqueda y la participación en proyectos que puedan contribuir y mejorar nuestro entorno más cercano. Cambiar el mundo a través de pequeños o grandes proyectos.
En primer lugar, quiero dar las gracias a Doce Miradas por dejarme aportar otra mirada que no pretende ser más que la mía, desde un pequeño pueblo abierto al mundo: Mundaka, anteiglesia de tradición marinera, una comunidad a la que la mar ha ayudado emprender, desde la pesca al surf. Tantas cosas nos ha dado la mar que hoy quería rendir homenaje a todas aquellas mujeres que, desde la sombra o, incluso tras la sombra (la verdad, es difícil decir desde dónde), marcaron tanto nuestra esencia y nuestra forma de afrontar la vida como mujer: rederas, sardineras, amamas, amumas, amas, hermanas, tías…
Nadie puede hacerte sentir inferior sin consentimiento.
Eleanor Roosvelt
Emprender la vida sin tiempo a pensar en el miedo
Mujeres luchadoras, nacidas en casas muy humildes, que, tras haber vivido una guerra y una posguerra, tuvieron que afrontar la vida y emprenderla con las posibilidades que la vida les ofrecía. Todo ello adaptándose constantemente a las nuevas circunstancias y trabajando siempre desde el servicio a la comunidad; creando interconexión entre diferentes miembros de la familia y liderando siempre desde el servicio.
Mundaka en 1955. Fotograma de la película «Tormenta», estrenada en 1956.Embarcación El Gran Amor. Mundaka, 1970.
Quería destacar la fuerza de dichas mujeres y el poderío con el que se enfrentaban a todo lo que les sucedía, además de subrayar tres de las competencias con las que hacían frente a todo ello. La primera es la resiliencia, la capacidad de afrontar la adversidad, de superar algo y salir fortalecida. La segunda, el sacrificio, la capacidad de superar las dificultades con esfuerzo para alcanzar un beneficio mayor, venciendo los propios gustos, intereses y comodidad. Y la tercera es la adaptación, la capacidad de vivir y trabajar sin bloquearse ante el cambio, encontrando siempre el mejor camino entre las circunstancias del momento.
El miedo no las paralizaba; el miedo les daba la fuerza suficiente para seguir adelante siempre con humildad y sin perder el humor necesario para disfrutar de la vida.
¿Y ahora yo qué?
El futuro pertenece a quienes creen en la belleza de sus sueños.
Eleanor Roosvelt
Ahora desde la coordinación de Bilbao Berrikuntza Faktoria (BBF), apoyando a jóvenes emprendedores-as y a empresas jóvenes, echo la vista atrás con la intención de no perder nunca de vista el legado que todas esas mujeres han dejado en mí: valores, competencias y formas de hacer que me acompañan en este viaje del emprendimiento. Emprender un proyecto de vida o profesional con personas diversas y en equipo; aprender a ser la protagonista de mi vida y, en caso de ser necesario, reinventarme sin miedo a cambiar, sin miedo a soñar. Siempre con mente abierta y global teniendo en cuenta nuestro entorno más cercano.
¡Qué suerte la mía, poder soñar y crear! He de honrar el sacrificio de todas aquellas mujeres que no tuvieron la suerte de poder elegir y que con su lucha consiguieron que yo sí pueda decidir. Mantengo viva la llama de aquellas que impregnaron en mí la fuerza de una mujer de costa.
¡Qué orgullo haber tenido ese tipo de mujeres cerca! Gracias a ellas soy quien soy; gracias a ellas asumo ser protagonista; gracias a ellas elijo coger el timón de mi vida.
Asumo que, si yo no lo hago, nadie lo va a hacer por mí.
Quería terminar este artículo con fuerza y he elegido una frase de Rigoberta Menchú, líder indígena guatemalteca, que nos ayudará a terminar soñando y visualizando todo aquello que aún está por crear. Tenemos la responsabilidad de hacerlo con ilusión; yo al menos así lo haré. Va por aquellas que, aun siendo desconocidas, con humildad y mente abierta lo supieron hacer.
Una mujer con imaginación es una mujer que no solo sabe proyectar la vida de una familia, la de una sociedad, sino también el futuro de un milenio.
Rigoberta Menchú
Puedes leer este artículo también en euskera y en inglés.
La traducción al inglés es de Nerea Olano Astigarraga.
Somos Pepa Bojó Ballester, Leticia Eizaguirre Altuna, Miren Elejondo Aguirregomezcorta, María Feijoo González, Begoña Garcés Vidador, Cristina Giménez García y Helena Ayerbe Gartxotenea, un grupo de mujeres que queremos compartir nuestro punto de vista sobre el modo en el que los distintos poderes están conduciendo el recorrido de la crisis sanitaria provocada por la covid-19 y sobre algunas medidas que han contribuido, en nuestra opinión, a acrecentar el malestar y la preocupación por el tipo de sociedad a la que nos pueden dirigir.
