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Leer con perspectiva

01/10/2013 en Miradas invitadas por Doce Miradas

CarolinaCarolina León es periodista especializada en temas culturales. Codirige el podcast sobre libros “¿Quieres hacer el favor de leer esto, por favor?”. Ha colaborado en medios como Go Magazine, Calle 20, Qué Leer, Notodo.com, Cultura/s de La Vanguardia y escribe crítica de libros en el blog Estado Crítico. Su blog: Carolink Fingers.

Las que creemos que “todo es política” estábamos acostumbradas a tenernos por un poco locas. Pero el relato cultural ha cambiado un tanto, y aquél de “la política se hace en las instituciones” está cada vez más roto. Películas, series, cómics, novelas: no hay narrativa inocente, digo a menudo. Algunas no podemos dejar de ver, mirar, leer y analizar productos culturales superponiendo el filtro del análisis político y, más concretamente, la perspectiva de género.

Aún cuando el texto en sí no se presente como militante o antagonista, la ficción ejerce la función expresa de definir imaginariamente lo posible. Una ficción se fundamenta en modelos, estereotipos y constructos, y también los crea. La forma en la que hablan los personajes, la forma en la que interactúan entre sí, los roles que ejercen en función de su género (en contra o a favor de la norma): todas esas pequeñas cosas crean un universo de posibilidades.

Corin TelladoUna novela de Corín Tellado (qué ejemplo tan socorrido) es transmisora de una serie de ritos y formas de relación, de valores y estereotipos sobre lo que las personas son y, en especial, sobre lo que los géneros han de ser. Lo que sucede es que Tellado –y casi toda la novela ‘mainstream’- escribe a favor de la norma. La lectura con perspectiva de género es una clase especial de lectura política, una que sirve para revelar esos moldes, que se esconden sibilinos como la propaganda lo hace en los medios de comunicación.

¿Debe ser siempre el héroe un personaje masculino? ¿Deben los femeninos estar constantemente acosados por el desamor, hacer de comparsas amantes o, en su defecto, mantenerse en los roles de cuidadoras? ¿Hay manera de que, dentro de los límites de la novela realista, una ficción contravenga la norma? Todo esto me vino de nuevo al pensamiento enfrentada a una de las últimas novelas que ha conseguido atraparme. Un lectura imprescindible entre las publicadas este año: la más reciente de Rafael Chirbes, En la orilla (Anagrama, 2013).

En la orilla traza una fábula desde la crisis actual (parte en el año 2010) ambientada en un pueblo costero (inventado) de la Comunidad Valenciana. El personaje protagonista, Esteban, se ha metido en negocios con un promotor, ha intentado jugar al pelotazo del ladrillo, la cosa ha salido mal y lo ha perdido todo. Desde la voz de este setentón, se recorren siete u ocho décadas de la historia de España. Parte de las experiencias de su padre como perdedor de la guerra civil, la afasia posterior, la vida en un taller de carpintería heredado ocultando sus auténticos deseos y aspiraciones, y pasa por los años del desarrollismo y la primera juventud (de Esteban y sus hermanos), la transición y su larga siesta, la indiferencia del narrador con respecto a las luchas políticas de sus mayores, y su intento de subirse al carro de los ganadores… Alrededor, una pléyade de personajes que interactúa a lo largo de los años en las reducidas esquinas de Olba, en sus bares sobre todo, con el carpintero conductor de la narración, y que ilustran los diversos tipos de acción-reacción a la supuesta abundancia, la máquina de hacer dinero a todo trapo y la estratificación social que produce (o posibilita) el desenfrenado ‘boom’ de la construcción.

Hay mucho más dentro de En la orilla, que no me toca desentrañar aquí. Es, sí diré, una de las pocas novelas en las que se describe el momento social que estamos viviendo, escrita desde un aquí y ahora con enorme desencanto, aportando la perspectiva de un perdedor que, como tantos otros, pensó que por una vez podía ganar, y donde se refleja el entramado psicosocial que amparó esta crisis (estafa).

A pesar de las declaraciones del propio autor, esta novela está muy por encima de la media en cuanto a “compromiso político”, entre lo que se publica hoy en nuestro país.

Pero ¿qué pasa con la lectura de género? Que me desconcertaba terriblemente. El libro me lo recomendó un amigo que, supongo, se identificaba más o menos con la voz narradora. Yo no pude, y estoy entrenada en cientos de lecturas monopolizadas por voces masculinas. Durante un par de cientos de páginas no pude encontrar a un solo personaje femenino que tuviese voz propia. Desde la narración de Esteban, aparecen mujeres: varias prostitutas, por las carreteras y en los baldíos que dejaba el desinflado ladrillazo; la madre del personaje, con pocos matices; su amor de juventud, que lo deja pronto para buscarse a un candidato mejor (y bregar hacia lo alto)… Y la empleada: una mujer colombiana con la que conversa, que cuida a su padre enfermo y se ocupa de cocina y casa, a la que trata de “hija” y a la que profesa un deseo inconfeso.

Las mujeres que oímos aparecen siempre a través de su filtro, o lo hacen en breves episodios de estilo “monólogo interior”, con un peso más que relativo en la trama. Los auténticos conductores de la historia son, aparte del propio Esteban, la camarilla de hombres con los que conversa y juega a las cartas en el bar. Salvo por el caso de Liliana, la “chacha”.

Dije en una conversación –cuando llevaba la mitad del libro- que no cumplía el ‘test de Bechdel’ . No se trata de que este test, que se ha hecho muy popular entre los análisis feministas, sea un cedazo infalible. Se trata de una herramienta bastante sencilla, mínima, para revisar si una ficción está representando de una forma medianamente justa a las mujeres. Como decía arriba, las voces de mujer aparecen bien mediadas por el narrador, o bien con un papel discreto y tangencial. Son comparsas, elementos decorativos, objetos de la idealización, del amor o el odio del que conduce el relato. Sus caracterizaciones están cargadas de toda la estereotipación que se espera de un hombre de unos setenta años.

Los hombres dominan el discurso, como casi siempre. Pero el test, al correr las páginas, puede que sí lo cumpla, con uno de los mejores fragmentos del libro. No quiero destripar nada, pero tuve que llegar casi al colofón para comprobar que: dos mujeres hablan entre sí. Tienen nombre. Hablan de hombres –sus hombres- pero también de otras muchas cosas: emigración, dinero, familia, soledad, desamparo, supervivencia.

Y, pensándolo, sí, es “normal” que Rafael Chirbes ponga su trama en boca de un hombre.

Lo habitual es que las novelas no cumplan con ofrecer mujeres con carisma, con centralidad, o con roles distintos de los asignados tradicionalmente. En la orilla tampoco: las mujeres existen, a lo largo de sus cuatrocientas páginas, en posiciones completamente subalternas.

Pero mientras leía me di cuenta de que debía ser así. Que el relato del expolio, la burbuja, la crisis y el ‘sálvese-quien-pueda’ posterior es de ley que se cuente en clave “macho”. El atracón de euros, la explotación capitalista, el oportunismo de los que supieron estar a pie de contrata o de malversación… Ésta es una trama con vocación realista, y por tanto debía destilar clasismo, racismo y machismo rampantes. Si, en el plano real, algún sujeto que no encajara en la clase dominante se ha beneficiado de esa “burbuja”, ha sido a costa de jugar en los códigos de esa clase –como esposa, como prostituta de lujo…-.

Por eso es coherente que la única que se aúpa a cierto grado de “agencia” sea la cuidadora, la migrante, la otra, que habla desde su propia explotación y desde su propio intento de salvarse, que pensó que venía a un lugar medianamente justo -a un país de las oportunidades-, a dar un futuro diferente a su familia.

Visto desde la mesa de juego, en esta crisis las mujeres no tuvimos un papel distinto del sexo o el cuidado –naturalizado o privatizado, tanto da. No hay modo de que una novela realista de este momento, contada por los propios jugadores de la ruleta, tenga la más mínima relación de igualdad de sexos. O, si lo hay, quizá no corresponde a Chirbes escribirla.

