De las musas al teatro

octubre 29, 2013 en Miradas invitadas

Guillermo DorronsoroGuillermo Dorronsoro (@guillerdorron) es Decano en Deusto Business School y Vicepresidente de IK4 Research Alliance. Escribe todas las semanas en Euskadi, Thought&Made, un blog que habla de ciencia, de tecnología y de industria, y del segundo Renacimiento que necesitamos. Es de Sestao, aunque le acaban de dar doble nacionalidad azortzitarra por todas las horas que lleva recorriendo la A8.

 

Seguro que has oído hablar de las musas. Aunque pocas personas son capaces de recordar el nombre de las nueve musas canónicas, saben qué poetisa fue bautizada como la décima, o reconocen la etimología de la palabra museo (o la inglesa amusement).

Se va perdiendo la costumbre de invocar su ayuda al principio de las obras (Ulises o Dante, por ejemplo, comienzan su relato pidiendo su inspiración). Antes se cuidaban estas cosas, y en una de estas citas fue Lope de Vega quién consagró en un verso la expresión que quizá ahora más nos las recuerda “de las musas al teatro”.

No siempre tenemos esa capacidad de aterrizar los consejos de las musas ¿Te ha pasado alguna vez que has tenido un momento de inspiración, pero que luego no has sido capaz de pasar a la acción? Como, por ejemplo, cuando lees “Doce Miradas”… ¿son lecturas inspiradoras, verdad? Pero luego ¿ya somos capaces de pasar a la acción, pasar de las musas al teatro?

Has leído a Calíope que te ha explicado cómo la belleza es a veces la peor trampa. Clío que la Historia está muy mal escrita, Erato que nos queda mucho camino para amar bien, Euterpe que está aburrida de oír siempre canciones desafinadas y Melpómene de ver escenarios siempre llenos de hombres (Polimnia, musa de lo sagrado, se ha quedado la pobre sin voz…). Nos queda Talía, para no perder el buen humor a pesar de todo o Terpsicore, para seguir bailando, aunque toque con el más feo.

Como me tocaba escribir a mí este post invitado, he pedido ayuda a la novena musa, Urania, que me acompaña desde siempre, me ayuda a dibujar mapas en las estrellas, y también a entender que las matemáticas y sus fórmulas son exactas y elegantes pero la vida, por desgracia, es bastante menos exacta y definitivamente mucho menos elegante.

Estaba dando vueltas a cómo escribir este post cuando hace unos días me contaron algunas historias de  mujeres de comunidades rurales, urbanas marginales, indígenas y en campos de personas refugiadas en África, América Latina e India. Están ahí, aunque nunca miremos: María en Colombia, Tate Helene en Congo, Mishula o Jadiben en India.

Historias de mujeres valientes que están marcando la diferencia en países en los que mantener una mirada como la de Doce Miradas, puede acabar fácilmente en que te arrancan los ojos, pero eso no las detiene. Y construyen desde esa mirada una realidad diferente.

Supongo que si las musas han hecho su trabajo, a mí me toca el viaje al teatro.

No tengo claro cómo será el viaje, probablemente lo primero será dejarnos ayudar por Alboan. Tendré también que pedir el apoyo en la Junta de Facultad (10 mujeres, 10 hombres, aunque no hice cuentas, pedí a los mejores para cada puesto que me acompañaran). Tendremos que pedir ayuda a nuestras alumnas y alumnos, al claustro, al Consejo (en este último foro el equilibrio no está tan conseguido, ya llegará).

Mucho trabajo por delante para contar esta historia de mujeres valientes, y para ayudarlas en su tarea de sostener su mirada. Aquí dejo anotado mi compromiso, necesitaré de la ayuda de muchas personas más para que cambiemos una realidad tan desastrosa. Merecerá la pena.

Oh musas, vosotras que veis el futuro, ayudadme a construir sus caminos!

Preguntas intimidantes y tomaduras de pelo

octubre 22, 2013 en Doce Miradas

Este texto responde a la invitación que Silvia Muriel hizo a Doce Miradas para colaborar con el Foro para la Igualdad 2013 de Emakunde, con la publicación de experiencias personales de mujeres en el ámbito de la empresa. En estas líneas recojo algunas de las dificultades con las que nos encontramos las mujeres, por el mero hecho de serlo. También el reconocimiento de algunas buenas prácticas que en mi empresa hacen que ser mujer y trabajadora sea un poco más llevadero. Cal y arena. Aún nos queda.