Nuestro objetivo no es ofrecer una visión negativa de la gestión, sino aportar ideas críticas al debate para construir una sociedad civil madura y autónoma que nos permita avanzar hacia una organización social, dinámica y participativa de la democracia.
Hay aspectos sobre los que se debe reflexionar de manera crítica y constructiva para poder así diseñar estrategias adecuadas que sirvan para fortalecer a la sociedad.
En esta grave crisis sanitaría, muy difícil de afrontar dado lo imprevisible y desconocido de esta pandemia, nos encontramos con la verdadera situación del sistema sanitario y con errores que no deberían repetirse.
Ilustración de Vir Palmera
Se ha puesto al descubierto un modelo de gestión sociosanitaria en el que priman los intereses económicos sobre el bienestar de las personas y el sostenimiento de la vida de calidad. Como ejemplos lamentables, podemos destacar la falta de recursos para la protección del personal sanitario o la gestión de las residencias de mayores, sobre todo las privadas.
Nuestra reflexión gira también en torno a la gestión del conflicto y las medidas de confinamiento que cuestionan la calidad democrática de nuestro Estado: las estrategias que se han seguido para el control de la población, la innecesaria presencia fáctica del ejército y su blanqueamiento social contribuyen a dejar en mínimos la responsabilidad civil e individual.
Se ha infantilizado a la sociedad, nos hemos sentido tratadas como menores de edad, con un modelo de control autoritario y una gestión basada en la vigilancia y el castigo que, paradójicamente, apela continuamente a la responsabilidad personal y ciudadana.
No se han admitido iniciativas que habrían supuesto una mayor implicación de la ciudadanía en la superación de esta crisis. En algunos municipios incluso se ha rechazado la colaboración de chicas y chicos, jóvenes voluntarios que se ofrecieron para asistir a las personas más vulnerables.
Un modelo de poder autoritario es totalmente incompatible con el desarrollo de la responsabilidad, ya que esta exige autonomía, capacidad de pensamiento crítico, conocimiento y sobre todo confianza y se basa en el uso de la pedagogía. Esta estrategia por la que apostamos ayuda a generar una sociedad más responsable, autónoma y madura.
En ese sentido, consideramos que el papel de las fuerzas del orden debería ser el de informar, asesorar, acompañar e incluso escuchar, ya que una parte importante de la gente que ha sido multada tenía una razón para estar en la calle, pues no no todas las personas poseen las mismas condiciones de vida (algunas carecen hasta de “techo”) ni los mismos recursos para gestionar la angustia o la soledad.
No debemos admitir una estrategia basada en infundir y potenciar el miedo, ya que este nos colapsa e impide pensar y es la herramienta sobre la que se basa el control social. Con el miedo las personas anhelamos seguridad, incluso a veces a cambio de perder derechos y libertad, pero la seguridad total es un espejismo, no existe en términos absolutos y, a su vez, la pérdida de derechos y libertades es una realidad que también provoca enfermedad.
No podemos aplaudir las actuaciones de vigilancia vecinal. Es lamentable que desde las ventanas se controle, grite, insulte e incluso denuncie a vecinas y vecinos, sin conocer su realidad ni sus motivos, y que este hecho se identifique como un acto de solidaridad, cuando la solidaridad se basa en la empatía y la ayuda. Qué decir de los vergonzoso aplausos a los abusos policiales desde muchos balcones.
Nos gustaría que en las mesas de gestión de la crisis, además de personas expertas (en este caso, en salud y epidemiología), se sentaran también personas conocedoras de la realidad de diferentes ámbitos sociales y de colectivos con necesidades específicas con riesgo de vulnerabilidad, ya que es imprescindible conocer la realidad de dichos colectivos para elaborar protocolos adecuados.
Sin embargo, las duras medidas de confinamiento no han tenido en cuenta el impacto que podían tener en diferentes grupos más vulnerables, en niñas y niños pequeños, gente mayor, personas con problemas de salud mental, trastornos conductuales o pluridiscapacidades, colectivos de personas refugiadas, sin techo, familias con muchas dificultades y falta de recursos y mujeres, niñas y niños con riesgo de sufrir maltrato o abusos de todo tipo, entre otros. Las consecuencias para su salud y sus propias vidas son más graves y las estamos conociendo ahora.
Pensamos que estas medidas deberían revisarse, flesibilizarse y adaptarse a estos colectivos y también a las características de las poblaciones y al número de habitantes. Entendemos que en un primer momento es normal no saber y tomar decisiones drásticas y generales para todo el territorio y todos los colectivos, pero también hemos visto modelos de confinamiento menos estrictos en los países vecinos que, creemos, se podrían valorar.
