Colorín colorado

30/07/2013 en Doce Miradas

Imagen de Harry Scheihing (CC by-nc-sa)

Imagen de Harry Scheihing (CC by-nc-sa)

El ritual era sencillo: un cuento para acerar el sueño infantil, y antes de apagar la luz, una canción, siempre la misma canción: “Duerme, duerme, Negrito”. Cantábamos sin la voz de Mercedes Sosa (¡qué más quisiera!), y cambiando al pequeño “mobila” por una niñita negra. Esta canción feminizada se convirtió en nuestro sortilegio. Un día, mis hijas escucharon la versión original, y sorprendidas me preguntaron si aquel otro negrito era hermano de nuestra niña.

Por lo que sé sobre la historia de esta canción, bien podría haber estado dedicada a una niña, pero no ocurre lo mismo con otras historias que se nos han colado en el mundo imaginario hasta hacerse muy reales. Creo que muchas de esas historias están en el sustrato del suelo pegajoso por el que nos movemos muchas mujeres y muchos hombres (releed a Begoña si os parece), y por eso, he querido dedicarle esta mirada a la construcción de imaginarios infantiles, un tema que por su trascendencia y mi querencia, me preocupa mucho. Allá voy.

Si os ha tocado enfrentaros a esta hora de los cuentos, sabréis qué difícil es encontrar historias edificantes que llevarse a la boca. No es cuestión de mero placer estético: las palabras crean realidades, y las palabra contadas a niños y niñas pueden ayudarnos a moldear una nueva realidad, más igualitaria, menos desigual. Los libros que traje desde mi infancia contenían un catálogo de hermosas princesas de vestidos imposibles, ñoñas y débiles, de apuestos príncipes, también algo alelados, de madrastras insoportables y mezquinas, guapas a rabiar y malas de solemnidad, entre otras lindezas. Opté entonces por buscar en la biblioteca de nuestro pueblo, y encontré una colección deliciosa en euskara «… Eta Zer?«, en la que autores y autoras vuelcan su ingenio para describir historias reales, vistas desde la supuesta «anormalidad»: niños y niñas gordas, miopes, retoños de familias homosexuales y parejas heterosexuales separadas, niños a los que no les gusta el fútbol y juegan con muñecas… Y cuando agoté ese filón, pasé a inventarme historias a mi gusto. Conté y escribí cuentos de niñas adoptadas que investigan sobre sus ojos rasgados, madres trabajadoras histéricas que por las noches están agotadas, padres maravillosos que trabajan en casa y son inventores de cometas que vuelan en el pasillo, etc.

Si os interesa haceros con más historias, os recomiendo “Mujeres que corren con lobos”, de Clarissa Pinkola, que ha realizado una estupenda recuperación de cuentos de todo el mundo, y ha deshojado las sucesivas capas que escondían el papel central de las mujeres.
 
Pero pronto aprendí que las mañanas son otra cosa bien distinta. Por las mañanas, la radio nos habla de las conversaciones “a alto nivel” entre los mandatarios de no sé qué países, hombres en una apabullante mayoría. O nos cuentan sobre la reunión del Consejo Asesor de algún Presidente, hombre él, hombres también los asesores.

Consejo Asesor
 
Las mujeres de los cuentos y canciones de la noche no aparecen por las mañanas. En mi entorno laboral más directo, es mayoritaria y sangrante la proporción de hombres que deciden qué deben hacer las y los demás. No termino de entender en qué momento del camino se apearon de la carrera profesional pública tantas excelentes alumnas universitarias (están en las encuestas pero no en los equipos directivos), o las esforzadas compañeras de trabajo que he conocido en diferentes lugares, o las brillantes mujeres con las que cruzo mensajes y comparto proyectos (éste, Doce Miradas, es uno de los pocos lugares donde las he reencontrado). ¿Cuántas mujeres hay en el Ibex35? ¿Cuántas científicas conoces, cuántas matemáticas, cuántas comandantes de avión, pescadoras de altura? Y si las conoces, porque las hay a montones, ¿cuántas veces no has pensado al verlas “mira, qué curioso, una mujer en tal sitio”?

