Azul

13/01/2015 en Doce Miradas

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Azul


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Hace varias semanas que no consigo pensar con claridad. La cabeza me va lenta, las tareas se me solapan, me sobrevienen sin haberlas olido, olvido citas, pierdo cosas, no retengo informaciones nuevas. Me escucho una y otra vez preguntando «¿Eso a mí me lo habías contado?». Porque no lo recuerdo. Mi sistema alerta desde hace tiempo y me dice aquello tan irritante de «No se ha podido realizar correctamente la actualización por no haber espacio suficiente en el disco duro».

Elimino archivos basura, muevo los importantes a otra unidad de almacenamiento externa…  y tiro. Tiro hasta que llega un día en el que necesito instalar una aplicación vital y el sistema no me responde: necesito esa app que me permita meter aire a los pulmones mientras sigo con mi vida y entonces me dice que el acceso me ha sido denegado. No puedo respirar. Estoy sola. Atrapada en la filigrana imposible de mi existencia. Sola. Nadie puede respirar por mí. Inspirar, expirar… Es muy fácil. Es lo primero que aprendemos al nacer. Y entonces, ¿por qué no soy capaz? Siento que podría pasarme horas llorando, deshidratando a ese bicho que me hace tanto daño. Desde el apabullante dolor de cabeza que siento asoma tímidamente una regañina: ¿No te parece que ya es suficiente? Suficiente. ¿Qué palabra es ésa? Nunca es suficiente. Porque podría hacer más y podría hacerlo mejor. ¿Quién me ha dicho eso? ¿Puedo? ¿Debo? ¿Con quién tengo esta deuda acogotante? Conmigo».

¿Es porque hemos elegido ser y estar?

Podrían ser las líneas de un diario personal. Conozco a muchas mujeres que también se están sintiendo así cada día, sabiendo que algo estamos haciendo requetemal cuando el primer pensamiento de cada día es «madre mía, lo que tengo por delante».

Pero esa convicción no cambia nada. Porque hemos elegido ser y estar. Reclamar nuestra silla allí donde se mueve el cotarro, sin dejar de acoplar como nadie la despensa después de una compra de 200 euros, por poner un ejemplo. Tenemos derechos y estamos dispuestas a hacerlos efectivos. Pues sea. A por todas.

Hemos querido estudiar y lo hemos hecho; trabajar… y hemos podido (algunas); demostrar que valemos, también; formar una familia… ¡Pues venga! Con hijitos y/o hijitas… ¡Dale! Promocionarnos profesionalmente… lo que hemos podido; demostrar nuestra maestría en la gobernanza doméstica… aquí nos hemos salido. Y ya. Hasta aquí una aproximación a ese concepto imposible que hemos acordado llamar conciliación de la vida familiar y laboral.

Pero aún no hemos hablado de sueños. Aquí es donde te das verdadera cuenta (si no lo habías hecho ya) de que te puedes poner cada día el traje de superwoman, pero aun en el caso de que te quede como un guante, no te arroga superpoderes. Pensar con todas tus fuerzas en que algo es posible, puede acabar consiguiendo que lo sea, pero no es el caso.

La falda, el leggin, el vaquero, la melena, el rizo suelto, el pelo corto, la americana, la chupa, las botas de monte, el morrito pintado… Da igual cuál sea tu traje: no tiene superpoderes. Por lo tanto, si eres de ésas que además de conciliar trabajo y familia quieres volar hacia tus sueños, cuenta con que nuestras alas están empapadas de chaparrones que nos sobrevienen por un montón de frentes con los que no habíamos contado. No podemos volar. No sin pagar el alto precio de renunciar a la paz de la mente, el cuerpo y el alma.

