Sin micro

mayo 30, 2017 en Miradas invitadas

 

Luisa Etxenike.

Me presentaré primero como escritora de obras de distintos géneros. Mencionaré sólo las últimas. La novela ‘El detective de sonidos’; el poemario ‘El arte de la pesca’; y las obras teatrales ‘La herencia y Gernika es ahora’ (esta última para la radio).
Soy también profesora de disciplinas como la teoría del relato, la perspectiva de género en literatura y la escritura creativa.
Mi posición política la resumiré en dos rasgos: cosmopolitismo y anhelo de justicia social.
Entre mis aficiones se encuentran la observación de aves, y el estudio del lenguaje del vino.

 

Trato de recodar cuántas veces he oído o leído, en los últimos meses, el término microrracismo en un debate público, un artículo de prensa o una conversación informal. Y la verdad es que no creo haberme encontrado con ese término ni una sola vez. Y si lo escribo en el cajetín del buscador de Google, por ejemplo, tampoco me salen muchas entradas con sustancia, de las que indican que el término se usa, se estudia, se debate. Parece evidente, entonces, que la palabra microrracismo no ha cuajado, que no se ha consolidado como instrumento para definir una forma de racismo de baja intensidad, una actitud leve o parcialmente racista. Personalmente me alegro de ese “fracaso” terminológico, me parece lo justo y una manera de expresar con rotundidad que algo así no puede darse, que no hay gestos o actitudes que son sólo parcial o ligera o levemente racistas; que en esto no cabe una mínima proporción: que se es racista del todo, como se es todo lo contrario, del todo. Que estamos siempre, sea cual sea el alcance o la virulencia de las manifestaciones ante un racismo completo, esto es, ante una amenaza completa a los principios y valores de la democracia y del humanismo. Y al excluir el termino microrracismo se excluye también la tentación de buscar en su interior alguna forma de indulgencia, de pretensión de que lo que se define no es tan grave; que es sólo un puntito de roña que no oxida el resto, que no desnaturaliza la calidad mayoritariamente respetuosa o democrática de quien lo comete, así, a poquitos. A mi juicio, el que no haya triunfado el término microrracismo habla por sí solo, en ausencia, de una esperanzadora actitud social.

Pienso ahora en cuántas veces he oído o leído en los últimos meses, el término micromachismo en un debate público, un artículo de prensa o una conversación informal. Y la cuenta es tan larga que la pierdo. Y si escribo esa palabra en el mismo buscador de internet me salen infinidad de entradas sustanciosas, argumentadas. Lo que me indica que el término no sólo ha cuajado, sino que se está imponiendo en el debate público, en la prensa (hay medios que le dedican una rúbrica específica) y en el hablar de cada día, para describir violencias de género de baja intensidad, actitudes leve o parcialmente machistas. Y que, en este caso, el término haya triunfado resulta también elocuente, aunque con poco margen para la esperanza. Porque significa, a mi juicio, que nuestra sociedad admite y/o se resigna a la idea de que se puede ser machista pero no del todo; sólo un poquito machista, y que en el resto uno puede ser, digamos, un ciudadano intachablemente demócrata. A la idea, en definitiva, de que la democracia puede albergar, sin desnaturalizarse, ciertas dosis de machismo, que no van, como si dijéramos, a ningún lado, que no son tan graves, que no alteran lo esencial. Que el edificio de valores y principios de la democracia y el humanismo sigue intacto, con los cimientos en su sitio, aunque conviva con un machismo en micro.

En fin que lo que vale para el racismo no vale para el machismo. Porque siempre que nos referimos a la condición y situación de las mujeres todo es otra cosa, todo aparece como el mundo al revés; como un estado de excepción, donde rigen otras reglas. Igualdad sí, faltaría más, pero para ellas menos; libertad sí, claro, pero para ellas menos… y así con todo. Todo es otra cosa, todo es relativo cuando se declina en femenino. Y los ejemplos que se pueden citar en apoyo de esta afirmación abruman por su número y su constancia. Y por la colorida variedad de sus presentaciones: gráficos, estadísticas, informes oficiales, estudios y testimonios varios… para decir cada vez lo mismo: que ahí sigue lo que se ha dado en llamar la “brecha” entre los géneros y que yo creo que habría que llamar la “falla”, término al que le veo como mínimo dos ventajas. La primera la de ser colosal en sus hechuras, como lo es-tremenda- la injusticia; la segunda, la de acercarnos a la idea de error y de falta.