En la orilla pantanosaLo que no obsta para que analicemos qué son y qué enuncian las novelas contemporáneas, también ésta. A estas alturas de siglo, no es normal que un autor no dé voz a los personajes femeninos en sus ficciones, página tras página, a veces a lo largo de docenas de títulos. Es del todo anormal que, si revisamos una lista de “ficciones más vendidas”, nos encontremos con un minúsculo porcentaje de mujeres protagonistas y, lo que es más doloroso, un porcentaje aún menor de personajes femeninos que logren escaparse de los roles tradicionales de esposas, madres o novias-florero. Ésa es la dieta habitual de la lectora de narraciones contemporáneas.

Y es una dieta que suele dejarnos insatisfechas.

“Lo personal es político”, decían las feministas de los setenta, y “todo es política”, decimos ahora. Este sentimiento de incomodidad que me nacía en la lectura se terminó de diluir, al comprender que la realidad no es justa y sus cronistas no nos deben justicia en ese ámbito. A los escritores y a las novelistas se les debe exigir, sí, que se salgan de los relatos del poder, de lo predicho, y desde luego que intenten ponerse en la piel de otras personas, también mujeres. En la orilla se podría haber escrito con otra relación del papel de los géneros. Pero Chirbes ha tenido la valentía, nada frecuente, de ofrecer unas cuantas páginas a esa mujer: no una que tuviese una relación de igualdad con los hombres del ladrillazo, sino la que sostenía sus vidas.

Vale que una novela no cambia el mundo, pero sí que nos cambia a unos y a otras. Como lectoras, estamos obligadas a insistir en esa lectura con perspectiva de género, la que revela los moldes que estructuran una ficción; y es también la que muestra el engranaje que subyace cuando un escritor nos deja escaparnos -un poco- o nos encasilla por puro gusto. Así que, por supuesto, persistiremos en ella, aunque estemos “un poco locas”.

44 hombres y 2 mujeres. ¿Otra vez?

24/09/2013 en Doce Miradas por Doce Miradas

Hoy tenemos un test con doce preguntas para ti. Por favor, responde “sí” o “no».

  1. ¿Conoces a alguna profesional que sea física, matemática, química, periodista, humorista, ingeniera, investigadora, abogada?
  2. ¿Dirías que las mujeres son menos capaces que los hombres o peores comunicadoras en público?
  3. ¿Crees que los eventos deben ser respetuosos en cuanto a la diversidad, incluida la de género, entre sus ponentes?
  4. ¿Dirías que un evento multidisciplinar como Naukas 13, con 44 hombres y 2 mujeres, es un justo reflejo de la realidad laboral?
  5. ¿Piensas que un evento que concede repetidamente cerca del 95% de su espacio a ponentes masculinos tiene amplio camino para la mejora?
  6. ¿Crees que, en general, las personas aspiramos a convertirnos en aquello que vemos y conocemos?
  7. ¿Dirías que mostrar referentes femeninos en todos los campos es importante para avanzar en materia de igualdad?
  8. ¿Crees que es papel de las instituciones públicas favorecer políticas y programas que fomenten la igualdad entre las personas?
  9. ¿Coincides en que, por coherencia, las instituciones no deberían entonces subvencionar eventos que silencian a las mujeres?
  10. ¿Opinas que Naukas 13 tendría que haber contado en su programa con una presencia femenina más próxima a la realidad del ámbito profesional?
  11. ¿Piensas que las injusticias se corrigen solas?
  12. Y para terminar, ¿crees que podrías ayudarnos a asegurar que el cambio llegue a futuras ediciones de éste y otros eventos?

¿Tus respuestas suman unos 9 síes y 3 noes? Entonces compartimos perspectiva.

¿Nos ayudas a que otras personas se hagan estas mismas preguntas? Por favor, opina, difunde, comenta, comparte… (#SoploVa  #Naukas13). Y muchas gracias por soplar.

 

Desprogramando el identikit en espacios de papel

17/09/2013 en Doce Miradas por Arantxa Sainz de Murieta

Los mejores relatos son los que cuentan historias de verdad y, como historia real, la de la mujer no deja de asombrarnos, día sí y día también. En una ocasión escuché a Eduardo Galeano hablar sobre el “identikit” y me rechifló el palabro que podría definir, en este caso, la forma en la que mujeres y hombres nos relacionamos, los imaginarios sociales, los códigos de programación y los ámbitos para los que parece que estemos desprogramadas, unas y otros.

Hablemos pues de esas relaciones de poder entre mujeres y hombres en las que lo masculino se define por la dominación, y se vende con la musculatura, y lo femenino se define por la subordinación y se vende con la cirugía.

En este blog –aplaudo a mis compañeras- ya hemos tratado el ámbito de lo privado y de lo público como lógicas opuestas; lo público, arrebatado a la mujer, se configura como la esfera de la valía social, de la intelectualidad, de lo racionalidad y la autonomía; lo privado, se construye como el lugar para el cuidado de niños, mayores y enfermos, el reino de lo irrelevante y el símbolo del NO reconocimiento. En este marco, se dibuja una mujer incapaz de controlar sus emociones y, por tanto, carente de los atributos necesarios para lograr la racionalidad, la imparcialidad y la autonomía necesaria para la participación en la esfera pública.

Es de entender que mujeres que han llegado a ocupar puestos de máxima responsabilidad –imposible que no afloren apellidos como Thatcher o Merkel- se afanen en mostrar su perfil más masculino ligado a la rigidez, la frialdad y, si me lo permiten, la mala leche. Sin embargo, fíjense en dirigentes masculinos –cualquiera de ellos- esforzándose por demostrar su lado más tierno, siempre protectores y atentos con sus mujeres e hijas. Curioso asunto.

post doce miradas

El identikit se consolida en la necesidad de mantener un orden dentro del sistema productivo. Para mantener la cadena productiva, con mano de obra masculina, fue necesaria una cobertura gratuita del trabajo doméstico y del cuidado familiar procurado por la mujer. Una mujer que se ocupaba de gobernar a su marido, su casa y su familia, mientras que el hombre se convertía en el proveedor de recursos económicos. Cada uno a lo suyo, al código no había que tocarle ni un punto ni una coma.

Esa misma necesidad productiva -segunda derivada- empuja a la mujer fuera del hogar cuando el mercado demanda un incremento de mano de obra para acelerar el circuito. La mujer se incorpora al mercado laboral ocupando los peores puestos y con salarios inferiores a los de sus compañeros. Esta situación se mantiene a día de hoy y se evidencia en el estudio “Determinantes de la brecha salarial de género” publicado por el Ministerio de Sanidad, Servicios Sociales e igualdad. Este estudio revela que:

  • Las mujeres cobran menos que los hombres en cualquier circunstancia o característica personal, laboral, geográfica o empresarial.
  • La brecha salarial es mayor si se mide por rendimiento (41,3%) que por ganancia media por hora (19,3%).

Continuando en la misma lógica de mercado y la consolidación del identikit, la tercera derivada cae por su propio peso: en situación de crisis económica aguda, como es la actual, ese mismo modelo se ensaña especialmente con la mujer que regresa de nuevo a las labores domésticas. En esas estamos.

Me tranquiliza mucho la certeza de que el inconformismo de muchas personas –mujeres y hombres- hace que una sociedad avance. Y queda mucho por hacer porque estamos ante un desesperante slow-movement. ¿Han cambiado las cosas? La respuesta es SI, aunque con muchos matices. La mujer ocupa ciertos espacios tradicionalmente relacionados con roles masculinos y el hombre cada vez está más presente en los espacios femeninos. ¿Espacios de papel?

Admitiendo que la publicidad es un buen termómetro para medir la evolución de una sociedad, resulta desolador fijarse en los comerciales que presentan a hombres en espacios considerados femeninos -en la cocina, ocupándose de la limpieza del hogar o bañando a sus hijos-. El hombre, que se muestra inteligente, hábil y decidido en su rol público, aparece ridiculizado cuando se relaciona con el trabajo doméstico. Ella se desenvuelve estupendamente, actúa, dirige y gobierna porque es su espacio y está programada para hacerlo. Él acepta las regañinas de su compañera.

Así nos han educado, así nos han programado y modificar ese código es una tarea bien complicada. Las personas que hacemos la reflexión ideológica y nos esforzamos en construir un nuevo relato de la realidad cotidiana, vivimos en una gran contradicción: hackeamos el código para transformar conductas o, por lo menos, para cuestionarlas; pero el código es tozudo y se empeña por volver a la rutina inicial. Y es que, las actuaciones que van en contra de las convenciones sociales no son fáciles de asumir.