Efectivamente ahora hay mucho que hacer, vamos a ver las consecuencias del confinamiento, nos vamos a enfrentar a una crisis económica y laboral, pero también a una crisis del modelo de cuidados que ahora va a ser crucial resolver. Realmente vamos a retomar la realidad, dado que la sociedad ya estaba en crisis: el modelo de crecimiento ilimitado ya no puede sostenerse.
Nos preocupa que, una vez más, los colectivos más vulnerables, los que ocupan los puestos de trabajo más precarizados, pierdan más derechos y capacidad de autonomía y autogestión.
Por todo ello queremos contribuir a la reflexión proponiendo una gestión de las consecuencias de esta crisis con una mirada global y social que ponga el cuidado de la vida y la sostenibilidad en el centro, una gestión encauzada a generar una sociedad más igualitaria, justa socialmente, que genere mayor bienestar para toda la ciudadanía, deseando también que la sociedad civil sea verdaderamente agente de interlocución y motor del necesario cambio social.
09/06/2020 en Doce Miradas por Garbiñe Biurrun Mancisidor
El trabajo a domicilio, con tal denominación, ha sido bien conocido en nuestro entorno socioeconómico en tiempos pasados y se ha utilizado con frecuencia para prestar servicios, notablemente por las mujeres. De esta manera se cubrían varias finalidades, que muchas recordamos por haberlo así escuchado a nuestras madres, tías o abuelas: la empresa recibía el trabajo, la persona trabajadora percibía una remuneración –más bien escasa, ciertamente–, siendo mujer, no tenía que salir de su hogar ni quedar “expuesta”, por tanto, a los “peligros” del mundo exterior y, en un porcentaje relevante, evitaba también la “deshonra” de trabajar por cuenta ajena en un taller o fábrica.
No sabría decir desde cuándo se conoce esta modalidad de trabajo, pero en este país lo cierto es que ya se regulaba en la vieja y franquista Ley de Contrato de Trabajo de 1942, que le dedicaba un título entero. Ahora, el vigente Estatuto de los Trabajadores, en la redacción dada por la reforma laboral de 2012, solo le dedica su artículo 13, que además es muy escueto. Seguramente esta escasa regulación tiene que ver con la poca utilización de esta forma de trabajo en los últimos tiempos.
Ahora bien, es claro que su presencia se ha ido incrementando poco a poco, a medida que lo iban permitiendo los avances tecnológicos, y que muchos trabajos podían prestarse desde el domicilio –o desde donde la persona trabajadora lo quiera– utilizando los medios telemáticos cada vez más presentes, siendo el “teletrabajo” este trabajo “a distancia” con la utilización de tales medios tecnológicos. Y, con tal proliferación, ya se echaba de menos una regulación más completa de sus peculiaridades, que no son pocas, tanto en la ley como en los convenios colectivos.
Y no es baladí pretender una más detallada regulación, teniendo en cuenta que, como luego veremos, este tipo de trabajo concierne mayormente a las mujeres y que, ya cuando en 2012 se reformó este tema, en el Preámbulo de la norma se apelaba, entre otras razones, al deseo de “incrementar las oportunidades de empleo y optimizar la relación entre tiempo de trabajo y vida personal y familiar”. Loable finalidad, desde luego, pero muy errada si no se utiliza en igual medida por los hombres.
Y en estas estábamos, teletrabajando más bien poco, la verdad –pese a ser un medio interesante para conciliar vida familiar y laboral de todas las personas–, cuando se produjo la situación de alerta sanitaria y la declaración del estado de alarma y consiguiente confinamiento general de la población. Y el teletrabajo se ha erigido en una vía de solución que ha permitido a muchísimas personas prestar sus servicios desde su domicilio y, sobre todo, a muchas empresas recibirlos. ¡El gran descubrimiento! Resulta que podíamos trabajar sin movernos de casa.
Claro que no se puede negar que el trabajo a distancia es un instrumento útil en aras de aquel fin de la conciliación de la vida familiar y laboral, pero, ojo, pues su generalización definitiva –no solo en situación de emergencia– precisará una normativa clara de mínimos para una protección suficiente y eficaz de las personas que presten así sus servicios, lo que la normativa española actual no garantiza.
Sin olvidar –y esto es lo que más me interesa reseñar– que en gran parte del mundo el trabajo a domicilio sigue siendo lo que era: un espacio difícil para la igualdad, la libertad y la plenitud de derecho. Sin olvidar tampoco que no todo el trabajo a domicilio es “teletrabajo” o trabajo telemático, sino que, en muchas ocasiones –las más, en el planeta– se trata de servicios manuales reservados a las personas más vulnerables.