El machismo en su vertiente individual o colectiva; privada o pública; espontánea o institucionalizada, es, en mi opinión, el error más terrible de consideración de lo que supone la democracia, y la falta más grave contra sus principios y fundamentos. Entre otras razones porque las relaciones de género se extienden por todos los tiempos y espacios de nuestra vida privada y pública; nacemos y nos desenvolvemos siempre en un espacio habitado por el “él” y el “ella”, es decir, en la oportunidad y la responsabilidad de dotarles de sentido, de un justo sentido. “Qué alegría más alta vivir en los pronombres” escribió Pedro Salinas. Y sería estupendo que ese verso pudiera servir como definición de la democracia: que la altura de miras en los pronombres, en la calidad de sus derechos iguales, en la justicia de sus atribuciones, fuera la única “poética” de nuestra sociedad, la única y alegre rima de nuestro sistema político. Lamentablemente no es así; a la democracia pronominal aún le falta y mucho para colmar su falla.

Y creo que una manera de asumir correctamente la tarea de colmarla es quitarle para empezar al machismo su micro terminológico, esto es, sus coartadas. Y reservar el micro- en su sentido más acústico- para magnificar la voz y la acción contra sus atentados a la democracia.

Cuarto aniversario de Doce Miradas. Un cuarto propio

mayo 23, 2017 en Doce Miradas

«Les dije suavemente que bebieran vino y que tuvieran una habitación propia». Virginia Woolf.

Este año, el cuarto, las Doce Miradas hemos decidido regalarnos una celebración más íntima. Nos faltan momentos para vernos, echamos de menos ese contacto dérmico y epidérmico que hace que todo tenga sentido. Las conversaciones a viva voz, mirándonos a los ojos. La reflexión colectiva, cuando las ideas se suceden en cascada y hay que coger impulso para meter baza, porque en este grupo las palabras se pesan a granel y los silencios nunca existieron. Y nos apetece. Nos apetece mucho estar juntas, celebrar juntas esta andadura, las Doce. Por eso, tomamos la palabra a Virginia Woolf, y este aniversario, el cuarto, es propio.

En ese ‘cuarto propio’ tendremos muy presente a la cantidad de personas que seguís el blog Doce Miradas. Nacimos docena, sí, pero con la vocación y la determinación clara de ser voz coral, altavoz y caja de resonancia de quienes desean sumar o multiplicar. Y cada una de las personas que se acercan a este blog, o en Twitter, o en cada una de las ocasiones en las que nos vemos y oímos (gracias por tantas invitaciones, gracias por tanta generosidad) formáis parte de Doce Miradas. Gracias mil por vuestra compañía.

Este aniversariotoca volver nuestras 12 miradas hacia nosotras mismas, hacer balance, revisar posicionamientos, estrategia, coherencia y objetivos. Somos responsables de que este proyecto mantenga su sentido y tenga marcada una ruta que nos centre, nos cohesione como grupo y nos permita avanzar. Necesitamos ese retiro al cuarto propio para reconocernos y reafirmarnos en nuestro compromiso y para ser capaces de recargarnos de ilusión, de manera que siga creciendo: extender la causa que nos mueve y que no puede esperar. Nos metimos en esto para empujar la transformación de estructuras que nos dañan a las mujeres y a toda la sociedad, para cambiar las cosas. ¿Cómo? Cambiándolas.

Como decía Lorena Fernández, ser feminista es muy cansado. Pero no pasa nada si hay que parar a tomar fuerzas para seguir después a un ritmo que, sin dejar de ser sostenible, nos permita continuar escribiendo nuestro libro, aquel en el que hablamos de lo nuestro y lo enriquecemos con todos los apuntes que recibimos de vosotras y vosotros.

Cuando después de celebrar y celebrarnos salgamos de nuestro cuarto, queremos invitaros a acompañarnos desde los primeros pasos del quinto aniversario.

¿Nos ayudas a visibilizar los asesinatos de mujeres por VG?

En marzo pasado, las Doce Miradas conseguimos reunirnos, ¡las doce!, un sábado para hacer balance. Para poner en común cómo nos sentíamos respecto a Doce Miradas. Ver por dónde respiraba cada una. De ahí salieron muchas cosas interesantes pero hubo una preocupación, un sentimiento unánime que enseguida invadió la mesa de reunión: las mujeres asesinadas por sus parejas o ex parejas. Todas admitimos sentirnos abrumadas, conmocionadas, tristes, cabreadas, desoladas. La necesidad de hacer algo se impuso como remedio para aliviar la impotencia que se siente ante cada nueva noticia. Seguro que también os pasa. Algo hay que hacer. No podemos asimilarlo como rutina y continuar con nuestras vidas sin más. Pues bien, aunque seguimos reflexionando sobre qué podemos hacer nosotras para contribuir a mejorar la situación, de momento hemos decidido volcarnos en la visibilización de cada nuevo asesinato y sería de gran ayuda contar con la adhesión y el respaldo de quienes nos seguís.

