Preguntas intimidantes y tomaduras de pelo

22/10/2013 en Doce Miradas

Este texto responde a la invitación que Silvia Muriel hizo a Doce Miradas para colaborar con el Foro para la Igualdad 2013 de Emakunde, con la publicación de experiencias personales de mujeres en el ámbito de la empresa. En estas líneas recojo algunas de las dificultades con las que nos encontramos las mujeres, por el mero hecho de serlo. También el reconocimiento de algunas buenas prácticas que en mi empresa hacen que ser mujer y trabajadora sea un poco más llevadero. Cal y arena. Aún nos queda.

 

Soy sincera cuando digo que en mi vida laboral no he vivido en primera persona ni la discriminación salarial ni el trato diferenciado por cuestión de género. Hablo de mi experiencia como trabajadora rasa, claro. Yo no tengo ambiciones profesionales de altura. Aspiro a disfrutar con mi trabajo y, según lo escribo, pienso que esta ambición, con los tiempos que corren, es suficientemente elevada. Digamos que no he sentido que me pusieran trabas para crecer, pero es que tampoco he intentado recorrer esa senda.

Sí he experimentado, en cambio,  cosas que me han hecho sentir mal, con esa sensación de que te toman el pelo y no sabes muy bien cómo afrontarlo. Por ejemplo, cuando en más de una entrevista de trabajo me han preguntado por mi estado civil y por mis intenciones de formar o no una familia. Lo peor de todo no era la pregunta, ya de por sí bastante intimidatoria; lo peor era mi reacción: las ganas poderosas de mentir y decir que no, que qué va; que para mí la prioridad en aquellos momentos era encontrar un trabajo que me permitiera crecer profesionalmente. Y generando pensamientos a la velocidad del rayo, me justificaba diciendo que apuntar “en aquellos momentos” me exculpaba de una mentira y gorda, porque nadie podía aventurar a partir de qué mes o año aquellos momentos serían otros y podría embarazarme sin miedo al reproche de la patronal.  Se colaba en mis pensamientos una vocecita que decía “Miente, Pinocho, miente. O no vas a encontrar trabajo en tu vida”. Triste presión la de las aspirantes a treintañeras.

A puntito de casarme estaba cuando en la entrevista para un trabajo de cierto riesgo pasaron por alto mis planes de boda y ni me preguntaron si tenía prisas por abordar la espinosa cuestión de la gestación y posterior crianza de vástagos. Pero me hicieron otra pregunta dolorosa: “¿Qué le parece a tu novio que quieras trabajar aquí?”. Sin comentarios. Por un momento se me vino a la cabeza si no debería haberme presentado a la entrevista con un justificante firmado de mi tutor.

La verdadera sensación de tomadura de pelo la tuve cuando por fin conseguí establecerme en un trabajo de esos que te hacen pensar que podrías jubilarte allí. No me quedo con las ganas y diré que los comienzos fueron muy, muy duros, porque di con un personaje gris oscuro que me trató mal y lo hizo porque ocupaba un puesto en el que puedes decirle a una trabajadora que carece de capacidad y de conocimientos para desempeñar su puesto. Sospecho que se sentía amenazado porque yo era una mujer que no tuvo pelos en la lengua para hacer tambalear su exceso de autoridad y su legitimidad para cuestionar permanentemente mi trabajo.

En este marco maravilloso de armonía laboral me quedé embarazada de mi primera hija. No hubo problema con eso. Ni con la baja por maternidad. Las dificultades llegaron con mis propuestas para  conciliar mi nueva situación familiar con la vida laboral. Tras la imposibilidad de llegar a un acuerdo que me permitiera conservar la totalidad de mi jornada y mi sueldo, me sujeté firmemente a la ley que me garantizaba una reducción de jornada y elegir el horario de trabajo respetando escrupulosamente el margen de mi empresa. Bien. La tomadura de pelo servida y lista para ser engullida sí o sí. Este episodio no tiene un final sorprendente. Es el pan nuestro de cada día. Pasé siete años sin que mi jornada fuera completada ni mis funciones menguadas. Pasé siete años rompiéndome a criar y a trabajar fuera de horario sin saber muy bien cuál de los dos frentes me desgastaba más. Esto pasa cuando una padece de sentido de la responsabilidad mal entendido. Hoy he aprendido y sé bien que si un kilo de manzanas vale un euro y medio y sólo tienes un euro, no te puedes llevar el kilo entero. Aquí y en Lima. No sé por qué con las reducciones de jornada esta matemática básica no se aplica, pero a mí ya no me pillan.

Debo decir, sin embargo, que hoy por hoy me siento plenamente reconocida y respaldada en mi trabajo. En una plantilla mayoritariamente formada por mujeres e igualmente valoradas por su desempeño, es justo reconocer que la dirección de mi empresa tiene la sensibilidad y la actitud propias de quien respeta a las mujeres –trabajadoras, madres y ambas cosas- y ofrece flexibilidad y comprensión ante situaciones de conflicto entre las responsabilidades familiares y laborales.

Como en todas, en mi empresa se dan situaciones mejorables. La dirección –y por tanto, el peso de la toma de decisiones- recae exclusivamente en hombres. Y veo poco probable que esto vaya a cambiar a corto o medio plazo. Sospecho (con fundamento) que son estamentos más altos los que no contemplan la aportación femenina en el diseño de sus líneas editoriales o de actuación. Como personal técnico podemos ser lo más, pero el acceso al cotarro de la toma de decisiones exige pantalón y mocasín. No hay argumentario que sostenga esto, pero aún hoy es lo que nos brinda el panorama.

Foto: Great Beyond en Flickr

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Debería dejar de correr, pero no me da tiempo. Sentirme responsable mueve mis pies, altera mi corazón y provoca mis palabras. La prepotencia me subleva. Añoro el sol que nos escatima el Norte.

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