Yo no puedo volar. Me pesan demasiado las alas. Por más que me pongo al sol no se secan, porque, además, es tan fugaz y débil este sol que me adeuda tanto, tanto calor…

Quizá no es el momento

Voy a dar un pasito para atrás y reconocer que a lo mejor sí puedo volar, pero quizá no tan alto ni tan rápido; y que a lo mejor éste tampoco es el momento. Pero como a cabezona es difícil ganarme, ahora voy a dar un pasito para adelante para decir alto y claro que me parece injusto que yo tenga que posponer mis sueños a la espera de mejor vida. Porque la mejor vida ya existe: deben tener un prototipo en Taiwan, que lo conocen 27 chinos y 3 chinas, y que no se atreven a globalizarlo porque el negocio y la ética no se llevan bien. En ese prototipo de sociedad los hombres se caen del guindo de una vez por todas y se mueven junto a sus compañeras: no ayudándolas sino aupándolas. Tomando parte en el cambio, dando forma a la igualdad real; construyendo desde la primera línea, no limitándose a observar, respetar, dejar avanzar e incluso admirar. En ese prototipo, las mujeres no nos sentimos obligadas a sacar lo mejor de nosotras mismas todo el tiempo; los niveles de responsabilidad tienen ritmos y espacios y la autoexigencia toma por fin forma de látigo real y se lo devolvemos al Sr. Grey, para que juguetee entre sus cincuentas sombras con quien quiera y le vaya el rollo.

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La ansiedad, esa gran conocida.

La ansiedad, esa gran conocida

Según un estudio de julio de 2014 del Instituto Catalán de la Salud, somos el país con más estrés femenino de Europa: el 66% de las mujeres españolas están estresadas. Un enfoque más global nos sitúa en las quintas más estresadas del mundo, por detrás de India, México, Rusia y Brasil.

La palabra “estrés”, utilizada con mayor o menor rigor, forma parte de nuestro lenguaje más cotidiano. Sin embargo, cuando hablamos de ansiedad el significado se nos antoja más amplio, preocupante. La ansiedad no aparece de repente. Nos va dejando notitas aquí y allá, con mensajitos que la rutina no nos permite considerar amenazantes. Se manifiesta en múltiples formas que van desde sensación de nerviosismo, dificultad para respirar, nudo en el estómago, opresión en el pecho, taquicardia, miedo, alteración del sueño, tensión muscular, temblor, cefalea, mareos, hiperventilación, adormecimiento de manos y piernas, incapacidad para relajarse…

Son alertas del cuerpo a las que, a veces, no hacemos caso. Y entonces la ansiedad se presenta de manera desproporcionada, sin motivo aparente, intensa, persistente, invadiendo el modo en el que nos relacionamos con el mundo y sus gentes, interfiriendo en nuestro hacer, en nuestro ritmo, productividad, resistencia, seguridades… Es en este momento, cuando deberíamos comenzar a pensar en ella, en la ansiedad, como en un trastorno.

Las dificultades para conciliar vida laboral y familiar y las características propias de nuestro sistema hormonal, hacen que las mujeres sufran hasta un 200% más de ansiedad que los varones. Esto lo dice Antonio Cano-Vindel, presidente de la Sociedad Española para el Estudio de la Ansiedad y el Estrés (SEAS), en el marco del X Congreso Internacional de dicha sociedad. No me resisto a apuntar que echarle la culpa a las hormonas (sin saber yo nada de ciencia, es verdad), me da, cuanto menos, perecita. Con los vaivenes hormonales convivimos desde muy temprana edad y –si  bien es cierto que hay mujeres a las que les afectan- no me parece a mí que sea de recibo citar este motivo sin poner una coma más, para añadir el papel fundamental de observadores internacionales de brazos caídos que los hombres del mundo civilizado están desempeñando, viendo y lamentando el desplome de tantas mujeres que, literalmente, no pueden con la vida. O no les da la falda, como me gusta a mí decir.
Dice Cano-Vindel que las mujeres damos una gran importancia a todo porque “procesamos la información de forma más amenazante, magnificando los problemas”. Quizá podríamos ser un poco más serios y reconocer que todos esos problemas a los que damos tanta importancia y magnificamos, son amenazas reales para nuestra programación vital dirigida a pensar en el bienestar de todo pichi pata antes que en el nuestro. Añade, que “las mujeres suelen atender varias tareas a la vez y generalmente son más perfeccionistas que los hombres, y todo esto les provoca mucha ansiedad”. Reto a Cano-Vindel y a todos los hombres aventureros del mundo a intentar el ejercicio del cuidado de sus seres queridos y la multitarea permanente desde el prisma del perfeccionismo y hacerlo con paz. Sé que este señor experto en ansiedad no tiene la culpa y que se limita a hacer pedagogía con su saber sobre el tema que nos atañe. Pero es que yo a veces tengo la sensación de que cuando los hombres describen las cosas que nos pasan a las mujeres, lo hacen desde la distancia erudita del que no se siente -ni de lejos- parte de la historia. Es un poco como decir: “Es que ellas son así”.

