Sor Citroen o la dignidad mal entendida

25/06/2013 en Doce Miradas

Cuando era pequeña vi por primera vez «Sor Citroen» (así, sin diéresis ni nada), una película con Gracita Morales como protagonista. Databa del año 1967 pero la ponían una y otra vez, que nadie piense que las reposiciones televisivas se inventaron con «Verano Azul». La película de marras era un clásico de la época y la vimos todos, grandes y pequeños, en unas cuantas ocasiones en aquellas Sesiones de Tarde de TVE que conseguían que los sábados nadie saliera a dar una vuelta hasta que no acabara la peli. Trataba de una monja cuya congregación gestionaba un centro para huérfanos y que, tras muchas vicisitudes, conseguía aprobar el carnet de conducir. Se compró un 2 Caballos y, calle arriba calle abajo, recorría la ciudad ante el pánico del resto de los conductores.

Sor CitroenPasaron los años, muchos, cuando otra tarde de sábado me tropecé con «Cine de Barrio» y con «Sor Citroen». Llena de una añoranza estrambótica por el tiempo pasado y vivido, me puse a ver la película de la que sólo recordaba a Gracita Morales, su coche y el título. Y cuál fue mi sorpresa cuando me encontré con una escena que me dejó pegada al sofá porque no me lo podía creer: la monja iba pidiendo por las casas una ayuda para el colegio de huérfanos cuando abre la puerta una morena de 30 años, guapa y voluptuosa… y con un ojo morado. Gracita Morales, con esa voz aguda que le caracterizaba, le pregunta qué le había pasado a lo que la mujer contesta «hermana, haga algo. Mi marido es muy celoso y me pega». Y la monja, haciéndose eco del sentir mayoritario de la época, le reprocha «es que tú siempre fuiste una casquivana y una atrevida. No mires a otros hombres y pórtate mejor con tu marido» (la frase no es exacta, mi memoria no da para tanto, pero sí transcribe literalmente el sentido de lo dicho). De esto han pasado unos cuantos años y aún no me he repuesto. Pero, y aunque me lo pide el cuerpo harta ya de tanta muerte, de tanto dolor y de tanta rabia, hoy no voy a hablar de violencia machista, de asesinos y de asesinadas. De víctimas y de verdugos. Eso lo dejo, con vuestro permiso, para otro día.

Hoy quiero hablar de otra cuestión. De cómo a lo largo de los años (de muchos, de demasiados) mientras Europa avanzaba, las mujeres salían al mercado laboral y rompían así las cadenas que las amarraban como un tormento a la dependencia económica y esclavizadora del marido, aquí se buscaba, por motivos políticos, sociales y de nuevo económicos, que la mujer cumpliera un papel muy determinado desarrollando un modelo a imagen y semejanza del que quería el Estado, la Iglesia y otras fuerzas vivas de la época. Y se talló, con muchos cinceles, una imagen de mujer que las propias mujeres asumieron: el pilar de la sociedad, la transmisora de los valores, la representación y el sostén moral de la familia tradicional. Y para conseguirlo se utilizaron muchos golpes de martillo: la televisión, el cine, la publicidad, el teatro, la literatura, la música… además, y por supuesto, del sistema educativo.

Isabel Coixet elaboró un documental titulado «50 años de… La mujer: cosa de hombres«, que hace un recorrido por cómo ha tratado la publicidad a la mujer a lo largo de la historia de TVE. No tiene desperdicio. En el primer spot, una pitonisa pregunta a la mujer que la visita por qué su matrimonio no funciona y su marido «tiene accesos de terrible cólera» a lo que la adivina le responde «¿has pensado que tu marido trabaja muchas horas diarias y tiene derecho cuando llega a su hogar a encontrar un agradable recibimiento?». Increíble. Lo peor es que al ver el reportaje comprobamos cómo actualmente la publicidad sigue transmitiendo muchos de esos estereotipos.

En el Festival de Cannes, se acaba de presentar un reportaje de Diego Galán, que bajo el título de «La Pata Quebrada», recorre a lo largo de 83 minutos el tratamiento dado a la mujer en los últimos 30 años del cine español. Para ello, utiliza 180 fragmentos de películas. Y se detectan 15 estereotipos de mujer: la gozosa, la esposa fiel, la heroína, la romántica, la solterona, la monja, la pecadora, la perfecta casada, las extranjeras, las liberadas, la folclórica, la maltratada, la divorciada, la emancipada y las mujeres solas. En la escena que comentaba antes de Gracita Morales y la mujer maltratada, se reflejan dos tipos totalmente contrapuestos y con una ganadora clara: la monja. La mujer entregada, generosa, feucha y sobre todo y ante todo, decente. Frente a la otra, guapa, con buen cuerpo, con ropa ajustada. Y por definición indecente. La primera merece todo lo bueno. La segunda merece todo lo que le pasa (incluido el maltrato). Y no lejos de esto, sino más bien cerca, y reforzándolo, surgían las canciones de la época: mujeres que penaban por sus amores, trágicos todos ellos, terriblemente sufridos, por los que luchaban dejándose el alma en cualquier páramo, para conseguir lo que más querían: el hombre con el que soñaban para al final… pasar por el altar, crear una familia y tener hijos. Y aquí paz y después gloria. La que lo lograba lo hacía porque era un dechado de virtudes (entonad aquello de «María de la Mercedes, no te vayas de Sevilla…)» y la que no lo lograba era porque era una mujer de poco fiar y con demasiada experiencia: la Bien Pagá, la Zarzamora o esa otra que se liaba con marineros de nombre extranjero.