Debatir, llegar a acuerdos o plantear alternativas son tareas constructivas y esperanzadoras. Lo decepcionante es ver silenciado el debate en base a sentencias como “esto es algo natural en las mujeres”, “es que los chicos son egoístas por naturaleza”, “es lo normal, las cosas son así y siempre han sido así”. Esta interpretación colectiva es la que nos lleva a NO hacernos preguntas, porque la pregunta conlleva salir de nuestra zona de confort.

Así de fácil se perpetúa el imaginario social que sustenta sociedades desiguales e injustas. Basta con no hacerse preguntas.

Como cierre a este post, no puedo menos que compartir un vídeo –breve y revelador- que recoge un experimento psicológico sobre el modo en que tratamos a los bebés en función de su sexo. Una mirada hacia la construcción del identikit en espacios de papel, rosa o azul.

Mujeres e ingeniería: ¿somos lo que jugamos?

10/09/2013 en Doce Miradas por Lorena Fernández

Tal y como reza mi biografía de Doce Miradas, un día decidí que quería ser ingeniera informática, lo que me hizo pasar a formar parte de inmediato de un grupo poco poblado: el de las mujeres que trabajan con tecnología. Si en las aulas éramos ya minoría, cuando terminamos la carrera y tocó dilucidar nuestro futuro, esa minoría se decantó por la consultoría, dejando otros campos como la programación o la administración de sistemas, casi desiertos. Como siempre me han gustado los retos, yo me incliné por esto último. Para las personas que no sepáis en qué consiste, diré superficialmente que hay que lidiar con servidores, cables de red y conjuros en líneas de comandos sobre pantallas negras. Por supuesto, en mi primer trabajo, era la única (y primera) mujer en ese puesto. De hecho, así lo corroboré un día que había que revisar las tomas de un armario de red, tarea que ya había hecho en numerosas ocasiones. Pero en ésta, la ubicación del armario de red fue lo que me dejó perpleja: alguien lo había colocado dentro del cuarto de baño de caballeros de la empresa, pensando que jamás le iba a tocar la tarea a una mujer. Con un compañero de avanzadilla comprobando que estaba vacío, pude finalmente hacer mi labor. Ahora bien, no os explicaré la cara de mi familia al contar qué había hecho ese día. Creo que “He pasado la mañana con mi compañero en el baño de los chicos” no era la respuesta que esperaban.

Y esta extraña relación entre mujer y tecnología, ¿a qué se debe? Como siempre, podemos encontrar dos teorías: una genética y otra social. Y como yo no considero que mis genes sean nada del otro mundo, entenderéis rápido por cuál me decanto. Porque si os preguntara ahora qué imagen os habéis formado en la cabeza al describir mi trabajo de administradora de sistemas, apostaría a que no era la de una mujer. De eso va todo: de imaginarios. Imaginarios que mamamos desde una edad muy temprana. Revisando las estadísticas de colegios, a las chicas se nos dan bien las matemáticas. ¿Por qué entonces luego no damos el paso hacia la ingeniería, donde la base son precisamente las matemáticas?

Imagen de She++

Imagen de She++

Quizás debamos retroceder más y echar un vistazo a los juguetes con los que se entretienen nuestros pequeños para ir identificando qué condicionamientos culturales reciben. Y ojo, que el sesgo, consciente o inconsciente, lo tenemos tanto hombres como mujeres. Cuando llega la campaña navideña, a muchas personas se les ponen los pelos como escarpias por el bombardeo de anuncios de juguetes. A otras se nos ponen, de manera adicional, por el tratamiento sexista de los mismos, que consolidan roles tradicionales de género. Es raro encontrar uno en el que niños salgan con Barbies y niñas montando circuitos eléctricos. El Observatorio Andaluz de la Publicidad No Sexista elabora desde hace seis años un informe analizando la campaña. El de 2012 arrojaba los siguientes datos:

  • El 66,84% de la publicidad sobre juegos y juguetes estudiados contiene tratamiento sexista. Aumenta en 3 puntos porcentuales respecto a los dos años anteriores.
  • Respecto a los rasgos sexistas detectados en la publicidad estudiada, el 87,79% de los anuncios promueven modelos que consolidan pautas tradicionalmente fijadas para cada uno de los géneros. En cambio, aumentan hasta el 12,21% los anuncios que potencian estándares de belleza considerados como sinónimo de éxito. Un año más, el 100% de esta publicidad se dirige a las chicas.

Eso me recuerda una anécdota que nos contaba Pilar en una de nuestras reuniones de Doce Miradas. Sus hijas querían apuntarse al CampTecnológico, un proyecto educativo que persigue despertar el interés de los más jóvenes por la ciencia, la tecnología, la ingeniería y las matemáticas. Pero tras navegar por su página web y ver todo imágenes de niños, le dijeron que ya no querían, que eso «era cosa de chicos».

A Debbie Sterling, una ingeniera formada en Stanford, le pasó esto mismo durante su infancia. La ingeniería le intimidaba y pensaba que era para chicos. Luego descubrió que solo el 11% de los ingenieros del mundo son mujeres y que las niñas pierden el interés por la tecnología a los 8 años. Así que se puso manos a la obra para crear una línea de juguetes que despertara la pasión por la ingeniería en las niñas, lanzando el proyecto por Kickstarter para recaudar fondos y poner su negocio en marcha. Estos juguetes incorporan un personaje con un rol femenino para que las niñas se puedan identificar y tener un espejo en el que mirarse un tanto diferente del espejo que nos muestra la publicidad.

Pero no toda la culpa la tiene esa publicidad. Por supuesto, nosotros somos también muy responsables de perpetuar esos imaginarios. Porque salirse de lo socialmente establecido es complicado, y no nos gusta verles sufrir al ser “diferentes”. Y si intentamos hacerlo, nos encontramos con que durante esas edades, la influencia que ejercen sus pares es muy importante. La presión de un parque o un patio de colegio es difícil de neutralizar.

Las grandes empresas tecnológicas también están preocupadas con el bajo número de ingenieras que hay, así que van lanzando sus propias iniciativas. Es el caso de BlackBerry, que mediante BlackBerry Scholars Program, quiere inspirar a mujeres de todo el mundo para entrar en el campo de las ciencias, la tecnología, la ingeniería y las matemáticas, mediante becas universitarias. O también Twitter, que se ha puesto a trabajar con el proyecto Girls who code, que busca acercar a las mujeres las competencias para hacer programas informáticos. En IBM tienen montados unos grupos de apoyo al desarrollo de las mujeres en el ámbito de la tecnología y son las propias trabajadoras de IBM las que dan charlas en institutos contando su experiencia. ¿Pero no es ya tarde manejando el dato que dábamos anteriormente de que las niñas pierden el interés por la tecnología a los 8 años?

Os dejo, por último, con un documental hecho por un grupo de trabajo de Stanford altamente recomendable, she++:

Pero antes de despedirme, seguro que os preguntáis a qué jugaba yo durante mi infancia. Mi juguete favorito fue un Meccano (por supuesto, no era mio sino de mis primos). De ahí salté a destripar todo artilugio que dejaban mis padres a mi alcance con el consiguiente desfase de piezas al final de la reconstrucción. Sin embargo, si algo eché en falta fue un espejo en el que mirarme. Ser la excepción que confirma la regla no siempre es cómodo. Así que os dejo con la pregunta ¿somos lo que jugamos? Y en caso afirmativo, ¿tienen nuestras niñas imaginarios que les inviten a caminar hacia el mundo de la ingeniería?

Soy un fraude

03/09/2013 en Doce Miradas por May Serrano

Imagen de Julia Serrano

Imagen de Julia Serrano

Un auténtico fraude. Llevo más de 15 días intentando escribir este post. Le doy vueltas al título, al enfoque, tomo notas de frases de películas, releo lo que han escrito mis compañeras. No hay manera. El folio sigue intacto.

Pruebo con el papel. Me compro libreta nueva. Un buen bolígrafo de los que no se paran, me siento en silencio y nada.

Mil pensamientos paralizan mi mano. No arranco. Decido tomar nota de todos estos pensamientos paralizantes para poder observarlos:

  1. Lo voy a hacer mal.
  2. Comparado con lo que han escrito las demás el mío va a ser una mierda.
  3. No tengo autoridad para hablar de este tema.
  4. Soy un fraude.
  5. No sé nada sobre machismo.
  6. No sé teoría feminista.
  7. No tengo referencias cinematográficas.
  8. No puedo poner mil citas.
  9. Mi estilo es muy simplón.
  10. No puedo.
  11. No tengo nada que contar.
  12. Soy peor que las demás.

