Mujeres en política y política de mujeres

noviembre 18, 2013 en Doce Miradas

Mujeres políticas

Aintzane Ezenarro, Cristina Fernández de Kirchner, Angela Merkel y Arantza Quiroga.
Fotos: Erikenea.net, fotocancunpendulo.tv, jornadadiaria.com y José María López.

Andaba estos días dándole vueltas al asunto de por qué en tantas historias que se organizan hay una infinita mayor presencia de hombres que de mujeres y por qué a algunos les molesta tanto que se reclame una representación femenina en ellas, al menos en un porcentaje similar al que existe en la sociedad, cuando me di cuenta de que de nuevo habíamos caído en una trampa: nos sentíamos unas agustinas de Aragón enarbolando la bandera de la justicia y pidiendo lo que para nosotras parecía evidente, cuando en realidad no se trata de una mera reivindicación sino de una denuncia sobre una auténtica ilegalidad, porque no se está cumpliendo la ley. Y es que en realidad, se trata de eso: de un absoluto y completo incumplimiento de la legislación vigente, incluso, denunciable ante los tribunales. Así que estas acciones de denuncia que llevamos a cabo un «hatajo de mujeres histéricas, exageradas, mediocres, que no tenemos otra cosa que hacer y a las que nos gusta tocar las narices al personal» (y lo pongo entre comillas porque así es como nos siente una parte de la sociedad, sobre todo masculina pero en algunos casos  también femenina), lo que en realidad hacen es denunciar ilegalidades y, quizás si nos ponemos un tanto exquisitas, hasta delitos. Porque eso es lo que hace alguien cuando se salta la ley: que comete un delito.

Así que vamos a liberarnos de esa trampa en la que nosotras mismas hemos caído pensando que hacemos algo con tintes que podríamos definir incluso de «románticos», pongamos los pies en el suelo y seamos conscientes de que estamos exigiendo que se cumpla una ley que hizo un gobierno y aprobó un parlamento: la Ley Orgánica 3/2007, de 22 de marzo, para la igualdad efectiva de mujeres y hombres. De ella ha trascendido sobre todo el tema de la paridad, tanto en la composición de las listas electorales como en las de los consejos de administración de las empresas. Pero en realidad consta de 8 títulos, 11 capítulos, 78 artículos, 31 disposiciones adicionales, 11 disposiciones transitorias y 8 disposiciones finales, haciendo referencia a cuestiones que abarcan desde el acoso sexual, la educación, principio de presencia equilibrada, el desarrollo rural, políticas urbanas, medios de comunicación (tanto públicos como privados), conciliación, empleo, fuerzas armadas, vacaciones, responsabilidad social de las empresas o los criterios de actuación de los poderes públicos, entre otras cuestiones.

Esta Ley ha cumplido ya 6 años y si bien en un principio todo fueron aplausos, palmaditas en la espalda y felicitaciones, porque suponía un importante avance en políticas de igualdad, y es que en realidad el papel todo lo sostiene, lo cierto es que su desarrollo deja mucho que desear. Por poner un ejemplo, la Ley indicaba  que las empresas tenían un plazo de 8 años para «incluir en su Consejo de Administración un número de mujeres que permita alcanzar una presencia equilibrada de mujeres y hombres» a la vez que estipulaba que, las organizaciones con más de 250 empleados, tenían que elaborar un Plan de Igualdad. Pues bien. A día de hoy sólo el 10,57% de las empresas obligadas al Plan de Igualdad cuentan con más de un 40% de mujeres en sus Consejos de Administración. En las empresas del Ibex asciende al 12,10% y en las que tienen participación del Estado al 32,56%, según informa.es.

Y de todo esto, lo que más alarma es que sea precisamente el Estado el que esté pasándose por el arco de triunfo su propia legislación. Que sea el primero en no cumplir, por lo que poca legitimidad tiene para exigir. Pero ni lo hace el Estado ni tampoco los diferentes partidos políticos. El texto obliga a estos a que sus listas electorales sean paritarias, es decir, a que el número de personas de cada sexo no sea superior al 60% ni inferior al 40%. Y hasta ahí vamos bien, si a ir bien se le considera que siempre se busca que la presencia femenina no sea inferior al 40%, dándose por sentado que nunca se dará el caso de que sea superior al 60. El problema se da -y el truco, claro, y la discriminación, evidentemente- en el puesto de las listas en el que se coloca a hombres y mujeres. Ellos a las primeras filas y ellas, una vez cumplida la ley en los primeros escaños, a las siguientes. ¿Consecuencia? Que de los 350 diputados que se sientan en el Congreso, 226 son hombres y 124 mujeres, dándose la paradoja de que en el año 2004, último proceso electoral en el que no se aplicó la Ley de Igualdad, el número de féminas que ocuparon escaño fue de 125. ¿Se avanzó con esta Ley? A todas luces no. ¿Que la evolución ha sido notable en las últimas 11 legislaturas de la democracia? Evidentemente, sí. Pero ¿es suficiente el avance? Pues claramente no. Y yo no soy de las que doy un sí claro a las políticas de discriminación positiva, ni mucho menos. Pero en este caso no se trata de discriminación. Ni positiva ni negativa. Se trata de igualdad. Y no hay nada más que ver cómo ha evolucionado la presencia de las mujeres en el Congreso de los Diputados para ver lo que se ha hecho y realizar una lectura crítica para saber lo que aún falta por hacer.

Las mujeres en el Congreso

Porque la historia tiene su miga. Un decreto de mayo de 1931 reconocía a las mujeres el estatus de «elegibles» por lo que Clara Campoamor, Victoria Kent y Margarita Nelken fueron las tres primeras parlamentarias españolas. Y lo consiguieron en plena República cuando aún las mujeres no podían votar (ni tan siquiera a sí mismas) ya que fue la propia Campoamor quien, nada más hacerse con su escaño, llevó el debate al Congreso aprobándose el derecho al voto de la mujer en España en octubre de 1931, con 161 votos a favor y 121 en contra, haciéndose efectivo en las generales de noviembre de 1933.

Mirando hacia atrás parece que todo queda muy lejos y que el camino recorrido ha sido provechoso. Sin embargo, aunque el contexto social evidentemente no es el mismo, toca hacer, como señalaba anteriormente, una lectura crítica. ¿Toma con normalidad la sociedad que haya más hombres que mujeres en política? Sí, sin ningún género de dudas. ¿Se comprende que se hagan políticas que favorezcan la presencia de la mujer en estos foros? Muchas veces no. Quién no ha oído el comentario de «está ahí por ser mujer porque no tiene preparación para ello» sin plantearse que a muchos hombres les ocurre exactamente lo mismo.  Que no tienen formación. Yo, que he a lo largo de mi vida profesional como periodista he tenido que sufrir muchas horas de contacto con el mundo político, he visto a mujeres que no sabían por dónde les daba el aire pero también a muchos hombres que difícilmente sabían hacer la o con un canuto. De estos últimos más, sencillamente porque hay más personal del género masculino. Me ahorro, como comprenderéis dar nombres aunque la lista es larga. Ellas estaban en esos puestos en la política por eso, por ser mujeres, y ellos precisamente por lo contrario: por no serlo. Pero si es el señor el que no tiene ni idea de qué va el tema, casi ni se comenta. Pero si es la señora, el ataque es feroz. A ella y de rebote a su todo su género. Cómo no. El hombre es poco válido individualmente. La mujer lo es de forma colectiva. En éste y en otros muchos ámbitos de la vida. Atribuyen una frase a José Luis Sampedro en la que decía que se llegará a la auténtica igualdad cuando mujeres mediocres ocupen puestos de responsabilidad. Es decir, ni más ni menos que lo que ocurre y ha ocurrido a lo largo de la historia con el género masculino.

Hablaba hace 2 semanas Ana Erostarbe de mujeres y medios de comunicación y yo no me resisto aquí a engancharme a ese hilo. Porque cuando las mujeres llegan a la política, el análisis que se hace de muchas de ellas tiene más que ver con lo físico y superficial que con sus capacidades intelectuales y la habilidad que tengan para desempeñar su trabajo. Todos hemos leído crónicas en las que se habla de su forma de vestir, de su peinado, de si están gordas o delgadas y hasta de partes muy concretas de su anatomía. Descripciones que vemos todos los días en los medios de comunicación: he leído un reportaje de dos páginas en un dominical de un periódico que se tiene por serio, sobre las chaquetas de Ángela Merkel. En el mismo diario se hablaba de las operaciones de estética, de los presuntos amantes y de las «calzas» de Cristina Kirchner. Se han visto crónicas serias en las que se mencionaba el color y tipo de ropa que llevaba una parlamentaria en un debate sobre política en Euskadi,  se trataba sobre los tacones y zapatillas de alguna concejala de cultura, de los  sombreros que llevó una temporada Rosa Díez cuando fue parlamentaria vasca o del físico agradecido de Aintzane Ecenarro. Incluso asistí atónita a una conversación sobre el vestido que llevaba Arantxa Quiroga el día de su nombramiento como Presidenta del Parlamento Vasco cuando jamás había oído, y creo que no lo oiré salvo que se vista de mimo, de ningún otro político hombre vasco. Y creo, de verdad que lo creo, que Clara Campoamor y otras como ella, no se dejaron la piel en el camino para estupideces como éstas, si se me permite la expresión.