Vivir con ansiedad se puede, pero no se debe

Con un trastorno de ansiedad es imposible vivir. No permite el curso normal de la vida y la persona no puede solucionarlo sola sin recurrir a la ayuda profesional. Todos los estudios parecen coincidir en que las mujeres sufren más trastornos de ansiedad que los hombres, porque en los últimos años nos estamos exigiendo como nunca para estar a la altura: se muestran ante nosotras apetecibles posibilidades de desarrollo profesional y personal, pero no hemos sabido (ni quizá querido) ceder la batuta del hogar. Se añade en esta información la mayor predisposición genética a padecer dichos cuadros y más permiso social para expresar lo que emocionalmente sentimos. Apunto yo dos cosas. Una: si los hombres no se han ido sumando al cambio social al mismo ritmo que lo han hecho las mujeres… “de aquellos polvos, vinieron estos lodos”. Y dos: si un hombre sufre ansiedad a estos niveles de los que hablamos, lo cuenta: vaya que si lo cuenta.

¿Cuándo empieza todo esto?

Leo en este artículo de Miranda Vignera, psicóloga especializada en mujeres e infancia, que “ciertos rasgos masculinos como la independencia, el nivel de actividad o la asertividad constituyen factores protectores contra el miedo y la ansiedad. A las niñas se les refuerzan las conductas prosociales y empáticas, mientras que a los niños se les fomentan los comportamientos de autonomía e independencia, la asertividad y la iniciativa, a la hora de desempeñar distintas actividades. Se ha comprobado a través de diversos estudios que las niñas, desde muy pequeñas, reciben respuestas más positivas cuando cometen actos de obediencia y sumisión. A su vez, reciben respuestas más negativas al mostrarse más activas”.
Por tanto, la afectividad negativa constituye un factor de vulnerabilidad para sufrir trastornos emocionales y las mujeres –explica Vignera- presentan mayores índices en este factor que los hombres «como consecuencia de los diferentes patrones sociales de reforzamiento, el estilo y las expectativas paternas que reciben varones y mujeres desde su nacimiento”.

Continúo destacando literalmente: “Hasta la etapa preescolar, los niños manifiestan más emociones de enfado, mientras que las niñas se muestran más temerosas. A lo largo de la infancia, las niñas empiezan a evidenciar más síntomas de ansiedad e inhibición conductual. Durante primaria y secundaria las niñas manifiestan más emociones de sorpresa, tristeza, vergüenza, timidez y culpa, mientras que los varones muestran más reacciones de desprecio y son más propensos a negar la experiencia de otras emociones”.

“Es por estos factores y por otros, que las mujeres tienen el doble de probabilidades de sufrir un trastorno de ansiedad que los varones. Los factores de tipo psicosocial son los que mejor explican esta mayor vulnerabilidad de la mujer a los trastornos de ansiedad”.

La autoexigencia

Dice Carmen F. Barquín que la autoexigencia resta demasiada energía y tiempo al disfrute de una vida afectiva y social. Añade que “suele afectar más a personas con baja autoestima que perciben como un ataque personal cualquier crítica. La rabia y la frustración les impiden ver más allá, para poder reconocer y disfrutar de los logros y avances conquistados”.

Del discurso de Carmen F. Barquín me quedo con la desoladora constatación de que las consecuencias de la socialización diferencial y las pautas de género marcan, guían y limitan la vida personal: lo que “se tiene que hacer” y “cómo se tiene que ser”. “Este aprendizaje se va interiorizando en nuestro psiquismo y configura nuestra identidad de género. La afectividad asignada a las mujeres dentro de la socialización sexista, se corresponde con la dependencia y el sacrificio, se nos estimula tendenciosamente para sentirnos bien cuando nos volcamos hacia los otros como mandato central de nuestro deber ser Mujer”.Esta frase a mí me duele en lo más hondo.