Se repiten en mi cabeza sin solución de continuidad, estoy paralizada, quieta, en silencio. Invisible.

Si esta lista me la diera una amiga parecida a mí podría rebatirla punto por punto y demostrarle que no es cierto pero, como es mi lista, me creo a pies juntillas todas y cada una de las palabras que he escrito.

Respiro, la miro y se me abren los ojos de par en par: he encontrado mi propio techo de cristal.

¿Cuántas veces me he quedado sin hacer algo pensando que no soy suficiente? ¿Es esto algo común entre nosotras? ¿Le pasa a más mujeres?

¿Cuántas de nosotras tenemos una voz interna replicando que estamos fuera de lugar, que este no es el camino, que “calladita más bonita”?

Me pregunto cuántas veces me he quedado callada cuando he querido hablar, cuántas he cedido la palabra, cuántas veces me he dejado representar por otro. Las niñas educadas se están quietecitas y calladitas. Son los hombres los que hablan, deciden, los que saben.

Hago memoria, en casi todas las reuniones son los hombres los primeros en dar un paso al frente a la hora de presentarse a liderar un grupo. Delegados de clase, militantes de partidos, jefes de grupo… ¿Cuántas veces he oído “no quiero dar la nota”? ¿Cuántas veces preferimos que sea otro el que dé la cara? ¿Cuántas veces hemos pedido disculpas por brillar demasiado? Muchas.

En un grupo mixto nosotras replegamos nuestras armas, dejamos brillar al compañero. Creemos que no somos importantes, que lo que hacemos lo hace cualquiera, llevamos siglos haciendo el trabajo invisible y ahora nos cuesta dar la cara.

La mismísima María Moliner, que tejió su diccionario mientras zurcía calcetines en su casa, cuando fue propuesta en 1972 para ocupar el sillón vacante de La Real Academia de la Lengua que finalmente obtuvo Emilio Alarcos Llorach dijo: «Sí, mi biografía es muy escueta en cuanto a que mi único mérito es mi diccionario. Es decir, yo no tengo ninguna obra que se pueda añadir a esa para hacer una larga lista que contribuya a acreditar mi entrada en la Academia (…) Mi obra es limpiamente el diccionario». Y añadía: «Desde luego es una cosa indicada que un filósofo -por Emilio Alarcos- entre en la Academia y yo ya me echo fuera, pero si ese diccionario lo hubiera escrito un hombre, diría, ‘Pero y ese hombre, ¿cómo no está en la Academia?'».

Conozco a muchas mujeres maravillosas que hacen trabajos asombrosos y que permanecen en la oscuridad del anonimato. Creo firmemente que aunque arrastramos siglos de Historia, es el momento de romper cadenas y dar la cara. De afrontar nuestros miedos, escribir listas de “peros” inventados y lanzarnos al ruedo.

Creo que es el momento de darnos permiso para exponernos y meter la pata, y decir lo que pensamos y gritar bien fuerte que sabemos y que podemos.

Creo que es la hora de no pedir permiso, de no esperar nuestro turno, de ser bocachanclas descaradas. De ser unas frescas que se cuelan, cogen el micro y dicen de una vez lo que piensan.

Colorín colorado

30/07/2013 en Doce Miradas por Pilar Kaltzada

Imagen de Harry Scheihing (CC by-nc-sa)

Imagen de Harry Scheihing (CC by-nc-sa)

El ritual era sencillo: un cuento para acerar el sueño infantil, y antes de apagar la luz, una canción, siempre la misma canción: “Duerme, duerme, Negrito”. Cantábamos sin la voz de Mercedes Sosa (¡qué más quisiera!), y cambiando al pequeño “mobila” por una niñita negra. Esta canción feminizada se convirtió en nuestro sortilegio. Un día, mis hijas escucharon la versión original, y sorprendidas me preguntaron si aquel otro negrito era hermano de nuestra niña.

Por lo que sé sobre la historia de esta canción, bien podría haber estado dedicada a una niña, pero no ocurre lo mismo con otras historias que se nos han colado en el mundo imaginario hasta hacerse muy reales. Creo que muchas de esas historias están en el sustrato del suelo pegajoso por el que nos movemos muchas mujeres y muchos hombres (releed a Begoña si os parece), y por eso, he querido dedicarle esta mirada a la construcción de imaginarios infantiles, un tema que por su trascendencia y mi querencia, me preocupa mucho. Allá voy.

Si os ha tocado enfrentaros a esta hora de los cuentos, sabréis qué difícil es encontrar historias edificantes que llevarse a la boca. No es cuestión de mero placer estético: las palabras crean realidades, y las palabra contadas a niños y niñas pueden ayudarnos a moldear una nueva realidad, más igualitaria, menos desigual. Los libros que traje desde mi infancia contenían un catálogo de hermosas princesas de vestidos imposibles, ñoñas y débiles, de apuestos príncipes, también algo alelados, de madrastras insoportables y mezquinas, guapas a rabiar y malas de solemnidad, entre otras lindezas. Opté entonces por buscar en la biblioteca de nuestro pueblo, y encontré una colección deliciosa en euskara «… Eta Zer?«, en la que autores y autoras vuelcan su ingenio para describir historias reales, vistas desde la supuesta «anormalidad»: niños y niñas gordas, miopes, retoños de familias homosexuales y parejas heterosexuales separadas, niños a los que no les gusta el fútbol y juegan con muñecas… Y cuando agoté ese filón, pasé a inventarme historias a mi gusto. Conté y escribí cuentos de niñas adoptadas que investigan sobre sus ojos rasgados, madres trabajadoras histéricas que por las noches están agotadas, padres maravillosos que trabajan en casa y son inventores de cometas que vuelan en el pasillo, etc.

Si os interesa haceros con más historias, os recomiendo “Mujeres que corren con lobos”, de Clarissa Pinkola, que ha realizado una estupenda recuperación de cuentos de todo el mundo, y ha deshojado las sucesivas capas que escondían el papel central de las mujeres.
 
Pero pronto aprendí que las mañanas son otra cosa bien distinta. Por las mañanas, la radio nos habla de las conversaciones “a alto nivel” entre los mandatarios de no sé qué países, hombres en una apabullante mayoría. O nos cuentan sobre la reunión del Consejo Asesor de algún Presidente, hombre él, hombres también los asesores.

Consejo Asesor
 
Las mujeres de los cuentos y canciones de la noche no aparecen por las mañanas. En mi entorno laboral más directo, es mayoritaria y sangrante la proporción de hombres que deciden qué deben hacer las y los demás. No termino de entender en qué momento del camino se apearon de la carrera profesional pública tantas excelentes alumnas universitarias (están en las encuestas pero no en los equipos directivos), o las esforzadas compañeras de trabajo que he conocido en diferentes lugares, o las brillantes mujeres con las que cruzo mensajes y comparto proyectos (éste, Doce Miradas, es uno de los pocos lugares donde las he reencontrado). ¿Cuántas mujeres hay en el Ibex35? ¿Cuántas científicas conoces, cuántas matemáticas, cuántas comandantes de avión, pescadoras de altura? Y si las conoces, porque las hay a montones, ¿cuántas veces no has pensado al verlas “mira, qué curioso, una mujer en tal sitio”?

Nací mujer hace casi 43 años, pero no entendí el sentido final de las diferencias de género hasta que miré con otros ojos los cuentos con los que quería dormir a mis hijas. Ni tan siquiera en los años de otras militancias sociales (ecologismo, antimilitarismo, culturas, internacionalismo…) fui capaz de aprehender el sentido final de la desigualdad, tal vez porque en todos aquellos otros campos dimos por hecho (equivocadamente) que una cosa nos llevaría a la otra. El tiempo me ha demostrado que no suelen ocurrir estas carambolas, y que la igualdad es, en origen, el producto de una chispa de conciencia que se enciende en privado, y sólo con el tesón diario, podemos hacer que se propague.