Pero por otro lado, me sorprende también mucho que existiendo ya mujeres en puestos de responsabilidad en política, no realicen ni el más mínimo trabajo y esfuerzo en favor de la igualdad. No debaten, ni mucho menos proponen, medidas para la conciliación familiar, para la no discriminación salarial, para la paridad en consejos de administración, en eventos, en conferencias, seminarios y jornadas, para evitar que la pobreza siga teniendo nombre de mujer, para promover políticas activas para la igualdad en la educación, para evitar que siga habiendo tantas muertas por la violencia de género. Para la supresión de imaginarios, para el acercamiento de las mujeres a espacios que hasta ahora teníamos vetados socialmente y que ahora nos prohibimos nosotras mismas. Para tantas y tantas cosas que podrían llevar a cabo y de las que no se preocupan porque, probablemente, les llevarían al enfrentamiento con sus compañeros y, quizás, a perder puesto, trabajo y sillón. En temas de gran trascendencia, como el aborto, siguen la doctrina marca por el partido, como si ellas no fueran mujeres, y poco más. Y es una actitud que me indigna. Profundamente.

Creo, simplemente creo, que las reivindicaciones sobre los derechos no tienen que correr a cargo únicamente del sector que se encuentra desfavorecido. La igualdad la tienen que defender tanto hombres como mujeres. Pero si nosotras mismas no batallamos para que se cumplan las leyes que nos equiparan en tantos y tantos ámbitos de la vida, difícilmente conseguiremos implicar a quienes les roza por la tangente. Hay mujeres políticas que están trabajando para eliminar desigualdades. ¡Claro que las hay! Pero bajo mi humilde punto de vista, es mucho mayor el número de  las que lo obvian: por dejadez, porque nos las tachen de, por falta de concienciación o por otras muchas razones. Señoras, el camino se recorre andándolo. Léanse la Ley de Igualdad. Tienen dos años por delante para ponerse, y poner, las pilas. Mientras tanto, y si no les importa, algunas seguiremos batallando.

Sobre la mujer en los medios de comunicación y por qué la voz importa

noviembre 5, 2013 en Doce Miradas

Sacar la foto de un día en las noticias del mundo… y ver cómo salían las mujeres reflejadas en ella. Esto fue lo que propuso, hace casi ya dos décadas, un grupo de mujeres visionarias en el marco de la Conferencia Women Empowering Communication. Nació así el germen del Global Media Monitoring Project (GMMP). Una investigación quinquenal que el 18 de enero de 1995, analizaba por primera vez las noticias que ofrecían la prensa, radio y televisión de 71 países. ¿Y qué fue lo más llamativo de aquella primera foto simultánea? La notoria sub-representación de la mujer en los medios y la aplastante uniformidad de los datos recogidos. En todos los medios, en todo el mundo… Inevitable preguntarse ahora qué dicen los datos de hoy. ¿Habrá mejorado la cosa? ¿Qué hay del presente?

Las mujeres como protagonistas de las noticias. Según el informe GMMP de 2010, realizado esta vez en 108 países, la información en prensa, radio y televisión es esencialmente masculina, con sólo un 24% de noticias sobre mujeres (en el caso de Internet, 23%). Tienen las mujeres, sin embargo, el doble de posibilidades de que se mencione su edad y más del triple de que se cite su estado civil. ¿No tiene bemoles la cosa? Sólo una de cada cuatro protagonistas en los espacios informativos es, por tanto, mujer. Y si cerramos el foco, los matices son jugosos. Encontramos que el 90% de los científicos presentados son hombres, al igual que lo son el 83% de los profesionales del derecho o el 69% de los educadores y profesionales de la salud. Cabe preguntarse ahora, quizá, cuántas mujeres de ciencia conocemos, cuántas abogadas, doctoras, profesoras… Eso sí, señalar que las mujeres superan a los varones en dos de las veinticinco categorías registradas en la investigación. Atención damas y caballeros: amas de casa (72%) y estudiantes (54%). ¿Alguien ha oído hablar de los estereotipos?

Las mujeres como fuentes consultadas. ¿Qué sucede en lo que respecta a las consultas que realizan los medios? Pues bien, el 80% de los profesionales consultados son hombres. En España el dato se eleva al 91%. ¿Y cómo son esas mujeres a quienes los medios reclaman? Expertas que fundamentalmente hablan sobre cuestiones sociales y de salud; ambas secundarias en las prioridades informativas (frente a política, economía o deportes). Ellas son, por consiguiente, menos consultadas y lo son sobre asuntos relegados en la agenda informativa.

Y ahora un dato curioso, ¿qué sucede cuando los medios de comunicación buscan testigos oculares? Pues que, incidiendo en la pauta, de nuevo parecen fiarse más de los hombres: 7 de cada 10 testimonios. Conclusión: se fían más de los hombres o éstos siempre están donde surge la noticia. Que todo puede ser.

Mujeres reporteras

Jean Arthur interpreta a una reportera en «Mr. Deeds Goes to Town» (Columbia, 1936).

Las mujeres elaborando y presentando las noticias. Según datos del mismo estudio, el 37% de las noticias de radio y televisión fue elaborado por reporteras. Aunque si vamos al detalle, encontramos que de nuevo son los hombres quienes mayoritariamente informan sobre las cuestiones prioritarias: política (67%) o economía (60%).

Si nos fijamos en cambio en quiénes presentan las noticias, nos acercamos por primera vez a cifras paritarias: las mujeres presentaron el 52% de las noticias de televisión y el 45% de las de radio. Significativo que sea en la presentación de las noticias televisivas donde se las prefiere a ellas. Dan bien a cámara o, después de todo, son tan buenas transmisoras de información como sus compañeros. Y de ahí la importancia de denuncias como la realizada recientemente a la BBC británica, donde, de cada cinco presentadores mayores de 50 años, sólo una resulta ser mujer. Vaya por Dios.

Las mujeres en el gobierno de las empresas de comunicación. Según un informe del Instituto Europeo de Género (EIGE), “Mejorando la igualdad de género en la toma de decisiones de las organizaciones mediáticas”, realizado en la Europa de los 27 y Croacia, el 35% de los cargos ejecutivos en medios públicos es ostentado por mujeres; en los privados la cifra es del 29%, situándose la media en el 32%. El dato correspondiente a España está, sin embargo, por debajo: 25%. En cuanto al porcentaje de mujeres en los Consejos de Administración de las empresas de comunicación europeas, un cuarto exacto de la tarta es para ellas.

Concluyendo al respecto. ¿La conclusión más evidente de esta desproporción? Que el mundo nos transmite día tras día una visión esencialmente androcéntrica, y que esa visión no favorece ni el avance de las mujeres ni la forma en que éstas son proyectadas y percibidas. Son los hombres quienes mayoritariamente gobiernan y lideran, y son sus voces, ideas y opiniones, las que mayor resonancia y cabida tienen. ¿Cuánto tendrá que ver uno con lo otro? ¿Poder y voz? Pensar en Italia y Berlusconi… Porque las noticias que ofrecen los medios constituyen la principal fuente informativa de nuestra sociedad, pero, sobre todo, conforman la principal fuente de opinión y de ideas circulantes. Ahí es nada.

En plena crisis existencial, son muchas las preocupaciones e incertidumbres de los medios de comunicación de todo el mundo hoy día. Que todo va muy rápido en una profesión que siempre fue demasiado veloz. Se me ocurre que para superar el bache, deberá hacerse algo parecido a lo que requiere superar una crisis personal: bajar a los cimientos, hacer un reconocimiento con nuevos ojos, poner algunos refuerzos… Renacer conlleva regresar al punto en el que todo empezó. Y el periodismo necesita adaptarse con celeridad a las nuevas realidades, pero también rememorar su razón de ser. Jim Boumelha, Presidente de la Federación Internacional de Periodistas (FIP), lo dijo mejor: “el acto periodístico como bien público no sobrevivirá en ninguna plataforma sin un compromiso con la ética”. Y Aidan White, Secretario General de la misma organización, apuntaló el pensamiento afirmando: “una presentación justa de los asuntos de género es una aspiración ética y profesional similar al respeto de la exactitud, la justicia y la honradez”.