Tenemos una línea de denuncia abierta para la que necesitamos apoyo. Desde hace dos meses hemos puesto en marcha una acción de visibilización de la tragedia cotidiana de tantas mujeres asesinadas por sus parejas o exparejas.

La acción consiste en vestir de negro nuestra imagen de perfil de Twitter -imago corporativo- durante las 24 horas siguientes al conocimiento del crimen machista. Recogemos la noticia y la acompañamos de las siguientes etiquetas: #voydenegro, #beltzeznoa y #niunamenos. El siguiente movimiento es adherirnos a este gesto las Doce Miradas también desde nuestras cuentas personales.

Somos conscientes de que este gesto es precisamente eso, un gesto, y nada más. No tiene efectos más allá de ser un grito personal de rabia, y un no dejar pasar. Pero sabemos que la muerte violenta de mujeres y sus hijas e hijos es la última, la más extrema manifestación de la cultura machista que vivimos cada día. Es allí, en la cotidianidad donde nuestros gestos se tienen que transformar en acciones.

Os invitamos a sumaros a nosotras, a vestir de negro con nosotras, a lamentar con nosotras, a sentir rabia con nosotras, a ser plenamente conscientes de que cada mujer muerta más es una menos. Crece la deuda insostenible que esta sociedad tiene con las mujeres. Cada mujer de menos es un asesino de más.

Os brindamos nuestro logotipo negro y nuestras etiquetas para que la violencia machista no se pierda tan fácilmente entre los titulares que recogen los tuits.

Pero en este post de celebración del cuarto aniversario queremos terminar con una sonrisa. Que 4 años son muchos. ¡Quién nos lo iba a decir cuando pulsamos el botón de ‘publicar’ el primer post del blog! Una experiencia similar al lanzamiento del Apolo 13. Emocionante. Y aquí seguimos. Con ganas de trabajar para que las oportunidades de la vida sean iguales para mujeres y hombres. Porque, como se dice en nueve de cada cien posts publicados en este blog y en cualquiera de enfoque feminista, ‘Queda mucho camino por recorrer’. Y si ese camino, a menudo tan árido, lo recorremos en vuestra compañía, más leve será la rozadura. Pues nada, nos vemos en el camino.

Los ojos de Marquitos

mayo 16, 2017 en Doce Miradas

De amores me muero, madre. De amores me muero yo. Que los ojos de Marquitos son de hembra y no de varón.

Es el estribillo del “Romance de Marquitos”, un cantar del Nuevo Mester de Juglaría que en los años de mi infancia escapaba del tocadiscos de mi padre y nos desperezaba hasta sacarnos de la cama.

Marquitos era una de las hijas de un rey que no tuvo varones que llevar a la guerra. A cambio de que no cayera sobre ella la maldición del padre (vaya tela) se hace pasar por soldado. Consigue despistarlos a todos menos al conde Juan, que queda prendado de sus ojos y busca junto a su madre la manera de desenmascarar lo que ya su corazón arrebatado sabe: que Marquitos es una doncella.

He recuperado a Marquitos para tirar del hilo de esa madeja que han ido formando historias de muchas mujeres que, en el mundo real o en la ficción, tomaron la decisión de ocultarse bajo una apariencia masculina para alcanzar un propósito que como hembras no estaba a su alcance.

Todas las mujeres que he traído a este post pagaron un alto precio por hacer lo que necesitaban o querían hacer. Algunas de ellas fueron descubiertas, pero de otras no se conoció públicamente su naturaleza femenina hasta su muerte. Fue el caso de Margaret Ann Bulkley (Irlanda, 1792–1865), más conocida como Dr. Barry.

En aquella época, en Inglaterra no se permitía a las mujeres el acceso a la Universidad. Por ello, en el año 1809, con la complicidad de su madre, viajó a Escocia y se matriculó en la Universidad de Edimburgo con el nombre de James Barry. Tras graduarse como médico ingresó en el ejército inglés y trabajó en la localidad sudafricana de Ciudad del Cabo, donde tuvo la oportunidad de practicar una de las primeras cesáreas que se llevaron a cabo fuera de territorio inglés. Consiguió también que se pusiera en marcha un sistema de depuración que evitara las enfermedades provocadas por el consumo de agua contaminada.

Su denuncia constante de las condiciones en las que estaban las personas enfermas de lepra o con enfermedades mentales, y la demanda de mejoras en el pabellón de mujeres le costó muchas enemistades entre las autoridades de la salud de Ciudad del Cabo. Consecuencia de ello fue su traslado y designación como cirujano del ejército británico en la India, Malta y Canadá, colonias inglesas también. En 1865, la muerte del Dr. Barry-Margaret Ann Bulkley provocó un gran escándalo.