Dignidad versus decencia

Pero si analizamos todo esto vemos que el modelo femenino se ha vehiculado a lo largo de una característica central: la dignidad. Con una única vara de medir: la decencia. Mujeres a las que se les decía cómo debían comportarse en todos y cada uno de los momentos de su vida, cómo debían ser, vestir, sentarse, actuar en relación con sus novios, maridos, hijos y padres. Y lo que es peor: cómo debían sentir. Ellas sabían desde niñas cómo tenía que ser el hombre con el que se iban a casar (trabajador y honrado); cómo y de qué manera debían enamorarse, tratar a su novio y qué podían, debían y hasta deseaban hacer con él (había que «reservarse» para el hombre, incluso con pena de infierno en caso de incumplimiento); cómo tenían que comportarse en su noche de bodas (y en las siguientes); cuál debía ser su actitud una vez ya casadas con respecto a su marido (y a su padre. Y hasta a sus hermanos varones). Y no digamos ya cómo debían de sentirse en cuanto eran madres (objetivo fundamental de cualquier mujer que se preciara, por cierto): amantísimas, entregadas, sacrificadas y hasta heroínas en muchos casos. Es decir, en todos y cada uno de los momentos de su vida, olvidarse de que eran personas para representar el papel que otros habían elegido por ellas. Y todo esto para toda la vida. Porque ninguna mujer decente podía volver a enamorarse y ni mucho menos dejar al marido diciéndole aquello de «anda y que te ondulen».

Y esto no viene de ahora. Data ya de antiguo: «La mujer del César no sólo tiene que serlo sino parecerlo» mientras que del César no se habla porque al César todo le está permitido. Y que conste que he dicho está, no estaba. Porque de aquellos polvos vinieron estos lodos. Y la herencia ha sido, en muchas direcciones, maldita. Porque si mal estaban las mujeres de los años 60 y 70, ni que decir tiene que las que hoy somos madres seguimos también unas pautas de comportamiento que nos han marcado, con el agravante de que encima nos hemos incorporado al mundo laboral oyendo aquello de que «nos hemos liberado». Y ahí es cuando arde Troya. Porque ahora debemos ser la esposa perfecta que vela por el marido, por la casa, por la familia y por la transmisión de los valores. La hija amantísima que se vuelca con los padres y suegros y se convierte en la cuidadora de aquellas personas mayores dependientes que hay a su alrededor. Y por supuesto, en la madre ideal: la que trabaja ocho horas fuera de casa, la que hace la comida por la noche para que los niños se alimenten de la forma más sana y saludable posible y la que, a la vez, se da golpes de pecho cuando por cualquier motivo les tiene que dejar en el comedor del colegio. La que, además, se transforma en profesora y llegue a la hora que llegue a su casa, les ayuda a hacer los deberes. La que tiene que estar feliz por llevar a sus hijos al parque y socializar con el resto de las madres con las que sólo le une que sus hijos comparten espacio unas cuantas horas al día. La que compra los regalos de Navidad, la que ordena la casa y hace la lista de la compra, la que pone las lavadoras, la que incluso deja a su marido la ropa de los niños encima de la cama cuando ella se va a trabajar si es que él ese día libra o se levanta más tarde. La que va los sábados a ver a las criaturas jugar al fútbol, la que va a las excursiones del colegio, se fuma la catequesis entera… Y eso, trabajando 40 horas, o más, a la semana y manteniendo la sonrisa perfecta, la pestaña pintada y sin que se te mueva ni un solo pelo. Y eso sí. Con un gran sentimiento de culpabilidad. Porque si no, no eres una buena madre.

Y además de todo eso, decente, muy decente. El otro día me sorprendí diciéndole a mi hija de 14 años: «ten cuidado porque la mujer pierde todo su prestigio por el mismo motivo por el que un hombre lo gana». No me atreví a enumerarle la cantidad de palabras que existen para denominar a una mujer cuya «virtud» esté en entredicho. Eso sí. No encontré ni una sola para un hombre que tenga el mismo comportamiento. Ni en el diccionario ni fuera.

Espero, y lo hago con auténticas ganas, que todo esto cambie y desaparezcan esos imaginarios que nos han hecho, y que nos hacen, la vida tan difícil. A las unas. Y a los otros. Que también ellos tienen lo suyo.

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Miren Martín

Periodista enamorada de la comunicación. Soy una apasionada de la vida a la que analizo constantemente lo que me lleva muchas veces a no saber. Y me gusta la gente. La buena. No la otra. Y hay dos cosas que no soporto: la injusticia y la insolidaridad. Por todo eso quiero mirar. Siempre hacia adelante.

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