Nací mujer hace casi 43 años, pero no entendí el sentido final de las diferencias de género hasta que miré con otros ojos los cuentos con los que quería dormir a mis hijas. Ni tan siquiera en los años de otras militancias sociales (ecologismo, antimilitarismo, culturas, internacionalismo…) fui capaz de aprehender el sentido final de la desigualdad, tal vez porque en todos aquellos otros campos dimos por hecho (equivocadamente) que una cosa nos llevaría a la otra. El tiempo me ha demostrado que no suelen ocurrir estas carambolas, y que la igualdad es, en origen, el producto de una chispa de conciencia que se enciende en privado, y sólo con el tesón diario, podemos hacer que se propague.

Voy llegando al lugar en el que quiero poner los ojos para esta primera “mirada”. Me pregunto: ¿Dónde nos hemos equivocado? ¿Qué hemos hecho mal, o insuficientemente bien? Nuestra generación de mujeres venía con ciertas reivindicaciones de serie, pero no hemos sido capaces de acelerar el cambio. Observo a mis hijas, y a los amigos y amigas de mis hijas, y lo que veo no me gusta en absoluto. En el patio del colegio, ellos acaparan el centro del campo, con su balones y voceríos, mientras ellas caminan por los laterales, unas con otras, contándose “sus cosas”, perpetuando la división y la diferencia, observándose por el rabillo del ojo, sin buscarse para aprender. Son seguidoras de personajes de ficción que deberían arder en las hogueras de la educación igualitaria, y que repiten, paso por paso, los estereotipos que durante tantas noches quisimos apartar de nuestras realidades a través de cuentos que nos inventamos. Así vayan vestidas de vampiresas, esos personajes de hoy siendo las “Mujercitas” de antes, las princesas de los cuentos que descarté como lectura recomendable.

Mujercitas
 
Javier Elzo advertía hace unos meses sobre el escaso avance que, en términos generales, han experimentado las y los jóvenes en materia de igualdad de trato, respeto y aceptación. Mientras la sociedad sea machista, decía, los jóvenes lo seguirán siendo también, hoy y dentro de muchos años. Inquietante. Y muy triste. Cuando estoy a punto de tirar la toalla, suelo visitar el blog de Ianire Estébanez, un compendio de sentido común y argumentos que, sorprendentemente, todavía tenemos que manejar a estas alturas. Leo las cosas tan sensatas que dice y algo se me mueve dentro.
 
Durante muchos años me consolé pensando que la transformación estaba a punto de llegar. Había llegado a un mundo incompleto y mutilado, pero podía hacerlo cambiar. Un mundo en el que las mujeres tenían que pedir permiso a sus maridos (o a su padre si no estaba casada la infeliz) para poder salir al extranjero, donde los “Tesoritos de la Casa” seguían siendo el modelo. En aquel tiempo pensaba que mi esfuerzo puertas adentro sería suficiente para cambiar las microdesigualdades y todo lo que las rodea. Hoy no estoy tan segura.
 
Vuelvo a la pregunta que me ronda por la cabeza: ¿qué hemos hecho mal, o insuficientemente bien? Por una parte, creo que no medimos bien las fuerzas y nos volcamos, casi de forma exclusiva, en conseguir la igualdad formal. Tal vez pensamos que se trataba de logros sucesivos, y que tras ésta llegaría, de forma natural e imparable, la igualdad de trazo fino, la que ocurre en cada casa y en cada mente. Hoy en día, la corrección política ha avanzado, y los mínimos legales están, supuestamente, garantizados. Ciertamente, ocurre lo contrario en muchas ocasiones, pero reconozco el gigantesco paso que hemos dado en pos de la igualdad formal.

La desigualdad que me preocupa es un movimiento mucho más sutil, casi silente. Está en el subsuelo de la sociedad que acepta, a regañadientes en muchas ocasiones, prácticas que garantizan la igualdad formal, pero que se asienta en valores y actitudes muy alejadas de ésta. Y me preocupa porque no la entiendo, porque no termino de encontrar ni un único culpable, ni una única víctima.