Voy llegando al lugar en el que quiero poner los ojos para esta primera “mirada”. Me pregunto: ¿Dónde nos hemos equivocado? ¿Qué hemos hecho mal, o insuficientemente bien? Nuestra generación de mujeres venía con ciertas reivindicaciones de serie, pero no hemos sido capaces de acelerar el cambio. Observo a mis hijas, y a los amigos y amigas de mis hijas, y lo que veo no me gusta en absoluto. En el patio del colegio, ellos acaparan el centro del campo, con su balones y voceríos, mientras ellas caminan por los laterales, unas con otras, contándose “sus cosas”, perpetuando la división y la diferencia, observándose por el rabillo del ojo, sin buscarse para aprender. Son seguidoras de personajes de ficción que deberían arder en las hogueras de la educación igualitaria, y que repiten, paso por paso, los estereotipos que durante tantas noches quisimos apartar de nuestras realidades a través de cuentos que nos inventamos. Así vayan vestidas de vampiresas, esos personajes de hoy siendo las “Mujercitas” de antes, las princesas de los cuentos que descarté como lectura recomendable.

Mujercitas
 
Javier Elzo advertía hace unos meses sobre el escaso avance que, en términos generales, han experimentado las y los jóvenes en materia de igualdad de trato, respeto y aceptación. Mientras la sociedad sea machista, decía, los jóvenes lo seguirán siendo también, hoy y dentro de muchos años. Inquietante. Y muy triste. Cuando estoy a punto de tirar la toalla, suelo visitar el blog de Ianire Estébanez, un compendio de sentido común y argumentos que, sorprendentemente, todavía tenemos que manejar a estas alturas. Leo las cosas tan sensatas que dice y algo se me mueve dentro.
 
Durante muchos años me consolé pensando que la transformación estaba a punto de llegar. Había llegado a un mundo incompleto y mutilado, pero podía hacerlo cambiar. Un mundo en el que las mujeres tenían que pedir permiso a sus maridos (o a su padre si no estaba casada la infeliz) para poder salir al extranjero, donde los “Tesoritos de la Casa” seguían siendo el modelo. En aquel tiempo pensaba que mi esfuerzo puertas adentro sería suficiente para cambiar las microdesigualdades y todo lo que las rodea. Hoy no estoy tan segura.
 
Vuelvo a la pregunta que me ronda por la cabeza: ¿qué hemos hecho mal, o insuficientemente bien? Por una parte, creo que no medimos bien las fuerzas y nos volcamos, casi de forma exclusiva, en conseguir la igualdad formal. Tal vez pensamos que se trataba de logros sucesivos, y que tras ésta llegaría, de forma natural e imparable, la igualdad de trazo fino, la que ocurre en cada casa y en cada mente. Hoy en día, la corrección política ha avanzado, y los mínimos legales están, supuestamente, garantizados. Ciertamente, ocurre lo contrario en muchas ocasiones, pero reconozco el gigantesco paso que hemos dado en pos de la igualdad formal.

La desigualdad que me preocupa es un movimiento mucho más sutil, casi silente. Está en el subsuelo de la sociedad que acepta, a regañadientes en muchas ocasiones, prácticas que garantizan la igualdad formal, pero que se asienta en valores y actitudes muy alejadas de ésta. Y me preocupa porque no la entiendo, porque no termino de encontrar ni un único culpable, ni una única víctima.

Y aquí no se libra nadie. Yo misma soy consciente de que contribuyo muchas veces a perpetuar los estereotipos con mis actitudes, tanto en el plano laboral como en el familiar. Ser coherente es agotador, me digo, y al cabo del día repito rasgos de los roles que de forma consciente, me afano en destruir. Y si me doy cuenta, busco alguna excusa, y a otra cosa, mariposa. Estoy segura de que esto mismo ocurre también a muchos hombres.

¿Podemos hacer algo más? Yo creo que sí, y si me lo permitís, voy a dar algunas pistas que, con un poco de suerte, pueden resultar útiles. Mi insuficiente formación en este campo (mis teorías beben directamente de los cuentos infantiles, recordad) me llevará a meter la pata, sin duda, pero acepto las críticas con buen talante. Dicho queda.
 
En primer lugar, creo que debemos dejar de mirar sólo hacia “la sociedad” pidiéndole cuentas. Yo no conozco a “la sociedad”, no me cruzo con “la sociedad” en el metro, no sé dónde trabaja, ni qué series de televisión ve. Mientras apelemos en exclusiva a la “sociedad” seguiremos estando en el bucle diabólico que nos da la coartada perfecta para librarnos de la responsabilidad individual. Ese ser amorfo y omnipotente que todo lo puede cambiar, la sociedad, no es nada más allá de ti y de mí.
 
En segundo lugar, necesitamos hablar más, escribir más, leer más, debatir mucho más sobre la visión del mundo igualitario que queremos construir, porque no es ni evidente ni homogénea. Debates abiertos, sin líneas rojas, aquí, en los entornos laborales, en las familias, y mucho, mucho más, en los medios de comunicación. Un debate que nos permita entender para acercarnos. Muchos hombres se sienten cómodos en este grado de igualdad formal, y motivos no les faltan. También muchas mujeres consideran que este estadio de la igualdad es la estación final en la que todas nos bajamos gustosamente. Con ellos y con ellas deberemos acordar nuevos pasos, porque para otras muchas personas, el trayecto no ha hecho más que empezar.
 
Y en tercer lugar, tenemos que construir un nuevo relato de la igualdad, del feminismo, de la responsabilidad, de la libertad individual y colectiva, porque los que venimos manejando en estas últimas décadas están ya un tanto viejitos y desconectados de las aspiraciones actuales. Se nos han pasado de moda las palabras, tal y como en este blog hemos leído en muchas ocasiones. Cuando nos preguntan si hoy en día tiene sentido hablar de feminismo, mi intuición me dice que unas y otros estamos hablando de un mismo término, sí, pero de muy diferentes significados. Unos piensan en las sufragistas, y otras muchas pensamos, simplemente, en los valores de futuro que queremos empezar a construir antes de que sea demasiado tarde.

Cambiar una vocal en las estrofas de aquella canción, “duerme, Negrita” nos ayudó a mis hijas y a mí a dibujar una realidad distinta, y crecimos sintiéndonos cercanas a esa niña que vive oculta tras una vocal acaparadora. Creo en la fuerza de las palabras, y creo mucho más aún en los hombres y las mujeres que las pronuncian saboreando el mundo que llevan implícito.
 
Fantástica tarea la de crear una nueva realidad, por mucho que cueste levantarla, sílaba a sílaba. No se me ocurre ningún trabajo más emocionante, y por el lugar que ocupamos en la historia reciente, creo que nos toca hacerlo: somos un puente que conecta el mundo que ya no existe con el que todavía no ha nacido.

Y como cerramos por vacaciones con este post, os dejo con una canción de cuna. Podéis cambiarla todo lo que os apetezca, faltaría más.

Manos a esta obra. Porque “colorín, colorado… este cuento, aún no ha acabado”.

Entre el techo y el suelo hay alguien

23/07/2013 en Doce Miradas por Begoña Marañón

Aprender primero a mirar

Antes de ir directamente al objeto de mi reflexión, quisiera comentar que uno de los principales aprendizajes que me está aportando formar parte de Doce Miradas es preguntarme de forma más habitual, con mayor curiosidad y contundencia, por qué nos pasa lo que nos pasa a las mujeres, y a qué se debe todo el catálogo de despropósitos que venimos padeciendo desde hace siglos.

Digamos que hasta ahora, como a tantas otras mujeres (y a algunos hombres también, todo hay que decirlo) me llamaban enormemente la atención ciertas conductas, me horrorizaban las tremendas noticias de violencia de género, y me molestaban las grandes ausencias de mujeres en la esfera pública… Digamos que pasaban los hechos ante mí, los veía y los reconocía, pero que pasaba pronto a dirigir la mirada hacia la siguiente tarea; siempre tantas y tan diversas.

Imagen de Jon Artetxe

Imagen de Jon Artetxe

Pero ahora he aprendido a detenerme, a mirar dos veces. Ahora he aprendido a ver. Y últimamente, cuanto más miro y más veo, más me asusto. Porque antes, con una primera mirada no siempre veía la profundidad o el significado de determinadas cuestiones. Digamos que tenía la mirada anestesiada. Ahora en cambio, de repente, no sé si porque yo también he probado esas gafas que empoderan repentinamente a las mujeres o porque formar parte de este proyecto me hace ser más activa, pero ahora veo mucho mejor. De cerca y también de lejos. Vamos, que veo muy bien lo cerca que estamos de continuar siendo invisibles y veo, mejor todavía, lo lejos que estamos de que el mundo se mire más con ojos de mujer.