Sea como sea, e independientemente de cómo resuelvan sus incógnitas, los medios deben necesariamente dar respuesta a su responsabilidad pública y social. No sólo condicionar el debate público sobre la discriminación de géneros para influir en las agendas políticas, sino también, desde dentro y en su día a día, contribuir a que esta sociedad sea más igualitaria. Cada voz experta, cada testigo ocular, cada mención al estado civil de una mujer protagonista, cuenta… Cada pieza informativa perpetúa o diluye estereotipos, y hay manuales específicos que pueden ayudar en su desempeño a los profesionales que quieran mejorar. Es sabido que el inmenso poder de los medios radica tanto en lo que cuentan como en lo que silencian, y en lo que respecta a las mujeres, las noticias deben dejar de callar y de acallar. Porque las mujeres son la mitad. No un tercio, ni un cuarto. Porque es su derecho que su visión del mundo sea proyectada. Que lo sean sus voces, ideas y opiniones. Porque es lo ético y porque es lo que tiene que ser. Es muß sein.

Y para terminar, si te interesan estos temas, creo que te gustará este reportaje.

Preguntas intimidantes y tomaduras de pelo

octubre 22, 2013 en Doce Miradas

Este texto responde a la invitación que Silvia Muriel hizo a Doce Miradas para colaborar con el Foro para la Igualdad 2013 de Emakunde, con la publicación de experiencias personales de mujeres en el ámbito de la empresa. En estas líneas recojo algunas de las dificultades con las que nos encontramos las mujeres, por el mero hecho de serlo. También el reconocimiento de algunas buenas prácticas que en mi empresa hacen que ser mujer y trabajadora sea un poco más llevadero. Cal y arena. Aún nos queda.

 

Soy sincera cuando digo que en mi vida laboral no he vivido en primera persona ni la discriminación salarial ni el trato diferenciado por cuestión de género. Hablo de mi experiencia como trabajadora rasa, claro. Yo no tengo ambiciones profesionales de altura. Aspiro a disfrutar con mi trabajo y, según lo escribo, pienso que esta ambición, con los tiempos que corren, es suficientemente elevada. Digamos que no he sentido que me pusieran trabas para crecer, pero es que tampoco he intentado recorrer esa senda.

Sí he experimentado, en cambio,  cosas que me han hecho sentir mal, con esa sensación de que te toman el pelo y no sabes muy bien cómo afrontarlo. Por ejemplo, cuando en más de una entrevista de trabajo me han preguntado por mi estado civil y por mis intenciones de formar o no una familia. Lo peor de todo no era la pregunta, ya de por sí bastante intimidatoria; lo peor era mi reacción: las ganas poderosas de mentir y decir que no, que qué va; que para mí la prioridad en aquellos momentos era encontrar un trabajo que me permitiera crecer profesionalmente. Y generando pensamientos a la velocidad del rayo, me justificaba diciendo que apuntar “en aquellos momentos” me exculpaba de una mentira y gorda, porque nadie podía aventurar a partir de qué mes o año aquellos momentos serían otros y podría embarazarme sin miedo al reproche de la patronal.  Se colaba en mis pensamientos una vocecita que decía “Miente, Pinocho, miente. O no vas a encontrar trabajo en tu vida”. Triste presión la de las aspirantes a treintañeras.

A puntito de casarme estaba cuando en la entrevista para un trabajo de cierto riesgo pasaron por alto mis planes de boda y ni me preguntaron si tenía prisas por abordar la espinosa cuestión de la gestación y posterior crianza de vástagos. Pero me hicieron otra pregunta dolorosa: “¿Qué le parece a tu novio que quieras trabajar aquí?”. Sin comentarios. Por un momento se me vino a la cabeza si no debería haberme presentado a la entrevista con un justificante firmado de mi tutor.

La verdadera sensación de tomadura de pelo la tuve cuando por fin conseguí establecerme en un trabajo de esos que te hacen pensar que podrías jubilarte allí. No me quedo con las ganas y diré que los comienzos fueron muy, muy duros, porque di con un personaje gris oscuro que me trató mal y lo hizo porque ocupaba un puesto en el que puedes decirle a una trabajadora que carece de capacidad y de conocimientos para desempeñar su puesto. Sospecho que se sentía amenazado porque yo era una mujer que no tuvo pelos en la lengua para hacer tambalear su exceso de autoridad y su legitimidad para cuestionar permanentemente mi trabajo.

En este marco maravilloso de armonía laboral me quedé embarazada de mi primera hija. No hubo problema con eso. Ni con la baja por maternidad. Las dificultades llegaron con mis propuestas para  conciliar mi nueva situación familiar con la vida laboral. Tras la imposibilidad de llegar a un acuerdo que me permitiera conservar la totalidad de mi jornada y mi sueldo, me sujeté firmemente a la ley que me garantizaba una reducción de jornada y elegir el horario de trabajo respetando escrupulosamente el margen de mi empresa. Bien. La tomadura de pelo servida y lista para ser engullida sí o sí. Este episodio no tiene un final sorprendente. Es el pan nuestro de cada día. Pasé siete años sin que mi jornada fuera completada ni mis funciones menguadas. Pasé siete años rompiéndome a criar y a trabajar fuera de horario sin saber muy bien cuál de los dos frentes me desgastaba más. Esto pasa cuando una padece de sentido de la responsabilidad mal entendido. Hoy he aprendido y sé bien que si un kilo de manzanas vale un euro y medio y sólo tienes un euro, no te puedes llevar el kilo entero. Aquí y en Lima. No sé por qué con las reducciones de jornada esta matemática básica no se aplica, pero a mí ya no me pillan.

Debo decir, sin embargo, que hoy por hoy me siento plenamente reconocida y respaldada en mi trabajo. En una plantilla mayoritariamente formada por mujeres e igualmente valoradas por su desempeño, es justo reconocer que la dirección de mi empresa tiene la sensibilidad y la actitud propias de quien respeta a las mujeres –trabajadoras, madres y ambas cosas- y ofrece flexibilidad y comprensión ante situaciones de conflicto entre las responsabilidades familiares y laborales.

Como en todas, en mi empresa se dan situaciones mejorables. La dirección –y por tanto, el peso de la toma de decisiones- recae exclusivamente en hombres. Y veo poco probable que esto vaya a cambiar a corto o medio plazo. Sospecho (con fundamento) que son estamentos más altos los que no contemplan la aportación femenina en el diseño de sus líneas editoriales o de actuación. Como personal técnico podemos ser lo más, pero el acceso al cotarro de la toma de decisiones exige pantalón y mocasín. No hay argumentario que sostenga esto, pero aún hoy es lo que nos brinda el panorama.

Foto: Great Beyond en Flickr

Peggy Orenstein y las princesas rosas

octubre 8, 2013 en Doce Miradas

Peggy Orenstein tiene cincuenta y dos años, nació en Minneapolis, vive en San Francisco y ha investigado y publicado muchísimo sobre mujeres y niñas. Su libro más conocido y vendido se titula Cinderella ate my daughter (Cenicienta devoró a mi hija) y expone los resultados de su estudio sobre la fijación cultural por las princesas, el color rosa y todo lo que se asocia con el hecho de ser niña.

Después de leer algunas de las abundantes publicaciones de Orenstein, os he querido resumir sus conclusiones en este articulito.

 

Omnipresentes y ¿protectoras?

La hija de Orenstein, nada más empezar en preescolar, se obsesionó con las princesas rosas, hasta el punto de que su madre decidió investigar tal fijación entre las niñas de muy corta edad; se entrevistó con profesionales de la psicología, la historiografía y el marketing, y también con otras madres y padres, para concluir que la moda de las princesas no es inocente ni inocua y que puede determinar negativa y permanentemente la forma en la que las niñas perciben su propio cuerpo, su sexualidad y su lugar en el mundo.

En una interesante entrevista en Feministing, cuenta cómo al principio no vio nada malo en la nueva afición de su hijita, pero el color rosa y las lindas princesitas llegaron a hacerse omnipresentes, algo que no sucedía cuando ella misma era niña, cuando la infancia, en general, no gozaba (o sufría) del actual nivel de protección, y eso le hizo preguntarse si la moda de las princesas rosas era otra forma de proteger a las niñas de una sexualización temprana o, por el contrario, las preparaba exactamente para eso.

Lo cierto es que nuestras niñas están aprendiendo a poner en escena su feminidad, su sexualidad y su identidad antes que nunca. Con doce o trece años es de esperar que comiencen a transitar por universos convencionalmente femeninos, pero ¿antes?

Cuando Orenstein y yo éramos niñas había cocinitas y carritos de bebé; ahora hay princesas y maquillaje. Está clarísimo el mensaje que enviamos a las niñas sobre su feminidad y lo que esperamos de ellas cuando sean adultas.