Me viene a la cabeza el post “Género y salud: formas de distinta conjugación” que escribió Maxi Gutiérrez, como mirada invitada en este blog, en el que decía: “La mujer tiene interiorizado el mandato del cuidado hasta tal punto que lo normaliza y muchas veces se lo autoimpone como una cuestión de deber moral en solitario. Mochilas que se cargan a la espalda llenas de ocupaciones y pre-ocupaciones que pueden transformarse en dolor, insomnio, depresión o angustia. No sé si es enfermedad, pero, desde luego, es sufrimiento del que muchas mujeres no son capaces de salir”.

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Laberintos

Salirse de madre

Añade C.F. Barquín que “transgredir la expectativa del rol, asumir protagonismo e iniciativa, implica en ocasiones tener que atravesar laberintos de  “castigo” social y también supone superar las barreras internas que en forma de “mandatos” de género nos hacen sentir inseguridad o culpa”.

Mayoritariamente, la responsabilidad de los cuidados y -aunque con avances esperanzadores- también lo doméstico, forman parte de nuestra programación desde la infancia. La incorporación al mundo laboral, la autonomía para decidir ir, venir, formar parte de proyectos, activismos, movimientos, emprendimientos del tipo que sean, tienen coste. Un alto coste: la dificultad para gestionar el tiempo y con ella, la culpa que barniza todo lo que hacemos fuera de programación. “Muchas veces esta sensación se interpreta como incapacidad lo que, a su vez, promueve una sobrexigencia, un malabarismo imposible de sobrellevar en el intento de llegar a todo y además, hacerlo bien”.

Renunciar: fracaso o liberación

El desgaste físico, emocional y psicológico que supone ser y estar, echarse a la espalda más responsabilidades de las que nos podemos permitir sin perder la salud por el camino, acaban por ponernos frente a un espejo y hacer un ejercicio sincero de revisión de vida. Muchas mujeres que apostaron por desarrollar un proyecto profesional, social, personal… terminan por renunciar a sus metas y sueños porque no les compensa. Porque vivir en un estado continuo de estrés dispara la ansiedad de forma peligrosa, por los sentimientos constantes de malestar y angustia.

Tras la toma de decisiones duras, dolorosas, que implica renunciar a los sueños, deberíamos poder saborear una cierta (aunque amarga) liberación, por haber dejado pesados paquetes a los lados de nuestro camino. Podríamos empezar a trabajarnos la conciliación entre nuestras capacidades y posibilidades y emprender ese apasionante viaje que algunas personas consiguen hacer hacia la paz interior. Lo que ocurre es que hay mujeres que no necesitamos liberarnos de peso sino llevarlo entre más gente. Por tanto entiendo que si mi cuerpo y mi mente se sublevan y me piden parar y yo lo asumo, no estaré renunciando porque quiero sino porque no puedo.

En el jardín donde tengo plantados mis sueños siempre hace buen tiempo, el sol calienta y el cielo es intensa y absolutamente azul, azul, azul. Me sirve como imagen mental: es allí donde quiero y necesito estar, porque es lugar de orden, de paz, de igualdad, de derechos, de conquistas para hombres y mujeres. Pero mi edén, el azul cuyo anhelo me ciega y me desbarata, me plantea un conflicto demoledor: ¿en el empeño esforzado por hacer de mi jardín un vergel, no estaré pateando mi propia huerta impidiendo que nada de lo plantado agarre?

No sé si este tema de La Oreja de Van Gogh sobre el diminuto punto azul visto desde muy lejos, después de la desconexión… ilustra o confunde el final de este post. Pero para mí tiene todo el sentido y me permito ofrecerlo por si alguien me sigue…

 

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Debería dejar de correr, pero no me da tiempo. Sentirme responsable mueve mis pies, altera mi corazón y provoca mis palabras. La prepotencia me subleva. Añoro el sol que nos escatima el Norte.

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