Cuidado con derechos y Derecho a cuidar

12/01/2016 en Miradas invitadas

Miguel GonzálezMiguel González Martín (@miguelutxo), de Bilbao, 1972. Me interesa cómo se encuentran e interactúan el cambio personal, organizativo y social. También me interesa el rock, que parece menos profundo, pero no te creas. La palabra “acompañar” me sigue haciendo vibrar, pese a que quizá hemos abusado un poco de ella. Me he movido en el terreno de las políticas sociales, la gestión de la diversidad, la inmigración y la cooperación internacional. En el lado de las organizaciones sociales, y también en el del gobierno. Ahora me toca caminar con la Fundación Social Ignacio Ellacuria.

El mes de abril de 2013 comenzó y concluyó con dos hechos muy significativos en mi biografía. Aunque de distinta densidad existencial, entre ambos se trazaba una nítida conexión, como si los extremos del mes crearan en su abrazo el cuenco donde la vida deposita un aprendizaje.

El día 1 empecé a trabajar en la Fundación Ellacuria. El día 30 nació mi tercer hijo. Lo primero me ha ofrecido la oportunidad de caminar junto a un grupo de mujeres que han venido a buscar un futuro mejor. Para ello, cuidan. De personas mayores, de personas con enfermedad o con alta dependencia. También de niñas y niños, desde bebés hasta preadolescentes. Lo segundo – el nacimiento- entre otras muchas cosas, me ha vuelto a colocar de un empujón frente al espejo de mi rol como cuidador, proyectando un reflejo con luces y sombras. Siento que los cableados de lo sociopolítico y de lo personal se vuelven a entreverar (¿acaso alguna vez discurrieron por canaletas separadas?). En este caso, son los cuidados la corriente que galopa por ellos.

Cambiar pañales y cambiar el mundo están más cerca de lo que solía pensar. Se suele hablar de la “crisis de los cuidados” para describir cómo la forma actual de organización económica y política impide que podamos responder adecuadamente, como individuos y como sociedades, a la necesidad de cuidados. Sin ellos, la vida se desmorona. Nuestro sistema de producción y la forma en que nos organizamos políticamente se erigen sobre una urdimbre relacional de atenciones que se da por supuesta. Parafraseando a Monterroso, cuando el capitalismo y la democracia liberal despiertan, los cuidados ya están allí. Esta invisibilización no sale gratis. La pagan, primero, las mujeres y, segundo, las mujeres pobres. La distribución de la responsabilidad de cuidar no solo está atravesada por la desigualdad de género y de clase social, sino que además las retroalimenta.

Las respuestas que hasta la fecha nos hemos dado a esta situación son muy insuficientes, cuando no refuerzan la desigualdad de las mujeres. Las políticas de conciliación nos sitúan ante el Escila de reducir jornada ganando menos y el Caribdis de cuidar sin contar con ingresos. El resultado: dobles jornadas, fundamentalmente para las mujeres. Muchas veces, al “pastel” de la carga de trabajo le añadimos la “guinda” de los sentimientos de culpa y frustración, macerada en la cultura patriarcal que aún respiramos. Solo hay que prestar un poco de atención para percibir la huella de todo ese sufrimiento en los rostros y los cuerpos de las mujeres.

Otra manera de afrontar la crisis ha sido, expresado en términos de intercambio comercial, la importación masiva y a bajo coste de cuidadoras provenientes de países del Sur. La OIT estima en cerca de 12 millones – mayoría mujeres- las migrantes que trabajan en servicio doméstico. Esto es como si todo un país como Bélgica o Grecia se vaciara y mandara a su gente a atender niños y ancianas por todo el mundo.

