Leer con perspectiva
01/10/2013 en Miradas invitadas por Doce Miradas
Carolina León es periodista especializada en temas culturales. Codirige el podcast sobre libros “¿Quieres hacer el favor de leer esto, por favor?”. Ha colaborado en medios como Go Magazine, Calle 20, Qué Leer, Notodo.com, Cultura/s de La Vanguardia y escribe crítica de libros en el blog Estado Crítico. Su blog: Carolink Fingers.
Las que creemos que “todo es política” estábamos acostumbradas a tenernos por un poco locas. Pero el relato cultural ha cambiado un tanto, y aquél de “la política se hace en las instituciones” está cada vez más roto. Películas, series, cómics, novelas: no hay narrativa inocente, digo a menudo. Algunas no podemos dejar de ver, mirar, leer y analizar productos culturales superponiendo el filtro del análisis político y, más concretamente, la perspectiva de género.
Aún cuando el texto en sí no se presente como militante o antagonista, la ficción ejerce la función expresa de definir imaginariamente lo posible. Una ficción se fundamenta en modelos, estereotipos y constructos, y también los crea. La forma en la que hablan los personajes, la forma en la que interactúan entre sí, los roles que ejercen en función de su género (en contra o a favor de la norma): todas esas pequeñas cosas crean un universo de posibilidades.
Una novela de Corín Tellado (qué ejemplo tan socorrido) es transmisora de una serie de ritos y formas de relación, de valores y estereotipos sobre lo que las personas son y, en especial, sobre lo que los géneros han de ser. Lo que sucede es que Tellado –y casi toda la novela ‘mainstream’- escribe a favor de la norma. La lectura con perspectiva de género es una clase especial de lectura política, una que sirve para revelar esos moldes, que se esconden sibilinos como la propaganda lo hace en los medios de comunicación.
¿Debe ser siempre el héroe un personaje masculino? ¿Deben los femeninos estar constantemente acosados por el desamor, hacer de comparsas amantes o, en su defecto, mantenerse en los roles de cuidadoras? ¿Hay manera de que, dentro de los límites de la novela realista, una ficción contravenga la norma? Todo esto me vino de nuevo al pensamiento enfrentada a una de las últimas novelas que ha conseguido atraparme. Un lectura imprescindible entre las publicadas este año: la más reciente de Rafael Chirbes, En la orilla (Anagrama, 2013).
En la orilla traza una fábula desde la crisis actual (parte en el año 2010) ambientada en un pueblo costero (inventado) de la Comunidad Valenciana. El personaje protagonista, Esteban, se ha metido en negocios con un promotor, ha intentado jugar al pelotazo del ladrillo, la cosa ha salido mal y lo ha perdido todo. Desde la voz de este setentón, se recorren siete u ocho décadas de la historia de España. Parte de las experiencias de su padre como perdedor de la guerra civil, la afasia posterior, la vida en un taller de carpintería heredado ocultando sus auténticos deseos y aspiraciones, y pasa por los años del desarrollismo y la primera juventud (de Esteban y sus hermanos), la transición y su larga siesta, la indiferencia del narrador con respecto a las luchas políticas de sus mayores, y su intento de subirse al carro de los ganadores… Alrededor, una pléyade de personajes que interactúa a lo largo de los años en las reducidas esquinas de Olba, en sus bares sobre todo, con el carpintero conductor de la narración, y que ilustran los diversos tipos de acción-reacción a la supuesta abundancia, la máquina de hacer dinero a todo trapo y la estratificación social que produce (o posibilita) el desenfrenado ‘boom’ de la construcción.
Hay mucho más dentro de En la orilla, que no me toca desentrañar aquí. Es, sí diré, una de las pocas novelas en las que se describe el momento social que estamos viviendo, escrita desde un aquí y ahora con enorme desencanto, aportando la perspectiva de un perdedor que, como tantos otros, pensó que por una vez podía ganar, y donde se refleja el entramado psicosocial que amparó esta crisis (estafa).
A pesar de las declaraciones del propio autor, esta novela está muy por encima de la media en cuanto a “compromiso político”, entre lo que se publica hoy en nuestro país.
Pero ¿qué pasa con la lectura de género? Que me desconcertaba terriblemente. El libro me lo recomendó un amigo que, supongo, se identificaba más o menos con la voz narradora. Yo no pude, y estoy entrenada en cientos de lecturas monopolizadas por voces masculinas. Durante un par de cientos de páginas no pude encontrar a un solo personaje femenino que tuviese voz propia. Desde la narración de Esteban, aparecen mujeres: varias prostitutas, por las carreteras y en los baldíos que dejaba el desinflado ladrillazo; la madre del personaje, con pocos matices; su amor de juventud, que lo deja pronto para buscarse a un candidato mejor (y bregar hacia lo alto)… Y la empleada: una mujer colombiana con la que conversa, que cuida a su padre enfermo y se ocupa de cocina y casa, a la que trata de “hija” y a la que profesa un deseo inconfeso.