 

La moda «real»

Disney, hacia el año 2000, englobó y cubrió con un manto regio a nueve de sus personajes femeninos. Otros personajes fueron detrás y otras empresas también. En 2001 Mattel creó la línea de princesas Barbie: muñecas, DVD, ropa, juguetes, muebles… Poco antes se había creado el Club Libby Lu, que ahora es una cadena de grandes superficies y de 2004 a 2005 aumentó en un 53% sus ventas. Hasta Dora la Exploradora se sentó en el trono. Los supermercados norteamericanos Walmart, de pésima fama en cuanto al trato que dispensan a sus empleadas, anunciaron despues su línea de maquillaje para niñas de 8 a 13 años.

Disney contraatacó intentando rebajar la edad de su clientela. A comienzos de esta década se presentó en unas 600 clínicas de maternidad norteamericanas para ofrecer a las recientes madres ropitas de bebé y apuntarlas a una lista de correo, a modo de «avanzadilla» de una nueva línea de producto. En Disney se dieron cuenta de que existía un grupo infantil que todavía no tenía enganchado, pero ahora ya podremos nacer con el «body» de princesa y seguir así vestidas hasta nuestro traje de novia Disney. ¿Qué será lo siguiente?, se pregunta Orenstein. ¿El ataúd de Blancanieves, para morir Disney también?

 

De cuando las chicas Disney eran azules: un poco de historia de los colores

De acuerdo con el estereotipo, se diría que las niñas nacen obsesionadas con el color rosa. Jo Paoletti, de la Universidad de Maryland, no opina igual y así nos lo cuenta en su obra Pink and Blue: Telling the Boys from the Girls in America (2012) y en su web www.pinkisforboys.org.

Según sus investigaciones, a comienzos de la década de 1920, el rosa era el color de los niños pequeños, ya que se consideraba una variante “pastel” del masculinísimo rojo. El azul, en cambio, ha sido tradicionalmente el color de los mantos de la Virgen María, asociado a la pureza, y el de las heroínas Disney más tempranas: Cenicienta, la Bella Durmiente, Wendy, Alicia…

Parece ser que el cambio se produjo hacia finales de la década siguiente. El rosa se asignó úniversalmente a las niñas, el azul a los niños (yo puedo atestiguar que mi parvulario ya había asumido esa distinción) y para mediados de los 80, cuando las diferencias de género se convirtieron en una estrategia clave del marketing infantil, el rosa ya era “innato” en las niñas y una parte importante de lo que las definía como féminas.

Paoletti hace notar que esta universalización de la asignación cromática coincide con la época en la que la primera generación de niñas y niños educados en el feminismo se convirtieron, a su vez, en padres y madres.

 

A modo de final

El problema no es jugar a las princesas, afirma Lyn Mikel Brown, que investiga sobre género y mercados. El problema, dice, son los 25.000 productos de princesas, pues, cuando algo es tan dominante, puede acabar por convertirse en la única opción.

Las tiendas de juguetes infantiles pueden ser al respecto desoladoras: flores, corazones, mariposas, cocinitas, carritos de compra y hula hoops para niñas; deporte, trenes, aviones y automóviles para niños. Como si nadie hubiera cuestionado los roles de género jamás.

Quiero terminar, sin embargo, con un poquito de esperanza. A principios de 2012 la red Pinkstinks lanzó una campaña para pedir a las jugueterías que dejaran de vender artículos rosas a las niñas y logró que Hamleys se comprometiera a dejar de identificar con rosa y azul las secciones de chicas y chicos.

Si echáis un vistazo a la actual web de Hamleys, veréis que todavía hay mucho que pulir, pero, en fin, algo es algo.

Y como mis blogsisters han instaurado la moda de acabar con un vídeo, os dejo con uno de Pinkstinks. Disfrutadlo. Ha sido un placer.

 

 

44 hombres y 2 mujeres. ¿Otra vez?

septiembre 24, 2013 en Doce Miradas

Hoy tenemos un test con doce preguntas para ti. Por favor, responde “sí” o “no».

  1. ¿Conoces a alguna profesional que sea física, matemática, química, periodista, humorista, ingeniera, investigadora, abogada?
  2. ¿Dirías que las mujeres son menos capaces que los hombres o peores comunicadoras en público?
  3. ¿Crees que los eventos deben ser respetuosos en cuanto a la diversidad, incluida la de género, entre sus ponentes?
  4. ¿Dirías que un evento multidisciplinar como Naukas 13, con 44 hombres y 2 mujeres, es un justo reflejo de la realidad laboral?
  5. ¿Piensas que un evento que concede repetidamente cerca del 95% de su espacio a ponentes masculinos tiene amplio camino para la mejora?
  6. ¿Crees que, en general, las personas aspiramos a convertirnos en aquello que vemos y conocemos?
  7. ¿Dirías que mostrar referentes femeninos en todos los campos es importante para avanzar en materia de igualdad?
  8. ¿Crees que es papel de las instituciones públicas favorecer políticas y programas que fomenten la igualdad entre las personas?
  9. ¿Coincides en que, por coherencia, las instituciones no deberían entonces subvencionar eventos que silencian a las mujeres?
  10. ¿Opinas que Naukas 13 tendría que haber contado en su programa con una presencia femenina más próxima a la realidad del ámbito profesional?
  11. ¿Piensas que las injusticias se corrigen solas?
  12. Y para terminar, ¿crees que podrías ayudarnos a asegurar que el cambio llegue a futuras ediciones de éste y otros eventos?

¿Tus respuestas suman unos 9 síes y 3 noes? Entonces compartimos perspectiva.

¿Nos ayudas a que otras personas se hagan estas mismas preguntas? Por favor, opina, difunde, comenta, comparte… (#SoploVa  #Naukas13). Y muchas gracias por soplar.

 

Desprogramando el identikit en espacios de papel

septiembre 17, 2013 en Doce Miradas

Los mejores relatos son los que cuentan historias de verdad y, como historia real, la de la mujer no deja de asombrarnos, día sí y día también. En una ocasión escuché a Eduardo Galeano hablar sobre el “identikit” y me rechifló el palabro que podría definir, en este caso, la forma en la que mujeres y hombres nos relacionamos, los imaginarios sociales, los códigos de programación y los ámbitos para los que parece que estemos desprogramadas, unas y otros.

Hablemos pues de esas relaciones de poder entre mujeres y hombres en las que lo masculino se define por la dominación, y se vende con la musculatura, y lo femenino se define por la subordinación y se vende con la cirugía.

En este blog –aplaudo a mis compañeras- ya hemos tratado el ámbito de lo privado y de lo público como lógicas opuestas; lo público, arrebatado a la mujer, se configura como la esfera de la valía social, de la intelectualidad, de lo racionalidad y la autonomía; lo privado, se construye como el lugar para el cuidado de niños, mayores y enfermos, el reino de lo irrelevante y el símbolo del NO reconocimiento. En este marco, se dibuja una mujer incapaz de controlar sus emociones y, por tanto, carente de los atributos necesarios para lograr la racionalidad, la imparcialidad y la autonomía necesaria para la participación en la esfera pública.

Es de entender que mujeres que han llegado a ocupar puestos de máxima responsabilidad –imposible que no afloren apellidos como Thatcher o Merkel- se afanen en mostrar su perfil más masculino ligado a la rigidez, la frialdad y, si me lo permiten, la mala leche. Sin embargo, fíjense en dirigentes masculinos –cualquiera de ellos- esforzándose por demostrar su lado más tierno, siempre protectores y atentos con sus mujeres e hijas. Curioso asunto.

post doce miradas

El identikit se consolida en la necesidad de mantener un orden dentro del sistema productivo. Para mantener la cadena productiva, con mano de obra masculina, fue necesaria una cobertura gratuita del trabajo doméstico y del cuidado familiar procurado por la mujer. Una mujer que se ocupaba de gobernar a su marido, su casa y su familia, mientras que el hombre se convertía en el proveedor de recursos económicos. Cada uno a lo suyo, al código no había que tocarle ni un punto ni una coma.

Esa misma necesidad productiva -segunda derivada- empuja a la mujer fuera del hogar cuando el mercado demanda un incremento de mano de obra para acelerar el circuito. La mujer se incorpora al mercado laboral ocupando los peores puestos y con salarios inferiores a los de sus compañeros. Esta situación se mantiene a día de hoy y se evidencia en el estudio “Determinantes de la brecha salarial de género” publicado por el Ministerio de Sanidad, Servicios Sociales e igualdad. Este estudio revela que:

  • Las mujeres cobran menos que los hombres en cualquier circunstancia o característica personal, laboral, geográfica o empresarial.
  • La brecha salarial es mayor si se mide por rendimiento (41,3%) que por ganancia media por hora (19,3%).

Continuando en la misma lógica de mercado y la consolidación del identikit, la tercera derivada cae por su propio peso: en situación de crisis económica aguda, como es la actual, ese mismo modelo se ensaña especialmente con la mujer que regresa de nuevo a las labores domésticas. En esas estamos.