Treinta años después del fallecimiento del Dr. Barry, las cosas seguían sin cambiar demasiado. A Dorothy Lawrence (Irlanda, 1896-1964) tampoco el Ministerio de la Guerra ni los editores de los periódicos de la época le permitieron ser corresponsal tras el estallido de la Primera Guerra Mundial. Por su cuenta viajó a Francia para unirse a la Fuerza Expedicionaria Británica. Con la complicidad de dos soldados británicos a los que conoció en un café parisino, llegó al frente con el pelo corto, un vendaje en los pechos, vestida de militar y con papeles falsos que la convirtieron en Denis Smith, ofreciéndole así la oportunidad de cumplir con su sueño e integrarse en el regimiento de Leicestershire.

La dureza de la vida en las trincheras hizo que en una ocasión sufriera un desvanecimiento que a punto estuvo de costarle una visita al hospital de campaña, donde hubiera sido descubierta. Consciente del riesgo que corría, decidió confesar su verdadera identidad. Fue arrestada y acusada de ser espía. Tras duros interrogatorios fue liberada tras firmar una declaración jurada donde se comprometía a no desvelar cómo había conseguido infiltrarse en las líneas; en caso contrario, sería enviada a prisión. Finalizada la guerra, creyéndose ya liberada de su acuerdo, publicó un libro con su historia Sapper Dorothy Lawrence: the only English woman soldier. El Ministerio de la Guerra censuró su libro y no vio la luz hasta muchos años después. En 1925 fue ingresada en un psiquiátrico donde finalmente murió.

La pianista y saxofonista de jazz conocida como Billy Tipton no fue recuperada para la historia como Dorothy Lucille Tipton (Oklahoma, 1914-1989) hasta su fallecimiento. En 1933 inició su carrera musical en pequeños locales de Oklahoma, pero pronto se le hizo evidente que la música jazz era territorio masculino. Por ello comenzó a usar el nombre de su padre, Billy, y gradualmente fue incorporando la identidad masculina de su faceta artística a su vida privada, hasta vivir como un hombre por completo. Fue un músico muy popular en su tiempo.

Si los ojos de Marquitos fueron transparentes para el conde Juan, no lo fueron tanto los de las niñas retratadas por la pintora norteamericana Margaret Keane (Tennessee, 1927). Aquellas miradas imponentes y penetrantes reflejaban una profunda tristeza y una desgarradora soledad. Al otro lado de los grandes ojos de las niñas, no hubo conde que descubriera el alma femenina de su autora, que permanecía encerrada bajo llave, sometida a largas jornadas de trabajo que dieran como resultado los famosos cuadros que su marido, Walter Keane, hacía pasar por suyos.

Tras diez años de anonimato, en 1965, Margaret decidió separarse e inició una larga lucha por el reconocimiento de la autoría de sus obras firmadas “Keane” y, por tanto, fácilmente atribuibles a su esposo. En 1970 Margaret retó a Walter a pintar frente al público en la San Franciscos Union Square pero él no se presentó. Ya en 1986 demandó a su ex pareja y al periódico USA Today, por un artículo en el cual se afirmaba que los cuadros eran creación exclusiva de Walter Keane. En el juicio, el jurado pidió a los dos que pintaran. En 53 minutos, el cuadro de Margaret estaba hecho; el de Walter, en blanco, por un supuesto dolor de hombro. El jurado falló a favor de Margaret y le permitió firmar sus obras como Keane. También condenó a su exmarido a una compensación de 4 millones de dólares por daños emocionales y a su reputación. A veces pasa que se hace justicia.

Fuera o no invención convertida en leyenda, creo que merece la pena traer a esta selección la historia de la papisa Juana. En primer lugar, porque es factible que sucediera como sucedieron las otras; en segundo lugar, porque no cabe duda de que si las artes, el ejército o la ciencia fueron (y son) territorio complicado para el desarrollo profesional de las mujeres, la Iglesia no lo es menos. Como digo, podría haber ocurrido y la historia que se cuenta es esta:

La papisa Juana (Ingelheim am Rhein, año 822) era, según las crónicas, hija de un monje predicador de nombre Gebert, lo que favoreció que creciera en un ambiente de religiosidad y erudición. En aquel tiempo, el estudio estaba negado a las mujeres, puesto que solo la carrera eclesiástica ofrecía la posibilidad de hacerlo con cierta solidez. Fue gracias al apoyo de su madre –y a escondidas de su padre- que Juana pudo entregarse a los libros y al conocimiento. Pero para seguir creciendo intelectualmente su condición femenina era una barrera insalvable. Su cercanía al ámbito religioso le permitió hacerse pasar por sacerdote bajo el nombre masculino de Juan, el Inglés.

