Bonitos pantalones

10/04/2018 en Doce Miradas

Esto que os voy a contar sucedió, me sucedió, el día 25 de julio, festividad de Santiago, de 2016, a la una de la tarde, en un barrio residencial de Bilbao.

El día de Santiago suele ser  festivo en Bilbao y, como sucede en casi todos los festivos de julio, si sale soleado y espléndido, y así lo fue en 2016, Bilbao, con la excepción de unas cuantas zonas siempre bulliciosas y turísticas, se queda vacío, porque todo el mundo se va a la playa. Bueno, casi todo el mundo.

A la una de la tarde caminaba yo hacia mi casa, después de haber visitado a mi madre en la suya, por un desierto barrio de las afueras, por una amplia avenida inundada de sol. Cien metros más allá, hacia mí, por la misma acera, se acercaba un caballero de unos sesenta años, raza blanca y aspecto absolutamente correcto, vulgar y corriente. Nadie más a la vista.

Tuve un mal presentimiento. Se me vino a la cabeza esa escena de Con la muerte en los talones en la que el maléfico Hitchcock somete a Cary Grant a unos minutos de terror, no de noche, no en una callejuela estrecha y oscura, sino a pleno sol, en una despejadísima llanura. Supe que pasaría algo. Seguro que nada grave, pero algo.

Incluso protegida por mis gafas de sol, no lo miré directamente en ningún momento. Tampoco, por supuesto, cuando por fin nos cruzamos en la acera. Seguí con la vista al frente. Cuando llegó a mi altura, aquel señor dijo, en voz bien alta, nada de susurro: “Bonitos pantalones”.

No había salido yo de mi perplejidad cuando, dos pasos más adelante, ya a mis espaldas, volvió a gritar casi: “Sí, para pijama”.

Insisto en que el caballero no podía tener un aspecto más correcto ni más anodino: pantalón oscuro, camisa blanca impecable, barba entrecana bien recortada… No lo reconocería aunque lo tuviera frente a frente; y esto me perturba un poco. No era un marginal ni un outsider, sino un señor normalísimo, que tendrá su empleo, su coche, su cuadrilla de amigos con la que saldrá a potear; que tendrá esposa, hijos, hijas, nietas y nietos que no sabrán, que no podrán siquiera imaginar que su marido, su papá, su aita, su abuelito querido, su aitite, se dedica a increpar a desconocidas, aprovechando la impunidad de una calle desierta.

Sé que no se trató de un incidente grave, pero tampoco insignificante ni baladí. A mí me dejó muy mal cuerpo, una sensación de fragilidad, de vulnerabilidad, de poder ser atacada, como si aquel señor me hubiera dicho: “No te hago nada malo porque no quiero, pero podría. Me limito a molestarte. Agradécemelo”.

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Sofía Carvajal, comunicadora social y periodista colombiana, en su libro El piropo callejero: acción política y ciudadana, afirma que lo que comúnmente llamamos piropo callejero es una expresión de acoso, una valoración no consentida, a menudo agresiva y de carácter sexual, sobre nuestro cuerpo o nuestro aspecto físico en general, ejercida desde el anonimato, con una casi nula posibilidad de interacción. Coincide Carvajal con Judith Schreier al afirmar que el piropo callejero no debe entenderse como una forma de cortesía, ya que pretende fortalecer la imagen de quien lo dice, no de quien lo recibe.

El piropo pone de manifiesto una situación de privilegio del hombre sobre la mujer: un hombre puede decir lo que quiera sobre ella, con total impunidad y anonimato, en un momento, además, y esto se cumple siempre, en el que ella carece de compañía masculina, con posibilidades mínimas de ser interpelado. Porque para muchas mujeres contestar a una imprecación así es una audacia peligrosa.

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Yo no recibí un piropo, ni un halago, lo sé. Hace aproximadamente dos años, cuando me sucedió, yo ya no era una niña, ni una muchachita; ni siquiera era ya joven. Era ya lo que soy: una mujer madura. Y los pantalones eran (y son) de lo más marujis, simples y ordinarios: largos, blancos con rayas rosas; un poco pijameros, sí.

Con esto quiero decir que yo era bastante invisible. Por mi edad y mi aspecto, yo pensaba que ya me había vuelto invisible en las calles, que ya no iba a escuchar más impertinencias disfrazadas de piropo, después de haber aguantado unas cuantas en mis años mozos. Pero no. Lo que pensaba no era del todo cierto: me he vuelto invisible en cuanto objeto de deseo. Pero no como objeto de insulto, de imprecación, de dominación. Debo seguir escuchando, para que no se me olvide nunca jamás, que la calle no es mi territorio.

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El episodio, como digo, me dejó mal cuerpo y muchas preguntas. Para algunas tengo respuesta. Para otras no. Pero quiero, en todo caso, compartirlas con vosotras y vosotros.

Ahí van. ¿Habría hecho aquel señor lo que hizo si no hubiera estado la calle completamente desierta? ¿Qué empuja a un (en principio) respetable y maduro caballero a molestar a una semejante, a querer hacerla sentir mal por su aspecto? ¿Qué placer obtiene con ello? ¿Qué especie de impulso animal lo lleva a marcar el territorio del macho?

Y, en cuanto a mí, ¿qué señales vi, que no sé descifrar conscientemente, pero que me dijeron que algo iba a pasar? ¿Qué vivencia acumulada puedo tener para saber cuándo estoy (aunque sea solo un poquito) en peligro?

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Para terminar, os contaré que a veces me han entrado ganas de deshacerme de los pantalones, porque ahora los miro y me parecen de verdad un maldito pijama.

Pero no. Me los quedo, aunque en ocasiones me despierten este recuerdo desagradable y me provoquen un repeluzno. Me los quedo, me los pongo y me quito los demonios de encima escribiendo este articulito y compartiéndolo. Gracias.

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De la Margen Izquierda de la ría de Bilbao. Soy lingüista, teleadicta y peliculera. Creo, por encima de todo, en la libertad individual. No renuncio a la utopía.

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