Las mujeres que oímos aparecen siempre a través de su filtro, o lo hacen en breves episodios de estilo “monólogo interior”, con un peso más que relativo en la trama. Los auténticos conductores de la historia son, aparte del propio Esteban, la camarilla de hombres con los que conversa y juega a las cartas en el bar. Salvo por el caso de Liliana, la “chacha”.
Dije en una conversación –cuando llevaba la mitad del libro- que no cumplía el ‘test de Bechdel’ . No se trata de que este test, que se ha hecho muy popular entre los análisis feministas, sea un cedazo infalible. Se trata de una herramienta bastante sencilla, mínima, para revisar si una ficción está representando de una forma medianamente justa a las mujeres. Como decía arriba, las voces de mujer aparecen bien mediadas por el narrador, o bien con un papel discreto y tangencial. Son comparsas, elementos decorativos, objetos de la idealización, del amor o el odio del que conduce el relato. Sus caracterizaciones están cargadas de toda la estereotipación que se espera de un hombre de unos setenta años.
Los hombres dominan el discurso, como casi siempre. Pero el test, al correr las páginas, puede que sí lo cumpla, con uno de los mejores fragmentos del libro. No quiero destripar nada, pero tuve que llegar casi al colofón para comprobar que: dos mujeres hablan entre sí. Tienen nombre. Hablan de hombres –sus hombres- pero también de otras muchas cosas: emigración, dinero, familia, soledad, desamparo, supervivencia.
Y, pensándolo, sí, es “normal” que Rafael Chirbes ponga su trama en boca de un hombre.
Lo habitual es que las novelas no cumplan con ofrecer mujeres con carisma, con centralidad, o con roles distintos de los asignados tradicionalmente. En la orilla tampoco: las mujeres existen, a lo largo de sus cuatrocientas páginas, en posiciones completamente subalternas.
Pero mientras leía me di cuenta de que debía ser así. Que el relato del expolio, la burbuja, la crisis y el ‘sálvese-quien-pueda’ posterior es de ley que se cuente en clave “macho”. El atracón de euros, la explotación capitalista, el oportunismo de los que supieron estar a pie de contrata o de malversación… Ésta es una trama con vocación realista, y por tanto debía destilar clasismo, racismo y machismo rampantes. Si, en el plano real, algún sujeto que no encajara en la clase dominante se ha beneficiado de esa “burbuja”, ha sido a costa de jugar en los códigos de esa clase –como esposa, como prostituta de lujo…-.
Por eso es coherente que la única que se aúpa a cierto grado de “agencia” sea la cuidadora, la migrante, la otra, que habla desde su propia explotación y desde su propio intento de salvarse, que pensó que venía a un lugar medianamente justo -a un país de las oportunidades-, a dar un futuro diferente a su familia.
Visto desde la mesa de juego, en esta crisis las mujeres no tuvimos un papel distinto del sexo o el cuidado –naturalizado o privatizado, tanto da. No hay modo de que una novela realista de este momento, contada por los propios jugadores de la ruleta, tenga la más mínima relación de igualdad de sexos. O, si lo hay, quizá no corresponde a Chirbes escribirla.
Lo que no obsta para que analicemos qué son y qué enuncian las novelas contemporáneas, también ésta. A estas alturas de siglo, no es normal que un autor no dé voz a los personajes femeninos en sus ficciones, página tras página, a veces a lo largo de docenas de títulos. Es del todo anormal que, si revisamos una lista de “ficciones más vendidas”, nos encontremos con un minúsculo porcentaje de mujeres protagonistas y, lo que es más doloroso, un porcentaje aún menor de personajes femeninos que logren escaparse de los roles tradicionales de esposas, madres o novias-florero. Ésa es la dieta habitual de la lectora de narraciones contemporáneas.
Y es una dieta que suele dejarnos insatisfechas.
“Lo personal es político”, decían las feministas de los setenta, y “todo es política”, decimos ahora. Este sentimiento de incomodidad que me nacía en la lectura se terminó de diluir, al comprender que la realidad no es justa y sus cronistas no nos deben justicia en ese ámbito. A los escritores y a las novelistas se les debe exigir, sí, que se salgan de los relatos del poder, de lo predicho, y desde luego que intenten ponerse en la piel de otras personas, también mujeres. En la orilla se podría haber escrito con otra relación del papel de los géneros. Pero Chirbes ha tenido la valentía, nada frecuente, de ofrecer unas cuantas páginas a esa mujer: no una que tuviese una relación de igualdad con los hombres del ladrillazo, sino la que sostenía sus vidas.
Vale que una novela no cambia el mundo, pero sí que nos cambia a unos y a otras. Como lectoras, estamos obligadas a insistir en esa lectura con perspectiva de género, la que revela los moldes que estructuran una ficción; y es también la que muestra el engranaje que subyace cuando un escritor nos deja escaparnos -un poco- o nos encasilla por puro gusto. Así que, por supuesto, persistiremos en ella, aunque estemos “un poco locas”.