Su nueva identidad le permitió viajar y relacionarse con grandes personalidades de la época. En el año 848 obtuvo un puesto como maestro en Roma. Juan, el inglés, fue un hombre muy apreciado por su erudición en el ámbito eclesiástico y, en particular, en la Curia. Así consiguió ser el secretario para asuntos internacionales del papa León IV. Tras la muerte del pontífice, Juana fue elegida su sucesora. El desenlace de esta historia de falsa identidad habría tenido lugar dos años después, cuando dicen que la papisa se puso de parto en medio de una procesión. Hay autores que afirman que Juana murió lapidada por el gentío enfurecido al descubrir el engaño; y hay quien asegura que su fallecimiento fue a consecuencia de complicaciones en el parto.

Cuenta la leyenda, que tras el fraude de la papisa Juana, la Iglesia impuso la verificación de la virilidad de los papas electos por medio de un examen manual a través de una silla perforada. Tras la inspección, si todo era correcto, debía exclamarse: «Duos habet et bene pendentes» (‘tiene dos y cuelgan bien’). En 1562, el agustino Onofrio Panvinio redactó la primera refutación seria de esta leyenda.

¿Seguimos en las mismas?

Pues hasta el punto de forzarnos un alter ego masculino, parece que no. Pero aún en nuestros días -más en la ficción que en la vida real- podemos encontrar algunos ejemplos de camuflaje identitario que evidencian esos techos de cristal que nos siguen privando de una vista directa y limpia hacia el sol de nuestros sueños y proyectos.

¿Quién no ha oído hablar de Harry Potter y de su creadora J.K. Rowling? Ahora, quien conoce la saga del niño mago de Hogwarts, sabe que tras la J. K. hay una mujer. Es Joanne Rowling, una de las escritoras más reconocidas del siglo XXI gracias a su serie de libros juveniles. Pero cuando Rowling iba a presentar su primer volumen, sus agentes le propusieron sustituir su nombre de pila por unas iniciales. Tan increíble como inquietante, ¿verdad? Porque esto ha pasado antes de ayer, a mediados de los 90.

Resulta que la editorial que preparaba el impulso de “Harry Potter y la piedra filosofal”, creyó que así la novela tendría más posibilidades de ser aceptada tanto por niños como por niñas. Joanne tomó su J inicial y la K de su abuela Katherine y cambió su nombre por el de J.K. Rowling.

Tras el éxito de Harry Potter, Rowling publicó su primera novela para público adulto en 2012. La mayoría de las críticas fueron muy malas. Quizá debió pensar que su revelación como escritora podría haber tenido algo que ver, porque al año siguiente lanzó un nuevo título de novela policíaca bajo el pseudónimo de Robert Galbreith.

En una entrevista al The Telegraph lo justificó diciendo que había sido liberador no sentir la presión de la expectativa ni de la crítica. Lo calificó de “experiencia liberadora”. Me sorprende: creo que yo sentiría justo lo contrario si cualquier circunstancia me llevara a decidir no firmar mi propio texto… No lo entiendo bien: podría haberse camuflado en otro nombre de mujer. Me parece delicado que una escritora “juegue” a ser otrO para facilitarle el camino de la fama a su producción literaria. El caso es que esta segunda novela tuvo buena acogida y entonces ya sí, J.K. Rowling, reconoció públicamente ser la autora.

Camuflajes en la pantalla

A nadie escapa que la realidad nos brinda muchas veces historias más increíbles que aquellas que seamos capaces de imaginar. Pero es cierto también que la ficción se nutre de la vida, de las experiencias, de la cultura y de los perfiles que aportan los distintos modelos de sociedad que conviven en nuestro planeta. El cine, como la literatura, y como cualquier disciplina artística que se alimente de la vida, es una ventana indiscreta a otras existencias.

En la gran pantalla, he encontrado unas cuantas historias más de mujeres que se hicieron pasar por hombres. Pero me he quedado con las que me encajan: las que se crearon identidades masculinas como forma de acceder a los derechos y libertades negados, que nadie ponía en cuestión para sus compañeros varones.

Aquí van algunas:

En “Shakespeare in love” (1998), Viola de Lesseps (Gwyneth Paltrow) se hace pasar por un joven para conseguir el papel de Romeo en la obra, porque en aquella época las mujeres tenían prohibido actuar.

Yentl Mendel (Barbra Streisand) es la hija de un rabino en un pueblo de la Europa Oriental de principios del siglo XX. En el musical “Yentl” (1983), la joven judía se hace pasar por varón para estudiar en una escuela reservada para hombres.

