Y tú ¿de quién eres?
22/11/2016 en Miradas invitadas por Doce Miradas
Toño Fraguas. Madrid, 1975 @antoniofraguas
Soy Licenciado y Máster en Filosofía, y Máster en Periodismo. Trabajé en El País y 20 minutos. Me gano la vida como ‘freelance’ en La Vanguardia, Harper’s Bazaar y La Marea y colaborando en Hoy por Hoy, de la Cadena SER. En RTVE presenté las series documentales ¿Existe la felicidad? y El futuro ya está aquí. Imparto clases de comunicación en el Máster de Gestión Cultural de la Universidad Carlos III y en el de Nuevos Medios Interactivos y Periodismo Multimedia de la Universidad de Granada. En 2015 publiqué el libro ¿Existe la felicidad?
“Margarita se llama mi amor, Margarita Rodríguez Garcés”, decía la canción. Esos apellidos, ¿qué nos indican? Ojo, no nos interesan especialmente los ancestros de Margarita, que nadie se alarme; sino sus apellidos en sí: ‘Rodríguez Garcés’. Lo habitual es que pensemos que el primer apellido de Margarita es ‘del padre’, el señor Rodríguez; y el segundo, ‘de la madre’: la señora Garcés. Si Margarita hubiese nacido hace pocos años, no podríamos estar seguros de esta asignación de apellidos, porque ahora la legislación, en un guiño aparentemente igualitario, permite alterar ese orden. Sin embargo, aunque la madre de Margarita hubiera decidido llamar a su hija ‘Margarita Garcés Rodríguez’ (para desgracia de la rima y del compositor de la canción), el nuevo primer apellido de Margarita (‘Garcés’) seguiría siendo el de un hombre… Chocante, ¿no?
Ya sé que ‘Garcés’ es el apellido de la madre, pero antes lo fue del padre de la madre, es decir, del abuelo de Margarita; el señor Garcés (que Dios lo guarde a su lado). No hay escapatoria. En nuestras sociedades las mujeres no tienen apellido propio. Siempre llevan el apellido de un hombre, y este fenómeno no es ni inocente ni anecdótico. Es un síntoma más de una inercia milenaria que conforma, entre otras cosas, ese caldo de cultivo del que se nutren el machismo y sus violencias.
El fenómeno por el que las mujeres llevan los apellidos de hombres se denomina sistema de filiación patrilineal y, según cifraba el antropólogo Marvin Harris en ‘Caníbales y reyes’ (1977), es empleado por el 85% de las sociedades humanas. Existen un 15% de sociedades matrilineales, en las que son las mujeres las que determinan el linaje, es su apellido el que se transmite a la descendencia. Siempre se pone de ejemplo a la sociedad iroquesa, en la que los hijos reciben el apellido del clan de la madre. Pero nosotros no somos iroqueses.
Es de sobra sabido que en sociedades muy cercanas a la nuestra (por ejemplo, las anglosajonas) la mujer adopta el apellido del marido; como si, al casarse, pasase a pertenecer al linaje del hombre. Hasta hace no mucho en España había mujeres que, al contraer matrimonio, empezaban a firmar con el apellido del marido antecedido por la partícula ‘de’, para mostrar pertenencia. Si Margarita se hubiese casado con Julio Salgado Alegre (autor de la célebre y casposa canción), quizá habría firmado como ‘Margarita de Salgado’ o ‘Margarita Rodríguez de Salgado’ o, simplemente, como ‘Señora de Salgado’.
Algo similar ocurre en otras sociedades cercanas a la española, como la griega actual. Allí las mujeres también adoptan el apellido del marido, pero lo hacen en genitivo: una declinación que sustituye a nuestra preposición ‘de’ y que muestra relación de posesión. Lo relevante es que hermanos y hermanas llevan un único apellido, el del padre, pero ellos en nominativo (son sujetos) y ellas en genitivo (son posesiones). Ellos son alguien; ellas son ‘de’ alguien.
Veamos un ejemplo. La política griega Zoe Konstantopoúlou es hija del también político Nikos Konstantópoulos. El apellido de Zoe acaba en ‘-ou’ lo que indica que pertenece a la familia del padre. Si Zoe hubiese tenido un hermano varón, el apellido de éste acabaría, como el del padre, con el sufijo ‘-os’, es decir, en nominativo. Todas las mujeres de esa familia son, al menos gramaticalmente, posesiones del padre y, por extensión, pertenecen a los varones de la familia. La gramática nunca es inocente.
“En la sociedad humana, ellas no ocupan ni el mismo lugar ni el mismo rango. Olvidar esto sería ignorar el hecho fundamental de que son los hombres los que se intercambian mujeres, y no lo contrario”, escribió Claude Lévi-Strauss en ‘Las estructuras elementales del parentesco’ (1949). Las causas del machismo y sus violencias hunden sus raíces en la noche de los tiempos y creo que merece la pena prestar atención a fenómenos como éste de la filiación patrilineal, fenómenos que no por cotidianos y consabidos dejan de ser esclarecedores.
El machismo sitúa a la mujer en un rango propio, no muy lejano al de los objetos, los animales y los niños. Como dijo Lévi-Strauss, la mujer ha sido durante milenios objeto de intercambio. Todavía lo es en muchas sociedades, y aún perdura esa forma de pensar en las mentes de la mayoría de los hombres. De hombres que viven entre nosotros. Tal y como denota nuestro sistema de filiación, las mujeres han sido tratadas a lo largo de la historia como mercancía, como una propiedad más de las que componen el patrimonio del hombre… En términos de ética kantiana, la mujer ha sido y es considerada un medio (en su función de madre, especialmente) y nunca como un fin en sí misma.
El viernes que viene, 25 de noviembre, es el Día Internacional de la Eliminación de la Violencia Contra la Mujer. Para lograr erradicar la violencia son necesarias gran variedad de medidas a muy distintos niveles; pero no debemos descuidar estos usos sociales aparentemente inofensivos, como el de los apellidos. Tomar conciencia y analizar estas costumbres falsamente inocuas nos sirve para avanzar en la catalogación de la miríada de elementos que han determinado y todavía determinan el sufrimiento de millones de mujeres en todo el mundo.
Para lograr la igualdad, para romper esa inercia machista milenaria, no bastan leyes igualitarias; también son necesarias medidas de discriminación positiva consistentes y sostenidas en el tiempo y, además, es vital sumergirse en ese mar de fondo, en ese machismo intrahistórico que se esconde en realidades falsamente inocentes. De lo contrario, las urgentes mejoras legislativas servirán únicamente de muro de contención de las oleadas machistas; pero no sólo basta con cegar los pozos del machismo; hay que drenarlos, desecarlos desde abajo.
Hemos de conseguir que los usos y costumbres civiles, e incluso la gramática, dejen de legitimar, aunque sea de manera a veces inconsciente y meramente formal, el sentido de aquella copla que cada día resuena en la mente de miles de asesinos en todo el mundo: “La maté porque era mía. Y si volviera a nacer, de nuevo la mataría”.
Parece mentira que haya que recordarlo, pero nadie es de nadie. Cada ser humano es un fin en sí mismo y tiene derecho a ser tratado como tal.
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