Mª Teresa Laespada Martínez. Soy nacida en Bilbao, licenciada en Ciencias Políticas y Sociología y Doctora en Sociología por la Universidad de Deusto. En la actualidad, Diputada Foral de Empleo, Inclusión Social e Igualdad en Bizkaia, cargo al que accedí en julio de 2015. Profesora titular de Psicología y Educación, investigadora, directora del Instituto Deusto de Drogodependencias y coordinadora de su master. También he sido parlamentaria vasca con orgullo. Soy un conjunto de mucho y de nada concreto: de vocación profesora, de pasión política, de corazón feminista.
1. El costoso camino hacia la igualdad.
Las mujeres hemos realizado un largo y costoso recorrido. Generaciones de mujeres anónimas que nos precedieron realizaron una lucha titánica, con un esfuerzo y coste personal imposible de recompensar, y, gracias a ellas, nosotras disfrutamos de derechos iguales y de algunos logros sociales. Aunque debemos recordar que el camino sigue siendo largo y costoso.
Olimpia de Gouges, a Flora Tristán, a Clara Campoamor, a Lidia Falcón, a Rosa de Luxemburgo, Virginia Wolf, Mary Wollstonecraft, Susan Anthony, Simone de Beauvoir… sí, muchas, muchísimas mujeres feministas, sin olvidarnos de otras que, sin tener posibilidad de formarse o no habiendo hecho un solo acto de reivindicación feminista, sí han hecho posible que sus hijas y nietas vayan a la universidad, logrando hoy en este país niveles educativos equivalentes a sus coetáneos varones.
El avance en España es más espectacular, si cabe. Sólo durante el breve periodo de la República, el movimiento feminista adquirió fuerza y pudo llevar al Congreso de los Diputados a dos mujeres que protagonizaron el debate más apasionante habido en el hemiciclo: Clara Campoamor y Victoria Kent, desde posiciones de izquierdas y feministas, sostuvieron opciones contrarias al derecho al voto de las mujeres.
Posteriormente llegó la oscuridad del franquismo; décadas que ensombrecieron e invisibilizaron la figura de la mujer en el espacio público. Mientras los movimientos feministas adquirían fuerza en la Europa de la postguerra, las mujeres españolas vivían sumisas bajo la tutela de varones. Por poner un ejemplo, hasta 1975 las mujeres no tenían derecho a tener una cuenta corriente a su nombre y poder manejarla en el sistema bancario. Las mujeres precisaban la firma de un varón para poder acceder a sus derechos. Podían trabajar, no manejar su dinero. Tremendo.
Sin embargo, finalizado el franquismo, España adquirió en pocos años una conciencia social sobre las libertades individuales y los derechos de ciudadanía. Fueron sucesivos gobiernos socialistas los que aprobaron leyes tan importantes como la regulación de la interrupción voluntaria del embarazo (1985) o crearon en 1983 el Instituto de la Mujer, que confirió rango institucional a la lucha por la igualdad de mujeres y hombres y derivó en el nombramiento dentro de las distintas administraciones de concejalías y responsables de igualdad.
En pocos años se construyó en el imaginario social la incuestionabilidad de la igualdad en los derechos de hombres y mujeres. Pero si bien ese avance se produjo en muy pocos años, no es menos cierto que a continuación el ritmo de progreso no ha sido el mismo de los primeros años de democracia. Me atrevería a decir que, si bien no hemos perdido ninguno de los derechos adquiridos, sí hemos perdido el interés en la lucha por la igualdad y, lo que es preocupante, hemos ralentizado la conquista de espacios de igualdad: las nuevas corrientes neomachistas nos hacen volver a repensar el modo de dar impulso a una sociedad más igualitaria y justa. Cuando se oye hablar de denuncias falsas por violencia machista o cuando se oye decir lo injusto que supone el pago por parte de los hombres de las pensiones compensatorias y las alimenticias por la guarda de hijos e hijas en casos de divorcios, no son sino la punta del iceberg de un machismo que aún no hemos logrado desterrar y que, mucho me temo, está tomando posiciones peligrosamente amplias en algunos sectores poblacionales.
2. Y sin embargo, tenemos techos de cristal.
La igualdad en muchos casos es más de posicionamiento que de actos y hechos reales que permitan situar a las mujeres en perfecta igualdad de condiciones. Es más ‘postureo’ que realidad, aceptando la nueva terminología al uso.