Unas pocas de estas mujeres son las que he tenido en suerte encontrar en mi camino. Con ellas he puesto rostro y nombre a lo que la academia especializada llama “cadenas globales de cuidados y afectos”: mujeres que dejan a sus hijos/padres a cargo de otras mujeres (abuelas, tías, hermanas mayores, cuidadoras remuneradas…) para venir a cuidar a los hijos/padres de otras mujeres…y hombres. Me tiemblan las piernas al imaginar la separación. Agacho la cabeza con reverencia y humildad al ser testigo de la grandeza de su lucha cotidiana, del apoyo recíproco que se brindan y de cómo alzan su voz clamando por sus derechos. Se me expande el corazón cuando me contagian el afán por celebrar, llenas de agradecimiento, cuánto detalle o regalo trae la vida.  Y, por supuesto, me arde el pecho al conocer las condiciones indignas de trabajo que se ven abocadas a aceptar. Algo que, por cierto, no les ahorra ni los jirones de humanidad que dejan con cada persona que cuidan, ni experimentar el vértigo del vacío, ni transitar el recorrido del duelo cuando la muerte reclama a algún anciano a su cargo. Exprimidas allá donde se cruza lo peor de la legislación laboral y del régimen de extranjería, hace apenas tres meses, la trágica muerte de Verónica nos puso delante de los ojos esta amarga realidad a la que preferimos no mirar.

derecho a cuidarAsí pues, cuidamos – ellas cuidan, vosotras cuidáis – sin apenas derechos. Y a la vez, vemos  que el acceso a nuestro derecho a cuidar-cuidarnos se alcanza a altísimo coste. Hablar del derecho a cuidar conlleva traer a la conversación también su contraparte: el deber y la obligación de hacerlo. Si, como decimos, los cuidados son un bien socialmente necesario para la reproducción y el sostenimiento de la vida, “todas las personas, hombres y mujeres, tenemos la responsabilidad y la obligación de cuidar unos de otros. Y con ella, el deber de construir un marco social en el que poder cuidarnos, en el que poder repartir y compartir esos cuidados”. Así lo resume brillantemente Carolina del Olmo en su inspirador trabajo “¿Dónde está mi tribu?” (cuya reseña habéis encontrado enlazada más arriba).

¿Quién se está – nos estamos- haciendo cargo de ese deber muy por debajo de lo que correspondería? Fundamentalmente, los hombres, que estamos llamados a asumir la parte que nos toca. Quizá, además, descubramos en esa senda una forma de desplegar nuestra condición humana en toda su plenitud. Ahora bien, considero que revisar las prácticas individuales sin vincularlas al contexto social y cultural que las incentiva o desincentiva, las hace plausibles o invivibles, puede ser un ejercicio sano, pero quizá solo estetizante. Aquello que decía Ulrich Beck de buscar “respuestas biográficas a problemas estructurales”. A la vez, siento que sin el humus de un cambio de conciencia, de hábitos del corazón, de los horizontes de expectativas y sueños personales y colectivos, de las narraciones que nos dan sentido…no es fácil que arraiguen las necesarias reformas políticas y económicas.

Tal vez el carbón que alimenta la caldera de la cultura patriarcal – que no solo emponzoña la relación entre hombres y mujeres, también la relación con la naturaleza-  sea la negación de nuestra interdependencia, fragilidad y vulnerabilidad radicales. No querer reconocer que es precisamente eso lo que nos define como humanos, y no tanto el afán de dominación o el “Hybris”. Como dice Marina Garcés en Un mundo común, “no dejamos nunca de vivir en manos de los demás (…) se trata de sacar la interdependencia de la oscuridad de las casas, de la condena de lo doméstico, y ponerla como suelo de nuestra vida común, de nuestra mutua protección y de nuestra experiencia del nosotros”.

¿Cómo sería edificar un orden social fundado en la asunción de nuestra frágil condición y mutua dependencia, más que en el mito de que somos adultos – varones- autosuficientes sellando un contrato de convivencia?

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Vuelvo a mirarme: hombre, de país rico, sano, con educación. Rodeado de vínculos amorosos. El espejo me devuelve muchas preguntas. ¿A qué privilegios puedo y debo renunciar para asumir mi parte (yo, que también me veo necesitado de contratar servicios de cuidados, en un campo de negociación favorable)? ¿Qué me estoy perdiendo? ¿Cómo hacer del cuidado de mi gente un acto personal y político a la vez? ¿Cómo de igualitario soy en mis relaciones familiares?

PD: Si lees en euskera, no dejes de hacerte estas preguntas que plantea Amelia Barquín, en un blog que no te puedes perder.

 

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