Pero antes de centrarme, quisiera poner sólo un pequeño ejemplo más de esta necesidad de mirar dos veces. Recientemente asistí a un acto del ámbito de la educación y, ante un foro de padres y madres -alumnos y alumnas de bachiller-, me percaté de que los seis representantes del centro educativo en la mesa presidencial eran varones. Con el elevado número de profesoras que hay en el centro, llamó mi atención esta escasez de tacto y sentido común. Pero claro, sabemos y asumimos que en lo más institucional, el papel del hombre en el rol de mando predomina sobre el rol de la mujer, que toma protagonismo cuando ya se reparten los diplomas y el acto es más lúdico, menos formal.

Seguramente no hubo mala intención, pero así salió. No sé cuánta gente se dio cuenta, pero a mí me llamó la atención. Porque estoy aprendiendo a mirar dos veces. Aquella escena no representa la realidad y la escuela debería tener especial cuidado en esto. Como afirma Mª Elena Simón en el programa coeducativo para la prevención de la violencia contra las mujeres “la escuela no es creadora de desigualdad, pero la alimenta, la hace crecer y la reproduce por inercia”. Y éste es precisamente uno de los grandes problemas de esta sociedad: la inercia en muchos ámbitos de la vida y la inercia para asistir al permanente teatro de los estereotipos de género que tanta discriminación suponen para nosotras. Acabemos entonces con la inercia que admite de forma contemplativa, como si fuera natural, lo que de ninguna manera debe serlo.

Al hilo de los estereotipos, según la investigadora de la Universidad de Deusto, Leire Gartzia “desde que nacemos, todo lo que nos rodea va condicionando nuestras elecciones y decisiones, nuestros gustos, aficiones, nuestra forma de ser y forma de comportarnos. Crecemos en un contexto social determinado en donde, al tiempo que adquirimos los conocimientos, aprendemos las reglas y los valores que, en cada momento, la sociedad, nuestra familia, nuestro entorno cultural, etc. establece como más adecuados. Así, poco a poco, vamos interiorizando los roles y modelos que van configurando nuestra manera de ser y se van interiorizando las reglas del juego y las normas que la sociedad espera que cumplan las mujeres y los hombres. Este proceso de socialización hace diferentes a hombres y mujeres no solamente por una cuestión biológica (sexo), sino también del papel a jugar en la sociedad, lo que da lugar a estereotipos de género. Estos estereotipos hacen referencia a las ideas y creencias compartidas dentro de una cultura, sobre cómo son y se comportan las mujeres y los hombres. Estas creencias, que se refieren a las características y habilidades típicas de los hombres y las mujeres, condicionan el comportamiento de unos y otras en diferentes situaciones”.

“¿Quién ha erigido al hombre en único juez si la mujer comparte con él el don de la razón?” Mary Wollstonecraft

“Nuestra propia invisibilidad significa encontrar por fin el camino hacia la visibilidad”. Mitsuye Yamada

Comienza el espectáculo

Lo cierto es que, como afirma F. Javier González Martín en “El fin del mito masculino”, los prejuicios o juicios prematuros sobre la mujer, como no están basados en hechos objetivos, se convierten en estereotipos que se simplifican y generalizan demasiado. Entre esos estereotipos imaginados, pero consolidados en la mayoría de las culturas, están las expectativas sobre el rol femenino; es decir, lo que pensamos sobre sus capacidades y lo que suponen los hombres que deben hacer las mujeres. Y me permito añadir, lo que entienden las mujeres que pueden y deben hacer ellas mismas.

Este gran falso teatro de los estereotipos levanta el telón en muchos casos en el ámbito familiar, donde las mujeres siguen padeciendo un trato desigual y discriminatorio respecto a la crianza, al cuidado de las personas y a las tareas domésticas. Vamos, que no hay reparto equilibrado que valga, aunque cada vez se habla más de la corresponsabilidad de mujeres y hombres en todas las tareas, responsabilidades y espacios de la vida. Como afirma Elena Simón en el mismo informe “el padre suele tomar la casa como lugar de descanso y la madre, como lugar de trabajo”. Y como aprendemos más de lo que vemos que de lo que nos cuentan, se van trasladando así a hombres y mujeres esos perversos roles que dan forman a la identidad masculina y a la femenina.

Porque, dicho de otra manera, recoger la mesa ha sido y es mayoritariamente cosa de ellas, porque la crianza de los hijos no es compartida, porque no hay más que ver las reuniones de los colegios, porque ellas pueden salir del trabajo a las cinco de la tarde para acudir al pediatra, pero ellos, no siempre; porque no todos conocen el funcionamiento de ese aparato denominado aspirador y aspiran, más que otra cosa, a otros escenarios que tengan que ver con el poder y, en definitiva, con su identidad masculina, tal como la han entendido.

Y ya estamos dando forma, sin quererlo o queriéndolo (pues de todo hay), a ese rol provisor con el que se identifica mayoritariamente al hombre; es decir, él tiene la capacidad y la responsabilidad de ganar dinero para cubrir las necesidades económicas de la familia, mientras que el llamado rol expresivo queda reservado para ella, que es la que tiene la capacidad de relacionarse y de ocuparse de las necesidades de las personas, hijas e hijos incluidos, y de todas esas otras distracciones que nos ponen por delante. Y, para completar el juego, ahora repartimos unas cuantas dosis de rol paternal para él y de rol maternal para ella, y nos va quedando una función teatral de despropósitos y consecuencias fácilmente reconocibles.

En los últimos años, todo este panorama ha ido cambiando y conviven modelos mucho más tradicionales, como los referidos anteriormente, con otros en los que hombre y mujer tienen los roles tan entrelazados como intercambiados, de tal forma que ella no se identifica con el aspirador, porque tampoco hace falta, y él domina con maestría la lavadora, los deberes de los hijos y el calendario de las actividades extraescolares.

Así y todo, creo que es necesario forzar estos estereotipos que todavía nos rodean, para ver de qué manera van dejando huella en nuestras vidas. Es verdad que no debemos distraernos con la lavadora, las extraescolares y otros asuntos (bien relevantes, por cierto), sino que debemos profundizar más para llegar a un auténtico equilibrio.

Continúa la función

Este camino de desigualdades, de roles aprendidos por repetición desde hace siglos, nace y se hace a menudo en el ámbito privado; es decir, el doméstico, familiar y relacional, tiene desviaciones y cruces que entran y salen por la escuela, los espacios socioculturales y de ocio y llega hasta las universidades, para llevarnos, sin apenas darnos cuenta, a la casilla-trampa final: el campo laboral, cívico y social donde tan estruendosamente se manifiesta.

Porque vivimos en una sociedad tan machista que, citando a Rosa Regás en el prólogo del citado libro de F. J. González, “permite sin ningún rubor que la remuneración por el trabajo de la mujer sea inferior a la del mismo trabajo efectuado por el hombre, que sigan estando en manos de los hombres los honores y las prebendas, igual que los puestos de rango y los cargos, que a su vez eligen a otros hombres en una cadena de machismo a la que no se le ve el último eslabón”. Añade F. J. González que es necesaria una exploración de las sucesivas capas culturales, religiosas, políticas e históricas, en busca de alguna razón que nos permita entender por qué un grupo de humanos, los varones, han tratado a otro grupo, las mujeres, con tanta indiferencia y superioridad durante tanto tiempo. Es por eso que la lectura de este libro, que tan oportunamente me ha permitido completar mi reflexión, resulta absolutamente recomendable.

Porque conviene tener en cuenta esa pesada mochila con la que caminan las mujeres y con la que han salido y salen al mundo laboral, al mundo de la empresa, de los negocios, donde se consagra y se perpetúa el orden patriarcal, para entender por qué las mujeres son privadas de acceder mayoritariamente a los puestos de dirección, por qué ocupan un segundo plano en la escena en la que el varón es el protagonista y por qué queda mucho por hacer para alcanzar una igualdad real, por mucho que ya gocemos de una igualdad legal.

