Este es un post colaborativo, elaborado a veinticuatro manos, fruto de un debate, de un diálogo a doce bandas sobre un asunto que la actualidad nos ha puesto frente a los ojos y ante el cual hemos querido pronunciarnos.
Con todo, lo hacemos a nuestro estilo: con humildad, sin pretender sentar cátedra, reflexionando en voz alta, abriendo la pantalla a aportaciones y queriendo siempre compartir y aprender.
Para no engañar a nadie y dejar las cosas claras desde el principio, diremos que en Doce Miradas somos mayoritariamente abolicionistas. Con dudas, con recelos, inseguridades, reservas y discrepancias, por supuesto, pero, para ser sinceras, hemos de confesar que el abolicionismo es la línea predominante de nuestras posiciones.
El abolicionismo es una opción que hasta hace poco ni siquiera se nos pasaba por la cabeza, ya que la postura tradicional es la resignación ante algo que “existe desde siempre”, que es “el oficio más viejo del mundo” y, en consecuencia, algo inmutable.
Se ha escrito muchas veces que la dominación sobre las mujeres se basa en dos mitos: el mito del amor y el mito del sexo. Estos son los mitos iniciales, que se ramifican en otros secundarios. Por ejemplo, el mito de la maternidad es una ramificación del mito del amor. La prostitución tiene que ver con el mito del sexo; del sexo masculino, claro, concebido como imperativo biológico e impulso que ha de saciarse inmediatamente, que es inaplazable.
El mito nos hace dar por hecho que el hombre tiene unas necesidades sexuales que saciar (por supuesto, diferentes a las de las mujeres y superiores) y por tanto se le debe prestar ese servicio. Ahí está la raíz del asunto: ningún hombre debe pasar necesidades sexuales; el hombre, como amo del mundo, tiene derecho a disponer de una mujer cuando le apetezca.
Es, por supuesto, un mito falso y la mejor prueba de que el deseo masculino es refrenable y aplazable es que, de hecho, se refrena y se aplaza: los puteros consumen sexo entre semana, durante el presunto horario laboral y a primeros de mes, recién cobrada la paga; no en cualquier momento, no en cuanto les sobreviene el deseo.
Si olvidamos eso del ‘oficio más viejo del mundo’ y miramos la prostitución con ojos nuevos, su existencia es impensable en una sociedad que se considera civilizada. La prostitución es básicamente esclavitud, algo que responde en su totalidad a una cultura patriarcal.
Fotografía de @anaerostarbe
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Quienes defienden la pervivencia de la prostitución esgrimen, entre otros, el argumento de la libertad de la mujer prostituta. Y, llegadas a este punto del debate, es inevitable referirse a la escritora y cineasta Virginie Despentes, que, en su libro “Teoría King Kong”, muy recomendable por muchísimas razones, relata las experiencias vividas durante la época en la que ejerció la prostitución y extrae reflexiones y conclusiones interesantísimas.
El caso de Virginie Despentes fue uno de esos casos raros de prostituta autónoma que solo depende de sí misma. Cuenta en “Teoría King Kong” que, cuando ejercía de prostituta, se sentía poderosa. Sabía que poseía algo que los hombres deseaban y por lo que estaban dispuestos a pagar. Y ella sacaba buen partido de todo eso. Despentes se lanza a degüello contra la idea de que las mujeres debemos hacer todo “gratis et amore” y plantea una visión del sexo como factor empoderante.
Quienes defienden la abolición niegan o ponen en cuestión, pues, que tal libertad exista. Existen, por supuesto, casos singulares como el de Despentes, pero en la inmensa mayoría tras la prostitución está la pobreza, la vulnerabilidad y una cultura según la cual todas las mujeres llevamos una puta dentro, de manera que, llegado un caso de apuro, podemos sacarla a la superficie y valernos de ello.
La prostitución no afecta solo a las mujeres que la ejercen, sino que nos afecta a todas. Que un compañero de trabajo pueda celebrar un éxito laboral o cualquier otra cosa pagando por sexo a una mujer no contribuye a construir relaciones igualitarias, sino a que nos consideren a todas las mujeres seres a su servicio.