Me tranquiliza mucho la certeza de que el inconformismo de muchas personas –mujeres y hombres- hace que una sociedad avance. Y queda mucho por hacer porque estamos ante un desesperante slow-movement. ¿Han cambiado las cosas? La respuesta es SI, aunque con muchos matices. La mujer ocupa ciertos espacios tradicionalmente relacionados con roles masculinos y el hombre cada vez está más presente en los espacios femeninos. ¿Espacios de papel?

Admitiendo que la publicidad es un buen termómetro para medir la evolución de una sociedad, resulta desolador fijarse en los comerciales que presentan a hombres en espacios considerados femeninos -en la cocina, ocupándose de la limpieza del hogar o bañando a sus hijos-. El hombre, que se muestra inteligente, hábil y decidido en su rol público, aparece ridiculizado cuando se relaciona con el trabajo doméstico. Ella se desenvuelve estupendamente, actúa, dirige y gobierna porque es su espacio y está programada para hacerlo. Él acepta las regañinas de su compañera.

Así nos han educado, así nos han programado y modificar ese código es una tarea bien complicada. Las personas que hacemos la reflexión ideológica y nos esforzamos en construir un nuevo relato de la realidad cotidiana, vivimos en una gran contradicción: hackeamos el código para transformar conductas o, por lo menos, para cuestionarlas; pero el código es tozudo y se empeña por volver a la rutina inicial. Y es que, las actuaciones que van en contra de las convenciones sociales no son fáciles de asumir.

Debatir, llegar a acuerdos o plantear alternativas son tareas constructivas y esperanzadoras. Lo decepcionante es ver silenciado el debate en base a sentencias como “esto es algo natural en las mujeres”, “es que los chicos son egoístas por naturaleza”, “es lo normal, las cosas son así y siempre han sido así”. Esta interpretación colectiva es la que nos lleva a NO hacernos preguntas, porque la pregunta conlleva salir de nuestra zona de confort.

Así de fácil se perpetúa el imaginario social que sustenta sociedades desiguales e injustas. Basta con no hacerse preguntas.

Como cierre a este post, no puedo menos que compartir un vídeo –breve y revelador- que recoge un experimento psicológico sobre el modo en que tratamos a los bebés en función de su sexo. Una mirada hacia la construcción del identikit en espacios de papel, rosa o azul.

Mujeres e ingeniería: ¿somos lo que jugamos?

septiembre 10, 2013 en Doce Miradas

Tal y como reza mi biografía de Doce Miradas, un día decidí que quería ser ingeniera informática, lo que me hizo pasar a formar parte de inmediato de un grupo poco poblado: el de las mujeres que trabajan con tecnología. Si en las aulas éramos ya minoría, cuando terminamos la carrera y tocó dilucidar nuestro futuro, esa minoría se decantó por la consultoría, dejando otros campos como la programación o la administración de sistemas, casi desiertos. Como siempre me han gustado los retos, yo me incliné por esto último. Para las personas que no sepáis en qué consiste, diré superficialmente que hay que lidiar con servidores, cables de red y conjuros en líneas de comandos sobre pantallas negras. Por supuesto, en mi primer trabajo, era la única (y primera) mujer en ese puesto. De hecho, así lo corroboré un día que había que revisar las tomas de un armario de red, tarea que ya había hecho en numerosas ocasiones. Pero en ésta, la ubicación del armario de red fue lo que me dejó perpleja: alguien lo había colocado dentro del cuarto de baño de caballeros de la empresa, pensando que jamás le iba a tocar la tarea a una mujer. Con un compañero de avanzadilla comprobando que estaba vacío, pude finalmente hacer mi labor. Ahora bien, no os explicaré la cara de mi familia al contar qué había hecho ese día. Creo que “He pasado la mañana con mi compañero en el baño de los chicos” no era la respuesta que esperaban.

Y esta extraña relación entre mujer y tecnología, ¿a qué se debe? Como siempre, podemos encontrar dos teorías: una genética y otra social. Y como yo no considero que mis genes sean nada del otro mundo, entenderéis rápido por cuál me decanto. Porque si os preguntara ahora qué imagen os habéis formado en la cabeza al describir mi trabajo de administradora de sistemas, apostaría a que no era la de una mujer. De eso va todo: de imaginarios. Imaginarios que mamamos desde una edad muy temprana. Revisando las estadísticas de colegios, a las chicas se nos dan bien las matemáticas. ¿Por qué entonces luego no damos el paso hacia la ingeniería, donde la base son precisamente las matemáticas?

Imagen de She++

Imagen de She++

Quizás debamos retroceder más y echar un vistazo a los juguetes con los que se entretienen nuestros pequeños para ir identificando qué condicionamientos culturales reciben. Y ojo, que el sesgo, consciente o inconsciente, lo tenemos tanto hombres como mujeres. Cuando llega la campaña navideña, a muchas personas se les ponen los pelos como escarpias por el bombardeo de anuncios de juguetes. A otras se nos ponen, de manera adicional, por el tratamiento sexista de los mismos, que consolidan roles tradicionales de género. Es raro encontrar uno en el que niños salgan con Barbies y niñas montando circuitos eléctricos. El Observatorio Andaluz de la Publicidad No Sexista elabora desde hace seis años un informe analizando la campaña. El de 2012 arrojaba los siguientes datos:

  • El 66,84% de la publicidad sobre juegos y juguetes estudiados contiene tratamiento sexista. Aumenta en 3 puntos porcentuales respecto a los dos años anteriores.
  • Respecto a los rasgos sexistas detectados en la publicidad estudiada, el 87,79% de los anuncios promueven modelos que consolidan pautas tradicionalmente fijadas para cada uno de los géneros. En cambio, aumentan hasta el 12,21% los anuncios que potencian estándares de belleza considerados como sinónimo de éxito. Un año más, el 100% de esta publicidad se dirige a las chicas.

Eso me recuerda una anécdota que nos contaba Pilar en una de nuestras reuniones de Doce Miradas. Sus hijas querían apuntarse al CampTecnológico, un proyecto educativo que persigue despertar el interés de los más jóvenes por la ciencia, la tecnología, la ingeniería y las matemáticas. Pero tras navegar por su página web y ver todo imágenes de niños, le dijeron que ya no querían, que eso «era cosa de chicos».

A Debbie Sterling, una ingeniera formada en Stanford, le pasó esto mismo durante su infancia. La ingeniería le intimidaba y pensaba que era para chicos. Luego descubrió que solo el 11% de los ingenieros del mundo son mujeres y que las niñas pierden el interés por la tecnología a los 8 años. Así que se puso manos a la obra para crear una línea de juguetes que despertara la pasión por la ingeniería en las niñas, lanzando el proyecto por Kickstarter para recaudar fondos y poner su negocio en marcha. Estos juguetes incorporan un personaje con un rol femenino para que las niñas se puedan identificar y tener un espejo en el que mirarse un tanto diferente del espejo que nos muestra la publicidad.

Pero no toda la culpa la tiene esa publicidad. Por supuesto, nosotros somos también muy responsables de perpetuar esos imaginarios. Porque salirse de lo socialmente establecido es complicado, y no nos gusta verles sufrir al ser “diferentes”. Y si intentamos hacerlo, nos encontramos con que durante esas edades, la influencia que ejercen sus pares es muy importante. La presión de un parque o un patio de colegio es difícil de neutralizar.

Las grandes empresas tecnológicas también están preocupadas con el bajo número de ingenieras que hay, así que van lanzando sus propias iniciativas. Es el caso de BlackBerry, que mediante BlackBerry Scholars Program, quiere inspirar a mujeres de todo el mundo para entrar en el campo de las ciencias, la tecnología, la ingeniería y las matemáticas, mediante becas universitarias. O también Twitter, que se ha puesto a trabajar con el proyecto Girls who code, que busca acercar a las mujeres las competencias para hacer programas informáticos. En IBM tienen montados unos grupos de apoyo al desarrollo de las mujeres en el ámbito de la tecnología y son las propias trabajadoras de IBM las que dan charlas en institutos contando su experiencia. ¿Pero no es ya tarde manejando el dato que dábamos anteriormente de que las niñas pierden el interés por la tecnología a los 8 años?

Os dejo, por último, con un documental hecho por un grupo de trabajo de Stanford altamente recomendable, she++:

Pero antes de despedirme, seguro que os preguntáis a qué jugaba yo durante mi infancia. Mi juguete favorito fue un Meccano (por supuesto, no era mio sino de mis primos). De ahí salté a destripar todo artilugio que dejaban mis padres a mi alcance con el consiguiente desfase de piezas al final de la reconstrucción. Sin embargo, si algo eché en falta fue un espejo en el que mirarme. Ser la excepción que confirma la regla no siempre es cómodo. Así que os dejo con la pregunta ¿somos lo que jugamos? Y en caso afirmativo, ¿tienen nuestras niñas imaginarios que les inviten a caminar hacia el mundo de la ingeniería?