En las películas “Un chico como todos” (1985) y “Ella es el chico” (2006), sus protagonistas, Terry Griffith (Joyce Hyser) y Viola Hastings (Amanda Bynes) se disfrazan de chico para ingresar en sus respectivos equipos de fútbol.

En cine de animación conocimos la historia de Mulán (1998). Fa Mulan es la hija única del anciano Fa Zhou que, por una cuestión de honor, decide presentarse ante el llamamiento de que, por cada familia, un varón vaya a luchar contra la invasión de los hunos. Mulán, preocupada por el empecinamiento de su padre y ante el temor de perderlo, decide escapar de casa y hacerse pasar por su hijo. Volvemos a estar ante el romance de Marquitos, en versión oriental.

Visto desde el otro lado

En muchas películas encontramos personajes masculinos que se tornan femeninos por variadas razones. No los he traído aquí tampoco porque en la mayoría de los casos no lo hacen como vía de escape a la desigualdad de oportunidades. Como decía más arriba, el cine se inspira fundamentalmente en la vida.

Lo más parecido a una excepción que he podido encontrar es el caso de Daniel Hillard (Robin Williams) en “La señora Deoubtfire, papá de por vida” (1993). Daniel es un actor que tras divorciarse de su esposa pierde la custodia de sus hijos. Decidido a seguir formando parte de la vida de los niños decide travestirse y transformarse en una señora, de forma que consigue ser contratada como niñera de sus hijos en la propia casa de su mujer. Es cierto que el principal veto para ser la nani no hubiera sido su género, sino ser el padre; pero es justo reconocer que el ámbito del servicio doméstico ha sido (y es) un ámbito hostil para los varones, porque en este modelo nuestro de sociedad, lo de los cuidados no parece ser cosa de hombres.

En el tintero

Se me han quedado fuera de este post otras muchas mujeres que, desde sus identidades masculinas autoimpuestas, emprendieron también batallas personales para sortear las barreras machistas que pretendieron alejarlas de sus metas. No cabe duda de que todas estas historias, las que hemos conocido y las que no, han sumado e impulsado los avances que con tanto esfuerzo hemos ido conseguido las mujeres en el reconocimiento de nuestros derechos y libertades.

Quiero, al menos, reconocerlas nombrándolas, sabiendo que, seguro, me sigo dejando muchas en el tintero:

Escritoras: Las hermanas Brontë, Laura Albert, Mary Anne Evans, Colette, Caterina Albert, Amandine Dupin, Cecilia Böhl de Fáber y Larrea, María Lejárraga…

Militares: Catalina de Erauso, Amelia Robles Ávila, Sarah Emma Edmonds, Malinda Blalock, Jennie Irene Hodgers, Loretta Janeta Velásquez, Hannah Snell, Brita Nilsdotter, Sarah Rosetta Wakeman, Mary Read…

Periodistas: Isabelle Eberhardt…

Médicas: Enriqueta Fávez…

Músicas: Jeanine Baganier, Carrie
William Krogmann, Edith Borroff…

Matemáticas: Sophie Germain..

Estudiante de Derecho: Concepción Arenal.

 

Cambiar de vida sin cambiar de barrio

mayo 9, 2017 en Miradas invitadas

Neus Arqués (Barcelona, 1963). Soy escritora y analista digital. Me ocupo de la visibilidad porque creo que el talento que no se ve, se pierde. Me interesan en especial las mujeres y los escritores, dos colectivos aún poco visibles. He publicado tres novelas y seis ensayos, el último #Vive50. Vivo en www.neusarques.com y en @NeusArques.

Los cincuenta son los nuevos dieciocho. A los dieciocho te conviertes en mayor de edad; a los cincuenta, en mayor. Y como ya eres mayor, puedes hacer lo que quieras.

Me llamo Neus y he cumplido cincuenta años. En vez de una fiesta, tuve una crisis. El aniversario me pilló en horas bajas, bandeando el temporal de la recesión económica y de mis propias dudas. No sabía si continuar escribiendo; en realidad, no sabía muy bien qué hacer. Sin embargo, empujada por la convicción -tan fuerte como irracional- de que la vida hay que celebrarla, me puse en marcha.

Acudí a Docemiradas y compartí la pregunta: ¿a qué dedicaremos los diez mil días que, según la previsión demográfica, nos quedan? Si cuentas tu futuro en días, lo piensas con más cuidado. No hay tiempo que perder.

Esto fue lo que sucedió. En vez de congregar a mi gente en un restaurante a ritmo de los ochenta o escapar del invierno en un resort soleado, decidí vivir cincuenta experiencias singulares a lo largo de un año, insertándolas en mi vida cotidiana a presupuesto low-cost. Todas ellas responden a un mismo criterio: me llamaron la atención. Algunas las planifiqué. Otras me las planificaron. Otras, en fin, surgieron por casualidad o por causalidad.

