¿Nos atacan los zombis?
02/07/2013 en Doce Miradas por María Puente
Sigo en tensión y con el corazón en un puño la serie The walking dead. Eso quiere decir, entre otras cosas, que he visto cientos de maneras de matar ‘caminantes’, que es como llaman a los zombis en la serie. También he visto morir a personajes de los que me había encariñado. Vamos, que he sufrido lo mío. Pero pese a la sucesión de secuencias aterradoras vistas hasta el momento, hay una que se me ha quedado impresa en la retina y no he conseguido olvidar. ¿Alguna masacre? De eso nada.
Para quienes no sepan de qué va la serie, baste decir que se trata de una distopía que nos sitúa en un mundo invadido por zombis. Los supervivientes luchan sin descanso por mantenerse con vida. Nuestro grupo protagonista ha levantado un campamento a las afueras de Atlanta y debe organizarse y tratar de convivir en esas condiciones extremas, en un mundo sin estados, sin leyes, sin derechos.
¿Te imaginas cuál es la escena aterradora que no he logrado olvidar? Pertenece al capítulo 3 de la primera temporada. A primera vista podría parecer uno de los momentos más relajados de la serie: cuatro mujeres charlan junto al lago mientras lavan la ropa de todo el campamento. Junto a ellas, uno de los hombres del grupo y un niño intentan pescar, más como un juego que otra cosa, mientras ríen y se echan agua mutuamente. Detrás, el marido de una de ellas las observa sin hacer nada.
Jacqui
Estoy empezando a cuestionarme el reparto de tareas.
¿Podéis explicarme por qué las mujeres trabajan siempre como negras? (ella es negra)
Amy
¿No te has enterado? El mundo se ha acabado.
Carol
Así son las cosas
Cómo echo de menos mi lavadora
Andrea
Yo mi Mercedes, con GPS
Continúan así evocando el recuerdo de la cafetera, el ordenador, el móvil, el vibrador… Esto último les hace reír a todas y el hombre que las observa, marido de una de ellas, un maltratador, les reprende por no estar atentas al trabajo. Todo degenera en un episodio de maltrato hacia su mujer.
Da miedo, ¿no? Y no me refiero al maltrato, que por supuesto, sino a lo que sucede justo antes. Es cierto que se trata de ficción apocalíptica (¿o no?), pero bien podría ser una metáfora de situaciones mucho más cercanas que se producen cuando desaparece o mengua la protección de los estados y las leyes: catástrofes naturales, revueltas políticas o, sin irnos a otros continentes ni a países en vías de desarrollo o casos extraordinarios en los que el propio estado atenta contra la mujer, la actual crisis económica. ¿Puede ser la invasión zombi una metáfora de la crisis? ¿Puede tener esa escena algo que ver con el paisaje que se está dibujando para las mujeres?
En febrero pasado, la comisión de Derechos de la Mujer e Igualdad de Género del Parlamento Europeo aprobó un informe en el que se analizaba el impacto de la crisis en las mujeres y en las políticas de igualdad. Según dicho informe, el paro y los recortes del Estado de bienestar están afectando en mayor medida a las mujeres. Me viene a la mente esa ‘ley de dependencia’ que ha quedado un poco en el limbo de las leyes por falta de recursos. Provocará sufrimiento a mujeres y hombres, pero no me cabe ninguna duda de que suplir esas carencias recaerá fundamentalmente sobre las mujeres, dado el rol de cuidadoras que la sociedad nos asigna por sistema. ¿Vas viendo cierto parecido con la invasión zombi?
La economista Carmen Castro, especializada en políticas europeas de género, advertía el pasado 10 de junio, en un debate en la Unibersitat de Valencia, de la involución social provocada por la crisis y de la intensificación de la carga de trabajo de las mujeres, como consecuencia de las políticas de austeridad. Castro alerta también del aumento de la brecha salarial entre mujeres y hombres, algo en lo que coincide Ernesto Poveda, director del informe Diferencias retributivas entre sexos, elaborado por la escuela de negocios EADA, que sitúa en un 17% la diferencia entre los sueldos de hombres y mujeres. Rtve.es se hacía eco de este informe bajo el demoledor título La crisis fulmina a la mitad de las mujeres directivas en España. Y no es para menos. Según dicho informe, el número de mujeres que ocupan puestos directivos ha pasado de un 19,5% en 2008 a un 10,3% en enero de 2013.
Produce cierto alivio la propuesta de blindar la igualdad de sexos en la Constitución, anunciada por Rubalcaba el mes pasado. Aunque si algo hemos aprendido con esta crisis es precisamente que no existen las vidas blindadas, ni los derechos blindados –al Pacto de Toledo me remito–, salvo quizás para ciertos políticos, directivos de banca y profesionales del fútbol de élite.