La cultura de la prostitución nos mete a todas en el mismo saco. Algunas componentes de Doce Miradas hemos conocido más o menos de cerca situaciones en las que nos han “consultado” si, además de ejercer nuestras funciones profesionales como organizadoras de eventos, intérpretes o fisioterapeutas (por poner solo unos pocos ejemplos), podemos “acompañar” al cliente. Hay un amplio páramo de tolerancia, complacencia y silencio alrededor de esto. Ya lo decía la misma Despentes en una entrevista: lo que más temen los hombres es que las prostitutas hablen. No está todo dicho. Hay muchas voces todavía acalladas. Más tarde volveremos a esta cuestión.
En este debate sobre legalización, abolición o prohibición, como en otros muchos, subyace este viejo nudo gordiano: qué lugar corresponde a los derechos individuales y cuál a los colectivos. Y sobre todo, cuando existe el conflicto, cuáles prevalecen.
Toda mujer tiene el derecho de hacer de su vida (incluidos cuerpo, sexualidad y mente) lo que quiera y en ese ejercicio de libertad, llegado el caso, podría elegir que su cuerpo bien vale un modo de vida. Y decimos “podría” porque nos preguntamos cuántas lo eligen en libertad. Diríamos que pocas; muy pocas.
Por lo tanto, si hay que limitar los derechos de unas muy pocas mujeres que se prostituyen en libertad, para blindar los de todas las demás a no ser consideradas potencialmente prostitutas, hágase, pues no se trata de situaciones individuales, sino colectivas. Este mismo argumento de la mujer liberada ilustra casos como los de las cooperativas de prostitutas, lideradas también por mujeres, un autoempleo o actividad económica en la que mujeres empoderadas deciden, en teoría libremente, qué hacer con un servicio (su cuerpo) que evidentemente cuenta con demanda más que suficiente. La duda es si hay que legislar a favor de las minorías o proteger a las mayorías.
La activista, historiadora e investigadora Silvia Federici nos recuerda que ocurre lo mismo con otras maneras de prostituirnos, que las hay, pero el hecho de que sean muchas, no justifica ninguna. No avanzamos si el dilema está entre tener que resolver todos los problemas o ninguno.
Lo personal es político. El hipotéticamente libre derecho de las mujeres a prostituirse se inserta en un contexto social y político de dominación y desigualdad en el cuerpo de las mujeres es una herramienta de dominación, que sirve para satisfacer los deseos, que no las necesidades de los hombres.
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Retomamos ahora otro de los argumentos pro regulación de la prostitución, el que dice que las abolicionistas no escuchan a las prostitutas; su postura tiene un punto de complejo de superioridad. Son, en general, mujeres ilustradas, socialmente acomodadas, que hablan por las desposeídas sin escucharlas, cuando deberían prestar atención a las organizaciones de mujeres que se dedican al trabajo sexual y que están organizadas hace años en todo el mundo. Ahí está el peligro del feminismo hegemónico, ante el cual todas las prevenciones son pocas.
Con todo, difícilmente escucharemos la voz del que, según todos los datos, es el mayor colectivo de mujeres prostituidas: las mujeres víctimas de trata. Difícilmente oiremos nítida la opinión de una muchacha encerrada en un burdel que ni siquiera sabe en qué país se encuentra.
Si muchas de las que tenemos empleos presuntamente dignos no hablásemos jamás libremente ante un micrófono sobre nuestras condiciones de trabajo, ¿alguien cree que mujeres controladas por las mafias pueden hacerlo?
Desde tales abismos de ignominia solo nos llegan voces aisladas de supervivientes como Amelia Tiganus.
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Si echamos un vistazo a países con experiencias abolicionistas y regulacionistas, el panorama tampoco se nos aclara demasiado. Hay informes y cifras para todo; cada cual arrima el ascua a su sardina e interpreta las experiencias como exitosas o no en base a su ideología previa.