Durante este año de gracia, en tu vida no existe el off-limits. Es cuestión de aprovecharlo. Propones a amigos y conocidos, a desconocidos incluso, los planes más peregrinos y los aceptan. Celebré mi aniversario con personas importantes para mí. A algunas las veo a menudo, a otras no las había visto en lustros; a otras, en fin, ni siquiera las conocía cuando comencé el experimento. Quedamos para recordar o, sencillamente, para divertirnos. A todas les pregunté lo mismo: ¿Crees que tu vida ya está diseñada o que tienes todavía margen para crearla? Doy por hecho que, salvo imprevistos, hemos gastado más de la mitad del tiempo concedido. Cincuenta años, ¿para qué?

También lo he celebrado sola. He diseccionado mi vida. La infancia y la amistad. El deseo y el cuerpo que cambia. Los amores perdidos y los sueños posibles. El dinero y el éxito. Vivir y escribir. La crisis y la patria. Los planetas y el universo. Estar vivo, en definitiva.

Somos la suma de las preguntas que nos hacemos. Yo empecé este proyecto planteándome si había invertido bien mi tiempo: ¿He hecho lo que quería? ¿He hecho lo que debía? Después, en una conversación de verano, otra mujer cambió la pregunta y, al hacerlo, lo cambió todo. Ahora la cuestión es ésta: ¿sigo o me paro?

Los cincuenta son una edad de transición. O te reencuentras o te reinventas. Escuchamos narrativas personales que comienzan con “Lo dejó todo y se fue a…”. Cambio de trayectoria. Cambio de pareja. Cambio de país. Frente al reset radical, prefiero la reinvención desde dentro.

Creo que se puede cambiar de vida sin cambiar de barrio. Es cuestión de enfoque y de prioridad. Los psicólogos sitúan en 21 días el umbral para que adquiramos un hábito. Y digo yo: Cuando te pasas 365 días haciendo lo que te llama la atención, ¿cómo va a haber vuelta atrás? Vivo instalada en mi Vive50 permanente.

Cada una de las experiencias vividas me ha llevado a una reflexión. Las he compilado en Vive 50, la autobiografía que he publicado a propósito de este particular experimento. No soy un ejemplo; soy un testimonio de una expedición vital que lleva por lema: “Confía y disfruta”.

Mi experiencia número 50 consistió en pasarle el relevo a Ester, dispuesta a celebrar su aniversario del mismo modo. Mi amiga se comprometió a su vez a pasar el testigo a otra mujer. Ese día se puso en marcha una cadena de vida, para animar a las mujeres de cincuenta a celebrar su talento y a hacerlo visible. Ester pasó el relevo a su amiga Lavinia, en Chile: tres mujeres y una cadena mundial que continúa.

Como escribió la poeta Muriel Rukeyser, “el universo no está hecho de átomos: está hecho de historias”. A los cincuenta, es tiempo de contar la nuestra.


Esto es Vive 50 en 50 palabras
En 2013 cumplí cincuenta años. En vez de una fiesta, tuve una crisis. Decidí enfrentarla celebrando cincuenta eventos a lo largo de un año y escribiéndolos. Me propongo animar a otras mujeres a celebrar la vida y espero que mi libro las acompañe en su propia aventura.

Sonia Sotomayor: mujeres en las élites

mayo 2, 2017 en Doce Miradas

Sonia Sotomayor es hoy una de las tres juezas del Tribunal Supremo de los Estados Unidos, compuesto, además, por otros seis hombres.

Sotomayor siempre ha sido una pionera en esto de ir rompiendo (a golpes de maza, en su caso) los techos de cristal, no solo para las mujeres, sino también para toda la población hispana de los USA.

Su nombre aparece casi siempre asociado al de Barack Obama. Haced la prueba: guglead a Sotomayor y en cualquier texto, no mucho más allá de la segunda frase, aparecerá que el expresidente la nombró jueza de la Corte Suprema. Como si necesitáramos esa tranquilidad. Como si tuviéramos la urgencia de afirmar que hay un hombre detrás, a quien, sin duda, se debe su ascenso. Como si los señores jueces, en cambio, hubieran ascendido solitos, cual Cristo a los cielos, sin que los nombrara nadie.

No es el único caso: hay más ejemplos de mujeres destacadas encadenadas a nombres masculinos. Me viene a la cabeza, por ejemplo, Hillary Clinton, pero hay muchas más y mejor me reservo este asunto para otro post.