Soy un fraude

septiembre 3, 2013 en Doce Miradas

Imagen de Julia Serrano

Imagen de Julia Serrano

Un auténtico fraude. Llevo más de 15 días intentando escribir este post. Le doy vueltas al título, al enfoque, tomo notas de frases de películas, releo lo que han escrito mis compañeras. No hay manera. El folio sigue intacto.

Pruebo con el papel. Me compro libreta nueva. Un buen bolígrafo de los que no se paran, me siento en silencio y nada.

Mil pensamientos paralizan mi mano. No arranco. Decido tomar nota de todos estos pensamientos paralizantes para poder observarlos:

  1. Lo voy a hacer mal.
  2. Comparado con lo que han escrito las demás el mío va a ser una mierda.
  3. No tengo autoridad para hablar de este tema.
  4. Soy un fraude.
  5. No sé nada sobre machismo.
  6. No sé teoría feminista.
  7. No tengo referencias cinematográficas.
  8. No puedo poner mil citas.
  9. Mi estilo es muy simplón.
  10. No puedo.
  11. No tengo nada que contar.
  12. Soy peor que las demás.

Se repiten en mi cabeza sin solución de continuidad, estoy paralizada, quieta, en silencio. Invisible.

Si esta lista me la diera una amiga parecida a mí podría rebatirla punto por punto y demostrarle que no es cierto pero, como es mi lista, me creo a pies juntillas todas y cada una de las palabras que he escrito.

Respiro, la miro y se me abren los ojos de par en par: he encontrado mi propio techo de cristal.

¿Cuántas veces me he quedado sin hacer algo pensando que no soy suficiente? ¿Es esto algo común entre nosotras? ¿Le pasa a más mujeres?

¿Cuántas de nosotras tenemos una voz interna replicando que estamos fuera de lugar, que este no es el camino, que “calladita más bonita”?

Me pregunto cuántas veces me he quedado callada cuando he querido hablar, cuántas he cedido la palabra, cuántas veces me he dejado representar por otro. Las niñas educadas se están quietecitas y calladitas. Son los hombres los que hablan, deciden, los que saben.

Hago memoria, en casi todas las reuniones son los hombres los primeros en dar un paso al frente a la hora de presentarse a liderar un grupo. Delegados de clase, militantes de partidos, jefes de grupo… ¿Cuántas veces he oído “no quiero dar la nota”? ¿Cuántas veces preferimos que sea otro el que dé la cara? ¿Cuántas veces hemos pedido disculpas por brillar demasiado? Muchas.

En un grupo mixto nosotras replegamos nuestras armas, dejamos brillar al compañero. Creemos que no somos importantes, que lo que hacemos lo hace cualquiera, llevamos siglos haciendo el trabajo invisible y ahora nos cuesta dar la cara.

La mismísima María Moliner, que tejió su diccionario mientras zurcía calcetines en su casa, cuando fue propuesta en 1972 para ocupar el sillón vacante de La Real Academia de la Lengua que finalmente obtuvo Emilio Alarcos Llorach dijo: «Sí, mi biografía es muy escueta en cuanto a que mi único mérito es mi diccionario. Es decir, yo no tengo ninguna obra que se pueda añadir a esa para hacer una larga lista que contribuya a acreditar mi entrada en la Academia (…) Mi obra es limpiamente el diccionario». Y añadía: «Desde luego es una cosa indicada que un filósofo -por Emilio Alarcos- entre en la Academia y yo ya me echo fuera, pero si ese diccionario lo hubiera escrito un hombre, diría, ‘Pero y ese hombre, ¿cómo no está en la Academia?'».

Conozco a muchas mujeres maravillosas que hacen trabajos asombrosos y que permanecen en la oscuridad del anonimato. Creo firmemente que aunque arrastramos siglos de Historia, es el momento de romper cadenas y dar la cara. De afrontar nuestros miedos, escribir listas de “peros” inventados y lanzarnos al ruedo.

Creo que es el momento de darnos permiso para exponernos y meter la pata, y decir lo que pensamos y gritar bien fuerte que sabemos y que podemos.

Creo que es la hora de no pedir permiso, de no esperar nuestro turno, de ser bocachanclas descaradas. De ser unas frescas que se cuelan, cogen el micro y dicen de una vez lo que piensan.

Colorín colorado

julio 30, 2013 en Doce Miradas

Imagen de Harry Scheihing (CC by-nc-sa)

Imagen de Harry Scheihing (CC by-nc-sa)

El ritual era sencillo: un cuento para acerar el sueño infantil, y antes de apagar la luz, una canción, siempre la misma canción: “Duerme, duerme, Negrito”. Cantábamos sin la voz de Mercedes Sosa (¡qué más quisiera!), y cambiando al pequeño “mobila” por una niñita negra. Esta canción feminizada se convirtió en nuestro sortilegio. Un día, mis hijas escucharon la versión original, y sorprendidas me preguntaron si aquel otro negrito era hermano de nuestra niña.

Por lo que sé sobre la historia de esta canción, bien podría haber estado dedicada a una niña, pero no ocurre lo mismo con otras historias que se nos han colado en el mundo imaginario hasta hacerse muy reales. Creo que muchas de esas historias están en el sustrato del suelo pegajoso por el que nos movemos muchas mujeres y muchos hombres (releed a Begoña si os parece), y por eso, he querido dedicarle esta mirada a la construcción de imaginarios infantiles, un tema que por su trascendencia y mi querencia, me preocupa mucho. Allá voy.

Si os ha tocado enfrentaros a esta hora de los cuentos, sabréis qué difícil es encontrar historias edificantes que llevarse a la boca. No es cuestión de mero placer estético: las palabras crean realidades, y las palabra contadas a niños y niñas pueden ayudarnos a moldear una nueva realidad, más igualitaria, menos desigual. Los libros que traje desde mi infancia contenían un catálogo de hermosas princesas de vestidos imposibles, ñoñas y débiles, de apuestos príncipes, también algo alelados, de madrastras insoportables y mezquinas, guapas a rabiar y malas de solemnidad, entre otras lindezas. Opté entonces por buscar en la biblioteca de nuestro pueblo, y encontré una colección deliciosa en euskara «… Eta Zer?«, en la que autores y autoras vuelcan su ingenio para describir historias reales, vistas desde la supuesta «anormalidad»: niños y niñas gordas, miopes, retoños de familias homosexuales y parejas heterosexuales separadas, niños a los que no les gusta el fútbol y juegan con muñecas… Y cuando agoté ese filón, pasé a inventarme historias a mi gusto. Conté y escribí cuentos de niñas adoptadas que investigan sobre sus ojos rasgados, madres trabajadoras histéricas que por las noches están agotadas, padres maravillosos que trabajan en casa y son inventores de cometas que vuelan en el pasillo, etc.

Si os interesa haceros con más historias, os recomiendo “Mujeres que corren con lobos”, de Clarissa Pinkola, que ha realizado una estupenda recuperación de cuentos de todo el mundo, y ha deshojado las sucesivas capas que escondían el papel central de las mujeres.
 
Pero pronto aprendí que las mañanas son otra cosa bien distinta. Por las mañanas, la radio nos habla de las conversaciones “a alto nivel” entre los mandatarios de no sé qué países, hombres en una apabullante mayoría. O nos cuentan sobre la reunión del Consejo Asesor de algún Presidente, hombre él, hombres también los asesores.

Consejo Asesor
 
Las mujeres de los cuentos y canciones de la noche no aparecen por las mañanas. En mi entorno laboral más directo, es mayoritaria y sangrante la proporción de hombres que deciden qué deben hacer las y los demás. No termino de entender en qué momento del camino se apearon de la carrera profesional pública tantas excelentes alumnas universitarias (están en las encuestas pero no en los equipos directivos), o las esforzadas compañeras de trabajo que he conocido en diferentes lugares, o las brillantes mujeres con las que cruzo mensajes y comparto proyectos (éste, Doce Miradas, es uno de los pocos lugares donde las he reencontrado). ¿Cuántas mujeres hay en el Ibex35? ¿Cuántas científicas conoces, cuántas matemáticas, cuántas comandantes de avión, pescadoras de altura? Y si las conoces, porque las hay a montones, ¿cuántas veces no has pensado al verlas “mira, qué curioso, una mujer en tal sitio”?

Nací mujer hace casi 43 años, pero no entendí el sentido final de las diferencias de género hasta que miré con otros ojos los cuentos con los que quería dormir a mis hijas. Ni tan siquiera en los años de otras militancias sociales (ecologismo, antimilitarismo, culturas, internacionalismo…) fui capaz de aprehender el sentido final de la desigualdad, tal vez porque en todos aquellos otros campos dimos por hecho (equivocadamente) que una cosa nos llevaría a la otra. El tiempo me ha demostrado que no suelen ocurrir estas carambolas, y que la igualdad es, en origen, el producto de una chispa de conciencia que se enciende en privado, y sólo con el tesón diario, podemos hacer que se propague.