Más allá de los usos del lenguaje tan necesarios para que la presencia de las mujeres pueda visibilizarse, no podemos quedarnos en la utilización de un lenguaje manifiesto para las mujeres, puesto que corremos el riesgo de la banalización de los gestos que desde la igualdad pretende realizar.
El papel invisible de las mujeres en la escena pública…
Las mujeres han sido invisibilizadas sistemáticamente. Las relaciones sociales estaban diseñadas para que las mujeres fueran mujeres de su casa. Los espacios comunes de socialización de las mujeres, donde se produce esa socialización entre iguales, fueron reducidos a muy pocos lugares, para que cada una tuviera mucho que ocuparse, pero “de lo suyo”. El objetivo final parecía claro: no era bueno que las mujeres estuvieran relacionadas entre ellas. La cultura ha presentado tradicionalmente a la mujer como el peor enemigo de otra mujer; la rival, la que no le va a aconsejar bien, la que le desea el mal… todo ello siempre aparece revestido de mujer (Llorente, 2006). Mitos o estereotipos extendidos y que las mismas mujeres usaron han sido, son y serán los mejores aliados micromachistas para mantener la invisibilización de las mujeres o la ausencia de alianzas entre mujeres. La sentencia que dice que “La mayor enemiga de una mujer es otra mujer” ha sido repetida por generaciones sin base argumental alguna.
Y, claro, si dividimos la vida social en la esfera pública y la privada y atribuimos a la esfera pública el éxito, el esfuerzo, el riesgo, la valentía; y a lo privado los valores de la seguridad, la comodidad, la protección, la invisibilidad… Y si las mujeres son relegadas al espacio privado y los hombres tienen acceso a lo público, hemos cerrado el círculo de la invisibilidad.
Cuando una mujer se muestra públicamente con todo su potencial, no dejan de salir detractores de la misma, buscando sus puntos débiles para someterle al juicio público, especialmente si el papel de las mujeres es político, económico o social. No podemos olvidarnos de lo que recientemente hemos vivido en la escena política. Mujeres políticas que, por el hecho de serlo, son cuestionadas por su aspecto físico (las políticas de las CUP) o por su forma de vestir (Inés Arrimadas de C´s). Las mujeres en la escena pública deben guardar formas y modos que no se les exigen a los hombres y eso lastra la igualdad.
Pero tampoco podemos olvidarnos que hay cadenas de televisión que, por muy progresistas que se tilden, utilizan la imagen de la mujer como reclamo para su cadena. Presentadoras jóvenes, con una imagen impecable, sujeta a los cánones de belleza que son encumbrados y que nadie parece criticar con fuerza desde la izquierda.
La vida cotidiana de las mujeres está jalonada de miles de micromachismos diarios que van desempeñando papeles y perfiles de socialización inconsciente de la sumisión femenina. Estos sistemas educativos y socializadores son los tradicionales (escuela o familia) y los menos formales, pero no menos importantes (medios de comunicación, las redes sociales, los amigos e iguales, la música, el ocio…).
Y no olvidemos que…
Las mujeres ganan un 23,9% menos que los hombres, según refleja un reciente informe presentado por UGT. Somos las grandes perjudicadas de la crisis económica actual porque la brecha salarial se ha incrementado. Somos las mujeres las que, en mayor medida que los hombres, cogemos reducciones de jornadas y conciliamos nuestra vida familiar y laboral como si la historia no fuera con ellos.
Y, sin embargo, nadie duda hoy en día de la capacidad de las mujeres para desempeñar todo tipo de trabajos y desempeños profesionales. Las mujeres han salido del hogar y se han incorporado al mercado laboral con una carga enorme por compatibilizar su desempeño laboral con los cuidados familiares de lo que no se han desprendido.
Es cierto que las nuevas generaciones de padres jóvenes, y no todos, asumen con mayor naturalidad y peso sus responsabilidades paternas, pero aún queda mucho por construir. Sin embargo, donde apenas se han incorporado es en el cuidado de los padres y madres dependientes. Ésta sigue siendo una tarea reservada casi en exclusiva para las mujeres, hijas, esposas, sobrinas, hermanas…
3. Toca el turno a los hombres.
La falta de conciencia e implicación de los hombres en las cuestiones relacionadas con la Igualdad es palmaria. Es como si esto de la Igualdad fuera “cosa de mujeres”, como si esto de la violencia de género también fuera “cosa de mujeres y sus reivindicaciones”. Nos han dejado solas con la pancarta reivindicativa de los derechos de todas y de todos.