Y aquí no se libra nadie. Yo misma soy consciente de que contribuyo muchas veces a perpetuar los estereotipos con mis actitudes, tanto en el plano laboral como en el familiar. Ser coherente es agotador, me digo, y al cabo del día repito rasgos de los roles que de forma consciente, me afano en destruir. Y si me doy cuenta, busco alguna excusa, y a otra cosa, mariposa. Estoy segura de que esto mismo ocurre también a muchos hombres.

¿Podemos hacer algo más? Yo creo que sí, y si me lo permitís, voy a dar algunas pistas que, con un poco de suerte, pueden resultar útiles. Mi insuficiente formación en este campo (mis teorías beben directamente de los cuentos infantiles, recordad) me llevará a meter la pata, sin duda, pero acepto las críticas con buen talante. Dicho queda.
 
En primer lugar, creo que debemos dejar de mirar sólo hacia “la sociedad” pidiéndole cuentas. Yo no conozco a “la sociedad”, no me cruzo con “la sociedad” en el metro, no sé dónde trabaja, ni qué series de televisión ve. Mientras apelemos en exclusiva a la “sociedad” seguiremos estando en el bucle diabólico que nos da la coartada perfecta para librarnos de la responsabilidad individual. Ese ser amorfo y omnipotente que todo lo puede cambiar, la sociedad, no es nada más allá de ti y de mí.
 
En segundo lugar, necesitamos hablar más, escribir más, leer más, debatir mucho más sobre la visión del mundo igualitario que queremos construir, porque no es ni evidente ni homogénea. Debates abiertos, sin líneas rojas, aquí, en los entornos laborales, en las familias, y mucho, mucho más, en los medios de comunicación. Un debate que nos permita entender para acercarnos. Muchos hombres se sienten cómodos en este grado de igualdad formal, y motivos no les faltan. También muchas mujeres consideran que este estadio de la igualdad es la estación final en la que todas nos bajamos gustosamente. Con ellos y con ellas deberemos acordar nuevos pasos, porque para otras muchas personas, el trayecto no ha hecho más que empezar.
 
Y en tercer lugar, tenemos que construir un nuevo relato de la igualdad, del feminismo, de la responsabilidad, de la libertad individual y colectiva, porque los que venimos manejando en estas últimas décadas están ya un tanto viejitos y desconectados de las aspiraciones actuales. Se nos han pasado de moda las palabras, tal y como en este blog hemos leído en muchas ocasiones. Cuando nos preguntan si hoy en día tiene sentido hablar de feminismo, mi intuición me dice que unas y otros estamos hablando de un mismo término, sí, pero de muy diferentes significados. Unos piensan en las sufragistas, y otras muchas pensamos, simplemente, en los valores de futuro que queremos empezar a construir antes de que sea demasiado tarde.

Cambiar una vocal en las estrofas de aquella canción, “duerme, Negrita” nos ayudó a mis hijas y a mí a dibujar una realidad distinta, y crecimos sintiéndonos cercanas a esa niña que vive oculta tras una vocal acaparadora. Creo en la fuerza de las palabras, y creo mucho más aún en los hombres y las mujeres que las pronuncian saboreando el mundo que llevan implícito.
 
Fantástica tarea la de crear una nueva realidad, por mucho que cueste levantarla, sílaba a sílaba. No se me ocurre ningún trabajo más emocionante, y por el lugar que ocupamos en la historia reciente, creo que nos toca hacerlo: somos un puente que conecta el mundo que ya no existe con el que todavía no ha nacido.

Y como cerramos por vacaciones con este post, os dejo con una canción de cuna. Podéis cambiarla todo lo que os apetezca, faltaría más.

Manos a esta obra. Porque “colorín, colorado… este cuento, aún no ha acabado”.

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Pilar Kaltzada

Periodista. Suelo escribir, leer, pensar y dudar, no siempre en ese orden. La mayoría de las veces no soy partidaria… Cuando descubrí que lo esencial es invisible a los ojos me quedé más tranquila, porque muchas de las cosas que veo no me gustan. Yo, por si acaso, sigo mirando.

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