Hay motivos para preocuparse. Ya los había antes de la crisis, pero se han agravado. No me olvido de que los hombres también están padeciendo esta depresión económica –el desplome en el sector de la construcción les afecta en mayor medida y de forma más directa–, pero las mujeres en esto del sufrimiento siempre acarreamos un plus. Al menos padecemos los recortes por partida doble, según señala la catedrática de Economía Aplicada en la Universidad Complutense de Madrid, Cecilia Castaño. Primero de forma directa porque el personal de los sectores más afectados por los recortes –educación, sanidad y servicios sociales– es mayoritariamente femenino. Y después de forma indirecta, por lo que mencionaba antes sobre la merma de la asistencia social que abocará y está abocando ya a muchas mujeres a desempeñar el rol de cuidadoras. En relación a la violencia machista, la crisis también se ha dejado notar en el aumento de casos y el descenso de denuncias.
Creo que esa escena de las mujeres lavando la ropa de todo el campamento en el lago me resulta tan aterradora porque no me parece tan de ficción apocalíptica, sino de thriller doméstico cotidiano. Sin embargo, últimamente tengo la percepción de que mucha gente, mujeres incluidas, considera que luchar por la igualdad de derechos y oportunidades entre ambos sexos es cosa del pasado. Que aquello quedó superado hace tiempo y que sólo resta disfrutar de lo conseguido. Sería un gran paso si todas esas personas reconsideraran su balda de asuntos resueltos. Los logros son importantes, sí, pero todavía falta mucho para alcanzar la igualdad y más, si damos por bueno este panorama de involución. El informe presentado este pasado mes de junio por el sociólogo de la Universidad de Deusto, Javier Elzo, corroboraba algo que muchos sospechábamos ya:”Tenemos jóvenes machistas para rato”.
Todos los días hay invasiones zombis en los hogares, en las calles y en las empresas. No me gustaría terminar en el lago lavando la ropa de todo el campamento, la verdad. Por eso conviene prestar atención a todos los indicios que nos están avisando de que existe un retroceso en la igualdad entre mujeres y hombres. La posición de la mujer es todavía frágil y vulnerable ante los cambios negativos de índole política, social o económica. Por eso debemos velar por lo conseguido, consolidarlo, y seguir avanzando. Avanzando juntos, porque esto nos incumbe a hombres y mujeres. Por eso creo que podemos relajarnos lo justo no sea que… perdón, lo siento, debo acabar aquí el post porque se acerca un grupo de ‘caminantes’ a menos cuarto. No importa, como cualquier fan de la serie, sé lo que hay que hacer.















Pasaron los años, muchos, cuando otra tarde de sábado me tropecé con «Cine de Barrio» y con «Sor Citroen». Llena de una añoranza estrambótica por el tiempo pasado y vivido, me puse a ver la película de la que sólo recordaba a Gracita Morales, su coche y el título. Y cuál fue mi sorpresa cuando me encontré con una escena que me dejó pegada al sofá porque no me lo podía creer: la monja iba pidiendo por las casas una ayuda para el colegio de huérfanos cuando abre la puerta una morena de 30 años, guapa y voluptuosa… y con un ojo morado. Gracita Morales, con esa voz aguda que le caracterizaba, le pregunta qué le había pasado a lo que la mujer contesta «hermana, haga algo. Mi marido es muy celoso y me pega». Y la monja, haciéndose eco del sentir mayoritario de la época, le reprocha «es que tú siempre fuiste una casquivana y una atrevida. No mires a otros hombres y pórtate mejor con tu marido» (la frase no es exacta, mi memoria no da para tanto, pero sí transcribe literalmente el sentido de lo dicho). De esto han pasado unos cuantos años y aún no me he repuesto. Pero, y aunque me lo pide el cuerpo harta ya de tanta muerte, de tanto dolor y de tanta rabia, hoy no voy a hablar de violencia machista, de asesinos y de asesinadas. De víctimas y de verdugos. Eso lo dejo, con vuestro permiso, para otro día.
Parece que todos, mujeres y hombres, tenemos ya nuestro papel en el gran teatro, ¿no? (Gracias por esta oportunidad que me han concedido…). Las mujeres podemos hoy día acceder allí donde queramos (soy algo cándida, lo sé), así que es comprensible que sean muchos quienes opinan que tras el voto y la incorporación masiva a la universidad y al mercado laboral, es sólo cuestión de tiempo que acabemos con las desigualdades a la hora de compartir turno de micrófono. Al menos en la parte privilegiada del mundo. “Tengan paciencia que todo se andará”, dicen. “Dejen que organicen manos más rápidas”, digo yo. 
Las fuerzas que se suman para el bien no se suman, se multiplican.
Hace un tiempo, al finalizar un seminario sobre análisis de género en la publicidad y la información, me coloqué esas gafas maravillosas que empoderan repentinamente a las mujeres que han aprendido a mirar: son las gafas violetas. Se mimetizan con tus ojos y no hay forma ya de desprenderse de ellas. El lenguaje sexista, las actitudes machistas se muestran en color fosforito en todos los aspectos de la vida. Hemos aprendido a detectar la desigualdad y ese logro condicionará ya para siempre nuestra visión del mundo.