Está regulada la prostitución, por ejemplo, en Alemania, donde hay quien dice que el panorama, lejos de mejorar, ha empeorado y hay también quien aporta informes que afirman lo contrario.
Sin conocer a fondo estas experiencias reguladoras, resulta inevitable pensar en qué puede suponer regular la prostitución y tratarla como otra profesión cualquiera. Por ejemplo, ¿habría estudios reglados? ¿En qué rama se adscribiría esta actividad? ¿Bachillerato artístico? ¿Formación profesional del cuidado? Si estoy en paro y me llaman de la oficina de empleo porque hay una vacante en un burdel, ¿tengo que aceptar el trabajo porque, si no, me retiran el subsidio? ¿Llamarían también a hombres? ¿No llamarlos sería discriminatorio?
Esto nos conduce, en fin, a un despropósito total, porque hay muchos elementos que marcan gruesas líneas de separación entre la prostitución y el resto de ocupaciones.
Aunque a menudo se intenta endulzar e intelectualizar la prostitución con argumentos como los expresados por Federici (al fin y al cabo todos y todas nos prostituimos en algún momento de nuestras vidas en nuestros trabajos, todo el mundo ha tragado enormes sapos en su trabajo…), estamos hablando de un trabajo físico de enorme crudeza que, además, por su especificidad, pone a la prostituta en una situación de aislamiento, soledad y exposición a la violencia; de hecho, hay estadísticas que dicen que, si eres prostituta, tus posibilidades de morir asesinada se multiplican por sesenta. Ni el peor día de toda nuestra vida laboral puede asemejarse a eso, ni del que trabaja en la mina ni cualquier empleo de los más duros e ingratos.
Pero la principal línea de separación entre la prostitución y las demás ocupaciones es el estigma. Una puede haber ejercido el oficio más humilde, peor pagado y considerado durante una buena época de su vida; cuando deja de ejercerlo, ya «es» otra cosa. En cambio, si una ha ejercido de puta, aunque solo sea durante una hora de una noche, ya es puta para siempre.
A esto se puede contestar: bien, luchemos contra el estigma, no contra la ocupación en sí. Por supuesto; es algo que, tomemos la postura que tomemos, no debemos dejar de impulsar, porque sigue recayendo en las mujeres y no en los puteros. De nuevo nos aparece la necesidad de cambiar el foco.
Las experiencias abolicionistas (de Suecia, por ejemplo) parten de una premisa interesante: ponen el foco no en la prostituta, sino en el putero.
En Suecia se pretende acabar con la mal entendida libertad o el mal entendido derecho de los hombres a consumir prostitución o, hablando en plata, comprar mujeres. Se persigue policialmente al putero, lo cual es un punto de partida interesante, pero que ha producido consecuencias inesperadas al convertir estos a las prostitutas en responsables de su seguridad. Por tanto, ahora recae sobre las prostitutas una doble función: prestar su servicio sexual y proteger al putero para que siga siendo impune.
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Este ha sido el resultado de nuestro diálogo y nuestra reflexión. Esperamos que os haya sido provechoso y acabamos con un tímido intento de recapitular y obtener algunas conclusiones. Ahí van:
- Debemos desviar el foco hacia proxenetas y puteros. Basta de revictimizar a víctimas.
- Da pavor opinar y sentenciar sin la voz de las protagonistas. Hay que evitar a toda costa el feminismo hegemónico.
- No debemos perder de vista a las mujeres que tienen en la prostitución su único sustento, a las que posiciones abolicionistas podrían dejar aún más desamparadas. Ese es el aspecto que hay que proteger: un mandato de abolición debe ir acompañado de medidas de recuperación económica para esas mujeres, políticas activas de protección, atención y reinserción que ataquen la raíz y no solo la forma del problema.
- Entre ambas visiones, la regulacionista y la abolicionista, hay al menos un aspecto en común: debemos luchar, en todo caso, contra el estigma de la prostituta, con el cual el lenguaje tiene mucho que ver: “puta” frente a “cliente”; una denominación estigmatizante frente a otra aséptica. Pero eso ya será asunto de otro artículo.
Muchas gracias.