En tal sentido, hemos de recordar que el pasado 11 de marzo, la Oficina Internacional del Trabajo de la OIT hizo público el Informe de la Comisión de Expertos en Aplicación de Convenios y Recomendaciones –CEACR–, en el que, entre otras muchas y trascendentales cuestiones, se abordaba también el trabajo a domicilio. Hemos de recordar que en esta materia la OIT ha dictado su Convenio número 177, del año 1996, con entrada en vigor el 22 de abril de 2000 –desde entonces han cambiado mucho las circunstancias– y la Recomendación número 184, si bien muy lamentablemente el convenio en cuestión solo ha sido ratificado por diez de los 187 Estados miembros, siendo España uno de los que no lo ha hecho.
De este recentísimo Informe de la CEACR son de destacar ahora las siguientes consideraciones: la constatación de que, si bien el trabajo a domicilio se ha considerado durante mucho tiempo una forma “anticuada y preindustrial de trabajo”, actualmente se defiende “como sinónimo de nuevos modelos de negocio y de espíritu empresarial”, en el que tendría cabida el trabajo on line en plataformas digitales”; que esta modalidad de prestación laboral es la principal fuente de un gran número de trabajadores de todo el mundo y que es, en gran parte de los casos, un trabajo “informal” e “invisible”, ya que se presta por colectivos especialmente vulnerables como migrantes y personas –mujeres– con responsabilidades familiares o con discapacidad. En pocas palabras, la idea “moderna” del teletrabajo no debe hacernos olvidar en ningún momento “los difíciles asuntos y problemas planteados por las formas de trabajo a domicilio más conocidas y tradicionales”, que aún perviven en muchas partes del planeta.
Muy especialmente, el Informe reseñado expresa que no debe olvidarse la importancia del trabajo femenino en este ámbito, “una dimensión de género muy marcada” , pues “la mayoría de los trabajadores a domicilio son mujeres, muchas de las cuales no han podido acceder a un empleo regular debido a sus responsabilidades familiares o a la falta de competencias, o han optado por trabajar desde su domicilio debido a normas culturales y sociales. El trabajo a domicilio se concentra en la economía informal, donde también prevalecen las mujeres”.
Y en este plano no debe tampoco olvidarse que, pese a los aspectos positivos del trabajo a domicilio desde el punto de vista empresarial –reducción de costes y mejora de la productividad, entre otros–, existe una enorme inseguridad jurídica para muchas personas trabajadoras del planeta y que el Convenio de la OIT antes mencionado, con ese tan bajo número de ratificaciones, no obtuvo el apoyo de los empresarios ni de muchos gobiernos, que entendieron que someter este tipo de trabajo a una estricta regulación afectaría a la “flexibilidad” buscada.
Y es que esta “flexibilidad” no resultaría compatible, en los términos pretendidos por algunos, con algunos elementos trascendentales: de un lado, con la auténtica naturaleza jurídica del trabajo a domicilio –auténtico trabajo por cuenta ajena cuando se produzca con todas las características que para tal calificación se dan en el trabajo “a presencia”–; de otro lado, con la garantía de salario mínimo también para el trabajo a domicilio; de otro, con la aplicación de “los mismos derechos, garantizados por la legislación y los convenios colectivos aplicables que los trabajadores comparables que trabajan en los locales de la empresa”, incluida la limitación de la carga de trabajo; con el reconocimiento del derecho al respeto por parte del empleador de la vida privada de la persona trabajadora; con la necesidad de adoptar medidas para garantizar plenitud de derechos a las personas que presten su trabajo a distancia, entre las que se hallan las necesarias para prevenir y evitar el aislamiento de la persona que así preste sus servicios y asegurar el mantenimiento de las relaciones con el resto de la plantilla y el acceso a la información de la empresa.
Volviendo al inicio –que es como se termina todo siempre o casi siempre–: ha regresado el trabajo a domicilio y lo ha hecho con fuerza –al menos en estos concretos momentos en nuestro entorno–, en tanto que se mantiene como siempre en muchos lugares del planeta, lo que exige subrayar una vez más tanto las ventajas como los graves problemas de esta modalidad de prestación del trabajo. De un lado, es, ciertamente, una muy buena alternativa en la práctica para personas con dificultades de movilidad y desplazamiento hasta un centro de trabajo –personas trabajadoras de edad, con discapacidad y aisladas que viven en zonas rurales, por ejemplo–. Pero, de otro lado, quienes trabajan a domicilio carecen, en muchos casos, de reconocimiento y de visibilidad, tratándose de un trabajo sumamente feminizado, particularmente en el sector manufacturero. Y muchas trabajadoras están en situación de gran vulnerabilidad debido a su situación migratoria, sus responsabilidades familiares o la discriminación, razones por las que optan por trabajar a domicilio, por tratarse de un trabajo invisible y, en gran parte, en la economía “informal”, a lo que se añade la falta de contacto con otros colegas, pues rara vez están sindicadas y casi siempre tienen extraordinarias dificultades para canalizar sus pretensiones y luchar por sus derechos.