Entre el techo y el suelo hay alguien

23/07/2013 en Doce Miradas

Aprender primero a mirar

Antes de ir directamente al objeto de mi reflexión, quisiera comentar que uno de los principales aprendizajes que me está aportando formar parte de Doce Miradas es preguntarme de forma más habitual, con mayor curiosidad y contundencia, por qué nos pasa lo que nos pasa a las mujeres, y a qué se debe todo el catálogo de despropósitos que venimos padeciendo desde hace siglos.

Digamos que hasta ahora, como a tantas otras mujeres (y a algunos hombres también, todo hay que decirlo) me llamaban enormemente la atención ciertas conductas, me horrorizaban las tremendas noticias de violencia de género, y me molestaban las grandes ausencias de mujeres en la esfera pública… Digamos que pasaban los hechos ante mí, los veía y los reconocía, pero que pasaba pronto a dirigir la mirada hacia la siguiente tarea; siempre tantas y tan diversas.

Imagen de Jon Artetxe

Imagen de Jon Artetxe

Pero ahora he aprendido a detenerme, a mirar dos veces. Ahora he aprendido a ver. Y últimamente, cuanto más miro y más veo, más me asusto. Porque antes, con una primera mirada no siempre veía la profundidad o el significado de determinadas cuestiones. Digamos que tenía la mirada anestesiada. Ahora en cambio, de repente, no sé si porque yo también he probado esas gafas que empoderan repentinamente a las mujeres o porque formar parte de este proyecto me hace ser más activa, pero ahora veo mucho mejor. De cerca y también de lejos. Vamos, que veo muy bien lo cerca que estamos de continuar siendo invisibles y veo, mejor todavía, lo lejos que estamos de que el mundo se mire más con ojos de mujer.

Pero antes de centrarme, quisiera poner sólo un pequeño ejemplo más de esta necesidad de mirar dos veces. Recientemente asistí a un acto del ámbito de la educación y, ante un foro de padres y madres -alumnos y alumnas de bachiller-, me percaté de que los seis representantes del centro educativo en la mesa presidencial eran varones. Con el elevado número de profesoras que hay en el centro, llamó mi atención esta escasez de tacto y sentido común. Pero claro, sabemos y asumimos que en lo más institucional, el papel del hombre en el rol de mando predomina sobre el rol de la mujer, que toma protagonismo cuando ya se reparten los diplomas y el acto es más lúdico, menos formal.

Seguramente no hubo mala intención, pero así salió. No sé cuánta gente se dio cuenta, pero a mí me llamó la atención. Porque estoy aprendiendo a mirar dos veces. Aquella escena no representa la realidad y la escuela debería tener especial cuidado en esto. Como afirma Mª Elena Simón en el programa coeducativo para la prevención de la violencia contra las mujeres “la escuela no es creadora de desigualdad, pero la alimenta, la hace crecer y la reproduce por inercia”. Y éste es precisamente uno de los grandes problemas de esta sociedad: la inercia en muchos ámbitos de la vida y la inercia para asistir al permanente teatro de los estereotipos de género que tanta discriminación suponen para nosotras. Acabemos entonces con la inercia que admite de forma contemplativa, como si fuera natural, lo que de ninguna manera debe serlo.

Al hilo de los estereotipos, según la investigadora de la Universidad de Deusto, Leire Gartzia “desde que nacemos, todo lo que nos rodea va condicionando nuestras elecciones y decisiones, nuestros gustos, aficiones, nuestra forma de ser y forma de comportarnos. Crecemos en un contexto social determinado en donde, al tiempo que adquirimos los conocimientos, aprendemos las reglas y los valores que, en cada momento, la sociedad, nuestra familia, nuestro entorno cultural, etc. establece como más adecuados. Así, poco a poco, vamos interiorizando los roles y modelos que van configurando nuestra manera de ser y se van interiorizando las reglas del juego y las normas que la sociedad espera que cumplan las mujeres y los hombres. Este proceso de socialización hace diferentes a hombres y mujeres no solamente por una cuestión biológica (sexo), sino también del papel a jugar en la sociedad, lo que da lugar a estereotipos de género. Estos estereotipos hacen referencia a las ideas y creencias compartidas dentro de una cultura, sobre cómo son y se comportan las mujeres y los hombres. Estas creencias, que se refieren a las características y habilidades típicas de los hombres y las mujeres, condicionan el comportamiento de unos y otras en diferentes situaciones”.

“¿Quién ha erigido al hombre en único juez si la mujer comparte con él el don de la razón?” Mary Wollstonecraft

“Nuestra propia invisibilidad significa encontrar por fin el camino hacia la visibilidad”. Mitsuye Yamada

Comienza el espectáculo

Lo cierto es que, como afirma F. Javier González Martín en “El fin del mito masculino”, los prejuicios o juicios prematuros sobre la mujer, como no están basados en hechos objetivos, se convierten en estereotipos que se simplifican y generalizan demasiado. Entre esos estereotipos imaginados, pero consolidados en la mayoría de las culturas, están las expectativas sobre el rol femenino; es decir, lo que pensamos sobre sus capacidades y lo que suponen los hombres que deben hacer las mujeres. Y me permito añadir, lo que entienden las mujeres que pueden y deben hacer ellas mismas.