“Estamos tan educadas para no tener poder, que, cuando lo conseguimos, disimulamos.” Begoña San José

Atrapadas. La escena final

Pero queda todavía la escena final de esta no tan imaginaria obra. Cuando, en el mejor de los casos, la mujer decide dedicarse a su carrera profesional, centrar sus esfuerzos y dejarse la piel con la expectativa de ir mejorando su posición, se encuentra con obstáculos y trabas invisibles, relacionadas con las construcciones sociales de la feminidad y de la masculinidad. Se encuentra con que, en realidad, está atrapada entre un suelo pegajoso y el techo de cristal. Es decir, se encuentra con que, por un lado, está atrapada entre las multitareas que la encierran en el cuidado maternal, doméstico, conyugal y otros tantos cuidados que impiden su salida, su realización profesional y su avance y, por otro, el techo de cristal en forma de barrera que pocos ven, aunque las mujeres percibimos como un techo de acero que igualmente nos impide avanzar. Y en palabras de Dulce Chacón, “acostumbrarse es morir”.

La guerra de los roles

16/07/2013 en Doce Miradas por Amaia López de Munain

Creer en la igualdad de oportunidades depende fundamentalmente de una misma. Lo complicado de la labor consiste en cómo hacer ver a los demás la autosuficiencia de la que disponemos. Para ello no hay mejor camino que demostrar, pero ¿por qué tenemos las mujeres que estar continuamente probando nuestras capacidades ante los demás?

Soy mujer y me dedico a la cobertura de conflictos bélicos, y siempre he pensado que los más complicados son los personales, aquellos que no se dan en una zona de guerra, aquellos que se producen en el entorno familiar y social. Muchas veces nos vemos obligadas a salir al paso de aquello que la sociedad nos cuestiona: «Con esa vida que llevas, será imposible mantener una relación estable…», «¿Qué hay de los hijos? Algún día querrás ser madre, tendrás que dejar tu trabajo…».

A lo largo de estos años, he trabajado con cientos de hombres, compañeros a los que jamás he escuchado que se les pregunte si quieren ser padres, novios, maridos, o qué harán cuando decidan formar una familia. El rol de la mujer sigue siendo, sin embargo, el mismo, aquel que obliga a decidir entre ella y los demás. Curiosamente la mayoría de las preguntas siempre han venido por parte de mujeres, por ello en ocasiones pienso hasta qué punto no somos nosotras mismas quienes ponemos barreras.

No me siento más o menos realizada por no tener hijos, tampoco creo que ésa sea mi misión. La única en la que creo es en la de conseguir ser feliz en un mundo empeñado en que no lo seamos; difícil tarea, pero os aseguro que hay instantes en los que se puede paladear. Y en ello estamos.

Hace un tiempo, una compañera de Sky News, Alex Crawford, decía: «Sólo espero ser un modelo para mis hijas». Esas declaraciones las ofreció mientras cubría la revolución libia desde el frontline. Como Alex Crawford y otras tantas mujeres que un día apostamos por librar nuestra propia batalla en zonas de guerra, poco a poco hemos conseguido hacernos un hueco en una sociedad informativa generalmente masculinizada y especialmente, en un contexto complicado como es la cobertura de conflictos. Hemos sabido demostrar que ser mujer y visitar morgues, compartir días y semanas con rebeldes, esquivar morteros, y utilizar teléfonos satélites, entre otras cosas, no es cuestión de la cantidad de testosterona que uno tenga, si no de la capacidad y responsabilidad que uno disponga.

Karen Marón, compañera de guerras dice: » No hay nadie como una mujer para entender y contar el dolor de las víctimas», y quizá tenga razón, pero también añadiría que nadie como una mujer para convertirse en moneda de cambio o en trofeo dentro de un contexto bélico.

Foto ©VollDamm

Foto ©VollDamm

Hay veces en las que no vale sólo con demostrar, tenemos que convertirnos en «uno» más y eso nos hace perder la perspectiva de lo que realmente somos y queremos.

Recuerdo leer una entrevista a Antonio María Ávila, Director de la Federación del Gremio de Editores de España, en la que se hablaba del aumento del índice de lectura femenina etc. y en ella saltaba una frase que me escocía en los ojos: “las mujeres son conscientes de que para triunfar profesionalmente, y en la vida en general, todavía deben demostrar su valía».

Y efectivamente, somos conscientes, al igual que el género masculino sabe que lo somos y por ello quizá hoy en día se nos sigue exigiendo más, porque saben que haremos lo posible por encontrar el hueco que buscamos. Y en ocasiones eso asusta. No se trata de arrebatar posiciones, se trata de igualar y de aplicar medidas similares para ambos géneros. No se trata de demostrar, se trata de respetar la libertad que como personas, independientemente del sexo, tenemos por derecho. No soy más que tú, pero tampoco menos.

Las mujeres llevamos a cabo una labor de incorporación al mercado laboral intensa, abocada a demostrar continuamente nuestra valía y ello procurando no desatender nuestra «función» impuesta de ser madre, esposa, novia, hija, ama de casa… y aunque la expresión resulte desagradable, es como si se esperara de nosotras eso del «dos al precio de una».

La exigencia social de todo ello no la marca exclusivamente el hombre, también nosotras somos culpables y somos quienes primero lanzamos la crítica. Así que nadie crea que escribo para culpabilizar o martirizar a un determinado género, mientras haya mujeres que crean que si una mujer por ejemplo, fuma o se toma una cerveza, «es porque somos tan infelices con nuestras vidas que nuestro deseo de incorporarnos a los roles masculinos y adoptar sus costumbres acabará por matarnos», tal y como declaró en una conferencia una doctora brasileña, estamos listas. Imagino que la doctora se expresaría dentro de su preocupación por nuestra salud, que debiera ser generalizada porque si un cigarro me mata a mí no me mata más por ser mujer. Pero hay que empezar a desterrar ese tipo de expresiones y para ello hay que empezar por no establecer diferencias. Ardua labor que nos atañe a todos.

 

Historia de la primera mujer bala

12/07/2013 en Miradas invisibles por Doce Miradas

Os dejamos hoy una historia de una mujer anónima de vida apasionante que nos ha gustado. Perfecta para inaugurar la sección de «Miradas invisibles». Su autora, Ana Fernández.

En días como estos en que los obituarios se llenan de muertes de personajes más o menos ilustres pueden pasar desapercibidas las ausencias de otras figuras que con menos ruido nos han dejado también. Y si uno encuentra tiempo para dejarse enredar en los hilos de las redes sociales y en los entresijos de las páginas que habitualmente consulta, se puede llevar sorpresas que no esperaba. Como encontrar vidas de superación que bien podrían ser el guión de una película. Es el caso de la mujer de esta foto. Se llamaba Marina.

El titular del artículo me atrajo de golpe la atención: «La artillera del hombre bala». Y es que, de clase acomodada con 20 años y por amor a un malabarista, esta mujer dejó su vida burguesa en Igualada, para sobrevivir en primer lugar y como tantos otros, a las penurias de la guerra civil con un marido preso en un campo de concentración y más tarde a los avatares de la vida que cada uno elige llevar, en su caso la que ella eligió fue la del circo. Se convirtió en la primera mujer bala, animó a su marido a salir del país y volar con sus trastos circenses en pequeños artefactos que no podían siquiera denominarse avionetas, para llegar a destinos que pocos españoles de su época podrían haber señalado con el dedo en un mapa mundi. En lugares como Madagascar, Las Antillas ofrecían su espectáculo, mientras se convertía en madre, por cuatro veces y enseñaba a sus hijos a leer y a escribir en los carromatos. Vieron cómo los animales del circo morían por el frío de Japón, cómo un tifón arrasaba su circo en China. Y llegó el peor momento cuando su marido, hombre bala igualmente, se partió la columna en un espectáculo. De todos esos avatares sus hijos hacen un breve resumen: ·”mi madre nos cuidó como una loba a su manada”. Su vida reúne muchos más momentos de superación y lucha, pero he querido reflejar sólo algunos de ellos.

Con permiso de la gran Pilar Jericó y recordando su libro «Héroes cotidianos» al leer la vida de esta barcelonesa fallecida días pasados con 93 años, he pensado una vez más en que, sin darnos cuenta estamos continuamente rodeados de gente con una gran fortaleza, con la capacidad suficiente de regenerarse y de tomar las riendas de la vida bajo el impulso de una fuerza viva que cada uno encuentra en su interior. Que cada uno debe encontrar en su interior. Porque eso es lo que nos hace ser sobrevivientes. En el caso de Marina, dicen que su luz fue el amor, el amor a su marido y luego a sus hijos. En una época como la actual, de crisis, de necesidad y de pesimismo, en que la oscuridad atenaza de manera continua a la luz, es cuando más se hace necesario que busquemos qué es lo que nos ilumina interiormente a seguir con nuestros objetivos y que lo tengamos siempre presente para que en definitiva se nos haga más fácil y hasta atrayente pasear por los caminos de la vida.