Voy llegando al lugar en el que quiero poner los ojos para esta primera “mirada”. Me pregunto: ¿Dónde nos hemos equivocado? ¿Qué hemos hecho mal, o insuficientemente bien? Nuestra generación de mujeres venía con ciertas reivindicaciones de serie, pero no hemos sido capaces de acelerar el cambio. Observo a mis hijas, y a los amigos y amigas de mis hijas, y lo que veo no me gusta en absoluto. En el patio del colegio, ellos acaparan el centro del campo, con su balones y voceríos, mientras ellas caminan por los laterales, unas con otras, contándose “sus cosas”, perpetuando la división y la diferencia, observándose por el rabillo del ojo, sin buscarse para aprender. Son seguidoras de personajes de ficción que deberían arder en las hogueras de la educación igualitaria, y que repiten, paso por paso, los estereotipos que durante tantas noches quisimos apartar de nuestras realidades a través de cuentos que nos inventamos. Así vayan vestidas de vampiresas, esos personajes de hoy siendo las “Mujercitas” de antes, las princesas de los cuentos que descarté como lectura recomendable.

Mujercitas
 
Javier Elzo advertía hace unos meses sobre el escaso avance que, en términos generales, han experimentado las y los jóvenes en materia de igualdad de trato, respeto y aceptación. Mientras la sociedad sea machista, decía, los jóvenes lo seguirán siendo también, hoy y dentro de muchos años. Inquietante. Y muy triste. Cuando estoy a punto de tirar la toalla, suelo visitar el blog de Ianire Estébanez, un compendio de sentido común y argumentos que, sorprendentemente, todavía tenemos que manejar a estas alturas. Leo las cosas tan sensatas que dice y algo se me mueve dentro.
 
Durante muchos años me consolé pensando que la transformación estaba a punto de llegar. Había llegado a un mundo incompleto y mutilado, pero podía hacerlo cambiar. Un mundo en el que las mujeres tenían que pedir permiso a sus maridos (o a su padre si no estaba casada la infeliz) para poder salir al extranjero, donde los “Tesoritos de la Casa” seguían siendo el modelo. En aquel tiempo pensaba que mi esfuerzo puertas adentro sería suficiente para cambiar las microdesigualdades y todo lo que las rodea. Hoy no estoy tan segura.
 
Vuelvo a la pregunta que me ronda por la cabeza: ¿qué hemos hecho mal, o insuficientemente bien? Por una parte, creo que no medimos bien las fuerzas y nos volcamos, casi de forma exclusiva, en conseguir la igualdad formal. Tal vez pensamos que se trataba de logros sucesivos, y que tras ésta llegaría, de forma natural e imparable, la igualdad de trazo fino, la que ocurre en cada casa y en cada mente. Hoy en día, la corrección política ha avanzado, y los mínimos legales están, supuestamente, garantizados. Ciertamente, ocurre lo contrario en muchas ocasiones, pero reconozco el gigantesco paso que hemos dado en pos de la igualdad formal.

La desigualdad que me preocupa es un movimiento mucho más sutil, casi silente. Está en el subsuelo de la sociedad que acepta, a regañadientes en muchas ocasiones, prácticas que garantizan la igualdad formal, pero que se asienta en valores y actitudes muy alejadas de ésta. Y me preocupa porque no la entiendo, porque no termino de encontrar ni un único culpable, ni una única víctima.

Y aquí no se libra nadie. Yo misma soy consciente de que contribuyo muchas veces a perpetuar los estereotipos con mis actitudes, tanto en el plano laboral como en el familiar. Ser coherente es agotador, me digo, y al cabo del día repito rasgos de los roles que de forma consciente, me afano en destruir. Y si me doy cuenta, busco alguna excusa, y a otra cosa, mariposa. Estoy segura de que esto mismo ocurre también a muchos hombres.

¿Podemos hacer algo más? Yo creo que sí, y si me lo permitís, voy a dar algunas pistas que, con un poco de suerte, pueden resultar útiles. Mi insuficiente formación en este campo (mis teorías beben directamente de los cuentos infantiles, recordad) me llevará a meter la pata, sin duda, pero acepto las críticas con buen talante. Dicho queda.
 
En primer lugar, creo que debemos dejar de mirar sólo hacia “la sociedad” pidiéndole cuentas. Yo no conozco a “la sociedad”, no me cruzo con “la sociedad” en el metro, no sé dónde trabaja, ni qué series de televisión ve. Mientras apelemos en exclusiva a la “sociedad” seguiremos estando en el bucle diabólico que nos da la coartada perfecta para librarnos de la responsabilidad individual. Ese ser amorfo y omnipotente que todo lo puede cambiar, la sociedad, no es nada más allá de ti y de mí.
 
En segundo lugar, necesitamos hablar más, escribir más, leer más, debatir mucho más sobre la visión del mundo igualitario que queremos construir, porque no es ni evidente ni homogénea. Debates abiertos, sin líneas rojas, aquí, en los entornos laborales, en las familias, y mucho, mucho más, en los medios de comunicación. Un debate que nos permita entender para acercarnos. Muchos hombres se sienten cómodos en este grado de igualdad formal, y motivos no les faltan. También muchas mujeres consideran que este estadio de la igualdad es la estación final en la que todas nos bajamos gustosamente. Con ellos y con ellas deberemos acordar nuevos pasos, porque para otras muchas personas, el trayecto no ha hecho más que empezar.
 
Y en tercer lugar, tenemos que construir un nuevo relato de la igualdad, del feminismo, de la responsabilidad, de la libertad individual y colectiva, porque los que venimos manejando en estas últimas décadas están ya un tanto viejitos y desconectados de las aspiraciones actuales. Se nos han pasado de moda las palabras, tal y como en este blog hemos leído en muchas ocasiones. Cuando nos preguntan si hoy en día tiene sentido hablar de feminismo, mi intuición me dice que unas y otros estamos hablando de un mismo término, sí, pero de muy diferentes significados. Unos piensan en las sufragistas, y otras muchas pensamos, simplemente, en los valores de futuro que queremos empezar a construir antes de que sea demasiado tarde.

Cambiar una vocal en las estrofas de aquella canción, “duerme, Negrita” nos ayudó a mis hijas y a mí a dibujar una realidad distinta, y crecimos sintiéndonos cercanas a esa niña que vive oculta tras una vocal acaparadora. Creo en la fuerza de las palabras, y creo mucho más aún en los hombres y las mujeres que las pronuncian saboreando el mundo que llevan implícito.
 
Fantástica tarea la de crear una nueva realidad, por mucho que cueste levantarla, sílaba a sílaba. No se me ocurre ningún trabajo más emocionante, y por el lugar que ocupamos en la historia reciente, creo que nos toca hacerlo: somos un puente que conecta el mundo que ya no existe con el que todavía no ha nacido.

Y como cerramos por vacaciones con este post, os dejo con una canción de cuna. Podéis cambiarla todo lo que os apetezca, faltaría más.

Manos a esta obra. Porque “colorín, colorado… este cuento, aún no ha acabado”.

Entre el techo y el suelo hay alguien

julio 23, 2013 en Doce Miradas

Aprender primero a mirar

Antes de ir directamente al objeto de mi reflexión, quisiera comentar que uno de los principales aprendizajes que me está aportando formar parte de Doce Miradas es preguntarme de forma más habitual, con mayor curiosidad y contundencia, por qué nos pasa lo que nos pasa a las mujeres, y a qué se debe todo el catálogo de despropósitos que venimos padeciendo desde hace siglos.

Digamos que hasta ahora, como a tantas otras mujeres (y a algunos hombres también, todo hay que decirlo) me llamaban enormemente la atención ciertas conductas, me horrorizaban las tremendas noticias de violencia de género, y me molestaban las grandes ausencias de mujeres en la esfera pública… Digamos que pasaban los hechos ante mí, los veía y los reconocía, pero que pasaba pronto a dirigir la mirada hacia la siguiente tarea; siempre tantas y tan diversas.

Imagen de Jon Artetxe

Imagen de Jon Artetxe

Pero ahora he aprendido a detenerme, a mirar dos veces. Ahora he aprendido a ver. Y últimamente, cuanto más miro y más veo, más me asusto. Porque antes, con una primera mirada no siempre veía la profundidad o el significado de determinadas cuestiones. Digamos que tenía la mirada anestesiada. Ahora en cambio, de repente, no sé si porque yo también he probado esas gafas que empoderan repentinamente a las mujeres o porque formar parte de este proyecto me hace ser más activa, pero ahora veo mucho mejor. De cerca y también de lejos. Vamos, que veo muy bien lo cerca que estamos de continuar siendo invisibles y veo, mejor todavía, lo lejos que estamos de que el mundo se mire más con ojos de mujer.