No vamos a avanzar en igualdad si los hombres no toman dos decisiones fundamentales: ceder el espacio público robado a las mujeres y permitir una visibilidad pública de las mujeres en igualdad de condiciones y cambiar su perfil hacia una nueva masculinidad que nos acompañe generacionalmente a las mujeres que ya hemos cambiado y estamos en condiciones de crear sociedades igualitarias en dimensión de género. El perfil de masculinidad aguerrida, confrontadora, viril y dominadora, no vale ni de lejos para las generaciones de mujeres actuales. Me atrevería a decir que hace mucho que no vale ya y de ahí que las tensiones violentas y la agresión machista se siga produciendo.
La igualdad es un valor de convivencia y un derecho humano pero es que, además, enriquece a ambos, enriquece a las mujeres, naturalmente, pero enriquece a los hombres, sin ninguna duda.
Ser un hombre más igualitario supone asumir mayores responsabilidades hacia el cuidado de las demás personas, pero también de uno mismo; aumenta la autoestima, la empatía; favorece el crecimiento personal, y aumenta la calidad en las relaciones, tanto con las mujeres como con otros hombres, entre otras ventajas. Supone ampliar las miradas y perfiles, saliéndose de su constreñido rol de una masculinidad muy estereotipada y relacionada con la fuerza, la conquista, la protección, la virilidad, más propia de épocas guerreras que de la era del conocimiento en la que vivimos.
Los países más igualitarios o con mayores logros respecto a la igualdad de hombre y mujeres, se desarrollan más y aumenta la calidad de vida de las personas. Ello se debe a que la igualdad es una herramienta de bienestar frente al lastre económico y cultural que suponen la exclusión y la marginación.
En el proceso de construcción de una sociedad igualitaria entre mujeres y hombres hay que deconstruir modelos que no sirven y reelaborar modelos más igualitarios. La base se halla en desaprender el camino del hombre guerrero y luchador, para asumir el perfil de hombre cuidador, empático donde la ternura tiene cabida, también entre ellos. De ello hablamos cuando hablamos de nuevas masculinidades. Hombres que desarrollen su capacidad afectiva y empática, que sepan dar cabida a las mujeres sustrayéndose de visibilizarse allí donde las mujeres deban estar en igualdad, rechazando entrar en micromachismos, comentarios, bromas o actitudes segregadoras y desigualitarias con las mujeres o con el feminismo, juzgando con dureza a sus congéneres varones que reproduzcan ese modelo, defendiendo con contundencia los derechos igualitarios porque el neomachismo que justifica la desigualdad acecha en comentarios entre hombres, en sus espacios masculinizados entre chanzas y gracietas.
A modo de guía sobre cómo actuar, tomo algunas notas de una publicación realizada por Emakunde en 2008. Algunos ejes sobre los que los hombres deben comenzar a trabajar:
- El compromiso de los hombres con el cambio personal (expresión de afectos, gestión de la frustración, vivencia de la sexualidad, compromiso contra la homofobia…).
- La lucha activa contra la violencia hacia las mujeres y la discriminación por razones de género. La lucha contra la violencia machista debe ser una cuestión de Estado, una cuestión que trascienda al ámbito privado y doméstico para convertirse en una lucha contra una desigualdad brutal.
- Asumir de forma igualitaria de nuestra responsabilidad en el cuidado de las personas.
- El apoyo, impulso y visibilización de modelos positivos de masculinidad (hombres cuidadores, pacíficos, sensibles…).
- El compromiso de los hombres con el cambio en el ámbito público (generar una masa crítica de hombres a favor de la igualdad, defender estrategias de conciliación y favorecerlas, renunciar a espacios de poder para que sean ocupados por mujeres, propuesta de cambios legislativos…).
En definitiva, toca que ellos acompasen su rol al nuestro. Toca que sean los hombres quienes asuman la parte de responsabilidad que les corresponde para que una reunión de altos directivos de empresas, por ejemplo, no siga siendo vergonzantemente masculina y uniforme (más del 90%) y comience a verse una presencia de mujeres igual a la que corresponde en nuestro 50%.