Este gran falso teatro de los estereotipos levanta el telón en muchos casos en el ámbito familiar, donde las mujeres siguen padeciendo un trato desigual y discriminatorio respecto a la crianza, al cuidado de las personas y a las tareas domésticas. Vamos, que no hay reparto equilibrado que valga, aunque cada vez se habla más de la corresponsabilidad de mujeres y hombres en todas las tareas, responsabilidades y espacios de la vida. Como afirma Elena Simón en el mismo informe “el padre suele tomar la casa como lugar de descanso y la madre, como lugar de trabajo”. Y como aprendemos más de lo que vemos que de lo que nos cuentan, se van trasladando así a hombres y mujeres esos perversos roles que dan forman a la identidad masculina y a la femenina.

Porque, dicho de otra manera, recoger la mesa ha sido y es mayoritariamente cosa de ellas, porque la crianza de los hijos no es compartida, porque no hay más que ver las reuniones de los colegios, porque ellas pueden salir del trabajo a las cinco de la tarde para acudir al pediatra, pero ellos, no siempre; porque no todos conocen el funcionamiento de ese aparato denominado aspirador y aspiran, más que otra cosa, a otros escenarios que tengan que ver con el poder y, en definitiva, con su identidad masculina, tal como la han entendido.

Y ya estamos dando forma, sin quererlo o queriéndolo (pues de todo hay), a ese rol provisor con el que se identifica mayoritariamente al hombre; es decir, él tiene la capacidad y la responsabilidad de ganar dinero para cubrir las necesidades económicas de la familia, mientras que el llamado rol expresivo queda reservado para ella, que es la que tiene la capacidad de relacionarse y de ocuparse de las necesidades de las personas, hijas e hijos incluidos, y de todas esas otras distracciones que nos ponen por delante. Y, para completar el juego, ahora repartimos unas cuantas dosis de rol paternal para él y de rol maternal para ella, y nos va quedando una función teatral de despropósitos y consecuencias fácilmente reconocibles.

En los últimos años, todo este panorama ha ido cambiando y conviven modelos mucho más tradicionales, como los referidos anteriormente, con otros en los que hombre y mujer tienen los roles tan entrelazados como intercambiados, de tal forma que ella no se identifica con el aspirador, porque tampoco hace falta, y él domina con maestría la lavadora, los deberes de los hijos y el calendario de las actividades extraescolares.

Así y todo, creo que es necesario forzar estos estereotipos que todavía nos rodean, para ver de qué manera van dejando huella en nuestras vidas. Es verdad que no debemos distraernos con la lavadora, las extraescolares y otros asuntos (bien relevantes, por cierto), sino que debemos profundizar más para llegar a un auténtico equilibrio.

Continúa la función

Este camino de desigualdades, de roles aprendidos por repetición desde hace siglos, nace y se hace a menudo en el ámbito privado; es decir, el doméstico, familiar y relacional, tiene desviaciones y cruces que entran y salen por la escuela, los espacios socioculturales y de ocio y llega hasta las universidades, para llevarnos, sin apenas darnos cuenta, a la casilla-trampa final: el campo laboral, cívico y social donde tan estruendosamente se manifiesta.

Porque vivimos en una sociedad tan machista que, citando a Rosa Regás en el prólogo del citado libro de F. J. González, “permite sin ningún rubor que la remuneración por el trabajo de la mujer sea inferior a la del mismo trabajo efectuado por el hombre, que sigan estando en manos de los hombres los honores y las prebendas, igual que los puestos de rango y los cargos, que a su vez eligen a otros hombres en una cadena de machismo a la que no se le ve el último eslabón”. Añade F. J. González que es necesaria una exploración de las sucesivas capas culturales, religiosas, políticas e históricas, en busca de alguna razón que nos permita entender por qué un grupo de humanos, los varones, han tratado a otro grupo, las mujeres, con tanta indiferencia y superioridad durante tanto tiempo. Es por eso que la lectura de este libro, que tan oportunamente me ha permitido completar mi reflexión, resulta absolutamente recomendable.

Porque conviene tener en cuenta esa pesada mochila con la que caminan las mujeres y con la que han salido y salen al mundo laboral, al mundo de la empresa, de los negocios, donde se consagra y se perpetúa el orden patriarcal, para entender por qué las mujeres son privadas de acceder mayoritariamente a los puestos de dirección, por qué ocupan un segundo plano en la escena en la que el varón es el protagonista y por qué queda mucho por hacer para alcanzar una igualdad real, por mucho que ya gocemos de una igualdad legal.

“Estamos tan educadas para no tener poder, que, cuando lo conseguimos, disimulamos.” Begoña San José

Atrapadas. La escena final

Pero queda todavía la escena final de esta no tan imaginaria obra. Cuando, en el mejor de los casos, la mujer decide dedicarse a su carrera profesional, centrar sus esfuerzos y dejarse la piel con la expectativa de ir mejorando su posición, se encuentra con obstáculos y trabas invisibles, relacionadas con las construcciones sociales de la feminidad y de la masculinidad. Se encuentra con que, en realidad, está atrapada entre un suelo pegajoso y el techo de cristal. Es decir, se encuentra con que, por un lado, está atrapada entre las multitareas que la encierran en el cuidado maternal, doméstico, conyugal y otros tantos cuidados que impiden su salida, su realización profesional y su avance y, por otro, el techo de cristal en forma de barrera que pocos ven, aunque las mujeres percibimos como un techo de acero que igualmente nos impide avanzar. Y en palabras de Dulce Chacón, “acostumbrarse es morir”.

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Begoña Marañón

Periodista, historiadora, entusiasta de la innovación y sus alrededores. Más de la mitad de mi vida en los medios. Me apasiona aprender y compartir con mis hijas. Inconformista y curiosa. Ahora mirando en equipo y siempre buscando.

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