Pero antes de centrarme, quisiera poner sólo un pequeño ejemplo más de esta necesidad de mirar dos veces. Recientemente asistí a un acto del ámbito de la educación y, ante un foro de padres y madres -alumnos y alumnas de bachiller-, me percaté de que los seis representantes del centro educativo en la mesa presidencial eran varones. Con el elevado número de profesoras que hay en el centro, llamó mi atención esta escasez de tacto y sentido común. Pero claro, sabemos y asumimos que en lo más institucional, el papel del hombre en el rol de mando predomina sobre el rol de la mujer, que toma protagonismo cuando ya se reparten los diplomas y el acto es más lúdico, menos formal.

Seguramente no hubo mala intención, pero así salió. No sé cuánta gente se dio cuenta, pero a mí me llamó la atención. Porque estoy aprendiendo a mirar dos veces. Aquella escena no representa la realidad y la escuela debería tener especial cuidado en esto. Como afirma Mª Elena Simón en el programa coeducativo para la prevención de la violencia contra las mujeres “la escuela no es creadora de desigualdad, pero la alimenta, la hace crecer y la reproduce por inercia”. Y éste es precisamente uno de los grandes problemas de esta sociedad: la inercia en muchos ámbitos de la vida y la inercia para asistir al permanente teatro de los estereotipos de género que tanta discriminación suponen para nosotras. Acabemos entonces con la inercia que admite de forma contemplativa, como si fuera natural, lo que de ninguna manera debe serlo.

Al hilo de los estereotipos, según la investigadora de la Universidad de Deusto, Leire Gartzia “desde que nacemos, todo lo que nos rodea va condicionando nuestras elecciones y decisiones, nuestros gustos, aficiones, nuestra forma de ser y forma de comportarnos. Crecemos en un contexto social determinado en donde, al tiempo que adquirimos los conocimientos, aprendemos las reglas y los valores que, en cada momento, la sociedad, nuestra familia, nuestro entorno cultural, etc. establece como más adecuados. Así, poco a poco, vamos interiorizando los roles y modelos que van configurando nuestra manera de ser y se van interiorizando las reglas del juego y las normas que la sociedad espera que cumplan las mujeres y los hombres. Este proceso de socialización hace diferentes a hombres y mujeres no solamente por una cuestión biológica (sexo), sino también del papel a jugar en la sociedad, lo que da lugar a estereotipos de género. Estos estereotipos hacen referencia a las ideas y creencias compartidas dentro de una cultura, sobre cómo son y se comportan las mujeres y los hombres. Estas creencias, que se refieren a las características y habilidades típicas de los hombres y las mujeres, condicionan el comportamiento de unos y otras en diferentes situaciones”.

“¿Quién ha erigido al hombre en único juez si la mujer comparte con él el don de la razón?” Mary Wollstonecraft

“Nuestra propia invisibilidad significa encontrar por fin el camino hacia la visibilidad”. Mitsuye Yamada

Comienza el espectáculo

Lo cierto es que, como afirma F. Javier González Martín en “El fin del mito masculino”, los prejuicios o juicios prematuros sobre la mujer, como no están basados en hechos objetivos, se convierten en estereotipos que se simplifican y generalizan demasiado. Entre esos estereotipos imaginados, pero consolidados en la mayoría de las culturas, están las expectativas sobre el rol femenino; es decir, lo que pensamos sobre sus capacidades y lo que suponen los hombres que deben hacer las mujeres. Y me permito añadir, lo que entienden las mujeres que pueden y deben hacer ellas mismas.

Este gran falso teatro de los estereotipos levanta el telón en muchos casos en el ámbito familiar, donde las mujeres siguen padeciendo un trato desigual y discriminatorio respecto a la crianza, al cuidado de las personas y a las tareas domésticas. Vamos, que no hay reparto equilibrado que valga, aunque cada vez se habla más de la corresponsabilidad de mujeres y hombres en todas las tareas, responsabilidades y espacios de la vida. Como afirma Elena Simón en el mismo informe “el padre suele tomar la casa como lugar de descanso y la madre, como lugar de trabajo”. Y como aprendemos más de lo que vemos que de lo que nos cuentan, se van trasladando así a hombres y mujeres esos perversos roles que dan forman a la identidad masculina y a la femenina.

Porque, dicho de otra manera, recoger la mesa ha sido y es mayoritariamente cosa de ellas, porque la crianza de los hijos no es compartida, porque no hay más que ver las reuniones de los colegios, porque ellas pueden salir del trabajo a las cinco de la tarde para acudir al pediatra, pero ellos, no siempre; porque no todos conocen el funcionamiento de ese aparato denominado aspirador y aspiran, más que otra cosa, a otros escenarios que tengan que ver con el poder y, en definitiva, con su identidad masculina, tal como la han entendido.

Y ya estamos dando forma, sin quererlo o queriéndolo (pues de todo hay), a ese rol provisor con el que se identifica mayoritariamente al hombre; es decir, él tiene la capacidad y la responsabilidad de ganar dinero para cubrir las necesidades económicas de la familia, mientras que el llamado rol expresivo queda reservado para ella, que es la que tiene la capacidad de relacionarse y de ocuparse de las necesidades de las personas, hijas e hijos incluidos, y de todas esas otras distracciones que nos ponen por delante. Y, para completar el juego, ahora repartimos unas cuantas dosis de rol paternal para él y de rol maternal para ella, y nos va quedando una función teatral de despropósitos y consecuencias fácilmente reconocibles.

En los últimos años, todo este panorama ha ido cambiando y conviven modelos mucho más tradicionales, como los referidos anteriormente, con otros en los que hombre y mujer tienen los roles tan entrelazados como intercambiados, de tal forma que ella no se identifica con el aspirador, porque tampoco hace falta, y él domina con maestría la lavadora, los deberes de los hijos y el calendario de las actividades extraescolares.

Así y todo, creo que es necesario forzar estos estereotipos que todavía nos rodean, para ver de qué manera van dejando huella en nuestras vidas. Es verdad que no debemos distraernos con la lavadora, las extraescolares y otros asuntos (bien relevantes, por cierto), sino que debemos profundizar más para llegar a un auténtico equilibrio.

Continúa la función

Este camino de desigualdades, de roles aprendidos por repetición desde hace siglos, nace y se hace a menudo en el ámbito privado; es decir, el doméstico, familiar y relacional, tiene desviaciones y cruces que entran y salen por la escuela, los espacios socioculturales y de ocio y llega hasta las universidades, para llevarnos, sin apenas darnos cuenta, a la casilla-trampa final: el campo laboral, cívico y social donde tan estruendosamente se manifiesta.

Porque vivimos en una sociedad tan machista que, citando a Rosa Regás en el prólogo del citado libro de F. J. González, “permite sin ningún rubor que la remuneración por el trabajo de la mujer sea inferior a la del mismo trabajo efectuado por el hombre, que sigan estando en manos de los hombres los honores y las prebendas, igual que los puestos de rango y los cargos, que a su vez eligen a otros hombres en una cadena de machismo a la que no se le ve el último eslabón”. Añade F. J. González que es necesaria una exploración de las sucesivas capas culturales, religiosas, políticas e históricas, en busca de alguna razón que nos permita entender por qué un grupo de humanos, los varones, han tratado a otro grupo, las mujeres, con tanta indiferencia y superioridad durante tanto tiempo. Es por eso que la lectura de este libro, que tan oportunamente me ha permitido completar mi reflexión, resulta absolutamente recomendable.

Porque conviene tener en cuenta esa pesada mochila con la que caminan las mujeres y con la que han salido y salen al mundo laboral, al mundo de la empresa, de los negocios, donde se consagra y se perpetúa el orden patriarcal, para entender por qué las mujeres son privadas de acceder mayoritariamente a los puestos de dirección, por qué ocupan un segundo plano en la escena en la que el varón es el protagonista y por qué queda mucho por hacer para alcanzar una igualdad real, por mucho que ya gocemos de una igualdad legal.

“Estamos tan educadas para no tener poder, que, cuando lo conseguimos, disimulamos.” Begoña San José

Atrapadas. La escena final

Pero queda todavía la escena final de esta no tan imaginaria obra. Cuando, en el mejor de los casos, la mujer decide dedicarse a su carrera profesional, centrar sus esfuerzos y dejarse la piel con la expectativa de ir mejorando su posición, se encuentra con obstáculos y trabas invisibles, relacionadas con las construcciones sociales de la feminidad y de la masculinidad. Se encuentra con que, en realidad, está atrapada entre un suelo pegajoso y el techo de cristal. Es decir, se encuentra con que, por un lado, está atrapada entre las multitareas que la encierran en el cuidado maternal, doméstico, conyugal y otros tantos cuidados que impiden su salida, su realización profesional y su avance y, por otro, el techo de cristal en forma de barrera que pocos ven, aunque las mujeres percibimos como un techo de acero que igualmente nos impide avanzar. Y en palabras de Dulce Chacón, “acostumbrarse es morir”.