Sonia Sotomayor
Foto: Wikimedia Commons

“Mi mundo adorado”

Sotomayor no lo tuvo fácil. No nació ya arriba, como los Kennedy o los Bush, clanes en los que, dicho sea de paso, solo han destacado los varones. Sotomayor nació en 1954 en el Bronx, que no es precisamente el barrio más distinguido de Nueva York, de madre y padre puertorriqueños. Su padre murió cuando la pequeña Sonia tenía ocho años; su madre se hizo cargo de ella y de Juan, el hermano menor.

A los diez años Sotomayor ya quería estudiar leyes, inspirada, según dice, por las novelas de la detective Nancy Drew y la serie de televisión Perry Mason. No dejo de asombrarme por la enorme incidencia que tiene la cultura popular en nuestras vidas, cultura en buena parte transmitida a través de la televisión. Por eso es tan importante cuidar y digerir bien sus contenidos.

Sotomayor se graduó en Derecho en la exclusiva Universidad de Princeton, donde años más tarde también se graduaría Michelle Obama, y se doctoró en Yale.

Luego trabajó como ayudante del fiscal de su distrito, más tarde en un bufete particular y en 1991 el presidente George H.W. Bush la nombró jueza de la corte del distrito sur de Nueva York. Así se convirtió en la primera jueza federal hispana del estado de Nueva York. También en la persona más joven que había ejercido tal cargo.

De ahí, en 2009, como hemos dicho, pasó al Tribunal Supremo, nombrada por Barack Obama y con el apoyo de los senadores y senadoras demócratas.

En 2013 publicó un libro de memorias, “My beloved world”, simultáneamente en inglés y en español (“Mi mundo adorado”).

 

Ni ellas se libran

Podríamos pensar que tanto Sotomayor como las otras dos señoras que están en lo más alto de la carrera judicial de los USA, en el exclusivo club de los nueve que es el Tribunal Supremo, habrían superado una invisible barrera que las dejara a salvo de los micromachismos que afrontamos el resto de las mujeres. Pues no. Si lo pensáramos nos equivocaríamos.

Según cuenta Soledad Gallego-Díaz en su columna de opinión Hombres y mujeres en el Supremo americano (El País, domingo 16 de abril de 2017), la web Quartz  el pasado 6 de abril daba noticia de un curioso estudio que demostraba que estas egregias señoras no se libran de ser constantemente interrumpidas por sus colegas varones en sus intervenciones públicas.

La Escuela de Derecho Pritzker, de la Universidad Northwestern ha investigado durante años los patrones de los discursos de los miembros del Tribunal Supremo y en su estudio ha  dedicado un apartado de 77 páginas a las interrupciones para analizarlas atendiendo al género, edad e ideología de los intervinientes y a la frecuencia con la que se producen. En el blog del Supremo tenéis un artículo más detallado sobre este estudio.

¿Y a qué conclusiones llega? Pues resulta que el género es el factor más determinante a la hora de interrumpir; concretamente, 30 veces más determinante que la edad, por ejemplo. Y en cuanto a la frecuencia, en las sesiones públicas del Tribunal de 2015 la más interrumpida fue Sotomayor (mujer, hispana y demócrata en un club de mayoría blanca, masculina y republicana), seguida por Ruth Bader y por Elena Kagan. Vaya sorpresa.

Por si las interrupciones resultaran poco exasperantes, las señoras magistradas también tienen que hacer frente a un constante mansplaining. De nuevo, la más afectada por el todolosabismo masculino es la jueza Sotomayor.

Tonja Jacobi y Dylan Schweers, autores del estudio, concluyen que no se trata de un simple problema de grosería o mala educación, sino de un modelo de comportamiento que tiene potenciales consecuencias legales, pues reduce la influencia y la importancia de las juristas mujeres, ya que quien sufre frecuentes interrupciones encuentra lógicamente más y mayores trabas y dificultades a la hora de exponer sus ideas o de formular preguntas.

 

Foto: Asun Martínez Ezketa @esaotra

 

La excepción y las oportunidades

Cuando en 2009 accedió a su cargo actual en la Corte Suprema americana, Sotomayor pronunció las palabras más acertadas que he leído jamás sobre la presencia de mujeres en las altas esferas. Dijo: ¨No soy excepcional. Simplemente he tenido oportunidades”.

Y ahí dio en clavo, en el maldito quid de la cuestión, que no es cuestión de talento, ni de enorme valía (que en algún caso sí será, ojo, claro que sí lo será), sino de posibilidad, de ocasión, de poder hacer, de poder transitar por espacios con puertas abiertas y techos resquebrajados que dejen ver el cielo.

Porque decir lo contrario, afirmar que ascienden quienes valen, es dar por hecho que las mujeres valemos menos. Y no. No, no y no.