Nota/ Imagen Circo Raluy

Mujeres con nombre que hablan de sus cosas y otros desafíos

09/07/2013 en Doce Miradas por Maria Ptqk

Parece que sin darnos cuenta hemos iniciado en este blog un debate sobre la presencia de las mujeres en las obras de ficción. He querido comentar varias veces, se me ha hecho tarde, han llegado más comentarios, he cambiado mis respuestas y se me ha hecho tarde otra vez, ha llegado el post siguiente. Estos son algunos de los “favoritos” que tengo siempre a mano en el navegador mental cuando se trata de este tema, junto con otros nuevos, añadidos recientemente a la lista.

El primero es el Bechdel Test. Lo cito siempre que puedo y sobre todo cada vez que un varón cercano, con el que comparto muchos visionados, me viene con el cuento de “Te va a gustar, los personajes femeninos son súper potentes…”. Hhhhhmm, veamos. El Bechdel Test analiza la brecha de género en el cine (o en cualquier obra de ficción) con tres sencillas preguntas. Sólo si se contesta positivamente a las tres se puede considerar que las mujeres tienen en esa obra una posición no-accesoria. No significa que la obra sea “feminista”, sólo indica que las mujeres no cumplen en ella un papel meramente instrumental. Estas preguntas son:

1. ¿Aparecen al menos dos mujeres?
2. ¿Tienen nombre?
3. ¿Hablan entre ellas de algo que no sea un hombre?

Parece sencillo, ¿verdad? Pues el resultado es demoledor, mirad este vídeo (está en inglés, pero se entiende igual).

Debe de haber unas cuantas toneladas de ensayos que explican por qué ocurre esto, pero todos ellos se pueden resumir en una sola idea: el Gran Relato de la Humanidad no nos pertenece. Laurie Penny, colaboradora de opinión de The New Statesman, dice al respecto: “Los hombres crecen esperando ser los héroes de su propia historia. Las mujeres, sin embargo, crecemos esperando ser la actriz secundaria de la historia de los demás”.

Penny considera que esto es una forma de “fracaso de la narrativa”, en referencia a la imposibilidad (o siendo optimistas, digamos mejor: la dificultad) de crear ficciones centradas en la experiencia de las mujeres. No hablamos de películas de chicas. Hablamos de relatos con vocación de universalidad en los que la moraleja (todos los relatos, tontos o sofisticados, tienen una) o, en lenguaje más técnico, el arco narrativo, se organice en torno a un personaje mujer. Y que, pese a ser mujer, no sea un fetiche, una idea, una abstracción, sino un personaje complejo, matizado, con escala de grises, contradicciones y una vida interior. Es la escasez de este tipo de personajes lo que pone de manifiesto el Bechdel Test. Penny continúa:

 “[Cuando era más joven] empecé a rebelarme contra la idea de ser un personaje en la historia de otra persona; quería escribir mi propia historia. Pero la escritura es un tipo de magia y ya sabemos lo que les pasa a las mujeres que fabrican sus propios hechizos”.

Hace unos días, Autumn Whitefield-Madrano escribía en su columna de The New Inquiry lo siguiente, a propósito del escándalo de la vigilancia estadounidense: “Empecé a preguntarme si la razón por la que las actividades de la NSA (Agencia Nacional de Seguridad) no me provocaban una molestia visceral es que tengo asumido que, por defecto, en mi vida cotidiana siempre estoy siendo observada. Observada, mirada, vigilada… Bienvenidos, caballeros, a lo que es ser una mujer.”

Whitefield aclara, para lectores de mala fe, que no quiere restar importancia a las acciones de la administración estadounidense; pero sí dejar constancia de que la experiencia de la libertad no es la misma para todos. A nosotras nos ha tocado vivirla siempre en versión un poco más edulcorada. Interiorizar esos límites, hacerlos tuyos hasta que ya no los ves, forma parte del aprendizaje de ser mujer. No es psicología de suplemento dominical, es teoría de la construcción de la mirada. Whitefield continúa su artículo citando a John Berger en Ways of Seeing (Maneras de Mirar), una lectura obligatoria en historia del arte y filosofía de la estética. Berger, en absoluto sospechoso de inclinaciones feministas, afirma:

“Una mujer debe constantemente vigilarse. Mientras atraviesa una habitación o llora en un funeral, difícilmente puede evitar verse a sí misma andando o llorando. Desde la infancia, se le ha enseñado a vigilarse constantemente. Los hombres miran a las mujeres. Las mujeres se ven a sí mismas siendo miradas. Esto determina, no solo la relación de las mujeres con los hombres, sino la relación de las mujeres consigo mismas. El vigilante interior de la mujer es un hombre. De esta manera, la mujer se convierte a sí misma en un objeto, y en concreto en un objeto de la mirada: se convierte en una visión”.

Un ejemplo de lo que les ocurre a las chicas que se rebelan y deciden no encarnar esa visión ajena, lo hemos visto recientemente con el episodio más comentado de la historia de Girls, la serie de la HBO escrita, dirigida y protagonizada por Lena Dunham (por la que ha recibido, entre otros galardones, tres Emmys, dos de ellos a mejor dirección y mejor guión de serie cómica). Es el capítulo 5 de la 2ª temporada, éste es un fotograma.

Girls

Para quien no conozca la serie, hay que adelantar que Dunham enseña las tetas siempre que puede, el culo también, y ya en la primera temporada la habíamos visto numerosas veces en bragas, en posturas nada favorecedoras. Pero aquí va demasiado lejos, y no sólo porque supera su propio récord de minutos-desnuda-en-serie-de-televisión-sin-venir-a-cuento. Es que está así en compañía de un apuesto cuarentón (interpretado por Patrick Wilson) al que se acaba de ligar y se folla alegremente durante todo el día. También juega con él al ping-pong, moviendo con entusiasmo su culo gordo y sus tetas enanas, y le pide que le practique sexo oral como si le estuviera diciendo con la boca llena: pásame el salero. [Insisto en lo de culo gordo y tetas enanas porque estamos en una serie de televisión, donde se aplican las normas de las series de televisión. El cuerpo de Dunham habría sido muy bello en la Florencia renacentista, seguro, pero en este contexto pertenece a las categorías: gordo, feo, etc. y eso es lo bonito].

El capítulo recibió comentarios como:

“Dunham es maleducada, egocéntrica, sexualmente egoísta y desafiantemente poco atractiva”.

“¿Qué tipo de hombre se merece una mujer como ella?” “Me sentí atrapado por mi rechazo a aceptar la propuesta central”.

«¿Cómo es posible que una mujer así consiga un hombre como ése? ¿Soy demasiado estrecho de mente si me paraliza la idea de que esta fantasía va demasiado lejos y [ATENCIÓN, QUE VIENE CURVA] no puedo evitar pensar en cómo es la pareja de Patrick Wilson en la vida real?”

Varios comentaristas interpretaron que el capítulo, evidentemente, era un sueño porque algo así es imposible en la vida real. Y uno incluso lo comparó con un capítulo de “Bill Cosby” en el que todos los hombres están embarazados y uno de ellos da a luz a un refresco de naranja.

Aquí se ponen de manifiesto un par de cosas, que ya sabemos pero no está de más repetir. Primero, que la vara de medir el atractivo físico no es la misma para un cuerpo de hombre que para un cuerpo de mujer. A nadie se le ocurriría decir que Tony Soprano está demasiado gordo como para salir tanto en calzoncillos. Segundo, que hay una norma fundamental del patriarcado que dice que las mujeres feas, gordas o ambas cosas a la vez, deben avergonzarse. Realmente, a nadie le molesta el cuerpo de Lena en sí mismo. Lo que no se le permite es que lo muestre como si le diera igual, porque eso equivale a mandar al pairo la legitimidad de la mirada masculina para definir de qué manera las mujeres pueden construir su identidad. La falta de complejos es, en sí misma, un desafío.