 

Soy sincera cuando digo que en mi vida laboral no he vivido en primera persona ni la discriminación salarial ni el trato diferenciado por cuestión de género. Hablo de mi experiencia como trabajadora rasa, claro. Yo no tengo ambiciones profesionales de altura. Aspiro a disfrutar con mi trabajo y, según lo escribo, pienso que esta ambición, con los tiempos que corren, es suficientemente elevada. Digamos que no he sentido que me pusieran trabas para crecer, pero es que tampoco he intentado recorrer esa senda.

Sí he experimentado, en cambio,  cosas que me han hecho sentir mal, con esa sensación de que te toman el pelo y no sabes muy bien cómo afrontarlo. Por ejemplo, cuando en más de una entrevista de trabajo me han preguntado por mi estado civil y por mis intenciones de formar o no una familia. Lo peor de todo no era la pregunta, ya de por sí bastante intimidatoria; lo peor era mi reacción: las ganas poderosas de mentir y decir que no, que qué va; que para mí la prioridad en aquellos momentos era encontrar un trabajo que me permitiera crecer profesionalmente. Y generando pensamientos a la velocidad del rayo, me justificaba diciendo que apuntar “en aquellos momentos” me exculpaba de una mentira y gorda, porque nadie podía aventurar a partir de qué mes o año aquellos momentos serían otros y podría embarazarme sin miedo al reproche de la patronal.  Se colaba en mis pensamientos una vocecita que decía “Miente, Pinocho, miente. O no vas a encontrar trabajo en tu vida”. Triste presión la de las aspirantes a treintañeras.

A puntito de casarme estaba cuando en la entrevista para un trabajo de cierto riesgo pasaron por alto mis planes de boda y ni me preguntaron si tenía prisas por abordar la espinosa cuestión de la gestación y posterior crianza de vástagos. Pero me hicieron otra pregunta dolorosa: “¿Qué le parece a tu novio que quieras trabajar aquí?”. Sin comentarios. Por un momento se me vino a la cabeza si no debería haberme presentado a la entrevista con un justificante firmado de mi tutor.

La verdadera sensación de tomadura de pelo la tuve cuando por fin conseguí establecerme en un trabajo de esos que te hacen pensar que podrías jubilarte allí. No me quedo con las ganas y diré que los comienzos fueron muy, muy duros, porque di con un personaje gris oscuro que me trató mal y lo hizo porque ocupaba un puesto en el que puedes decirle a una trabajadora que carece de capacidad y de conocimientos para desempeñar su puesto. Sospecho que se sentía amenazado porque yo era una mujer que no tuvo pelos en la lengua para hacer tambalear su exceso de autoridad y su legitimidad para cuestionar permanentemente mi trabajo.

En este marco maravilloso de armonía laboral me quedé embarazada de mi primera hija. No hubo problema con eso. Ni con la baja por maternidad. Las dificultades llegaron con mis propuestas para  conciliar mi nueva situación familiar con la vida laboral. Tras la imposibilidad de llegar a un acuerdo que me permitiera conservar la totalidad de mi jornada y mi sueldo, me sujeté firmemente a la ley que me garantizaba una reducción de jornada y elegir el horario de trabajo respetando escrupulosamente el margen de mi empresa. Bien. La tomadura de pelo servida y lista para ser engullida sí o sí. Este episodio no tiene un final sorprendente. Es el pan nuestro de cada día. Pasé siete años sin que mi jornada fuera completada ni mis funciones menguadas. Pasé siete años rompiéndome a criar y a trabajar fuera de horario sin saber muy bien cuál de los dos frentes me desgastaba más. Esto pasa cuando una padece de sentido de la responsabilidad mal entendido. Hoy he aprendido y sé bien que si un kilo de manzanas vale un euro y medio y sólo tienes un euro, no te puedes llevar el kilo entero. Aquí y en Lima. No sé por qué con las reducciones de jornada esta matemática básica no se aplica, pero a mí ya no me pillan.

Debo decir, sin embargo, que hoy por hoy me siento plenamente reconocida y respaldada en mi trabajo. En una plantilla mayoritariamente formada por mujeres e igualmente valoradas por su desempeño, es justo reconocer que la dirección de mi empresa tiene la sensibilidad y la actitud propias de quien respeta a las mujeres –trabajadoras, madres y ambas cosas- y ofrece flexibilidad y comprensión ante situaciones de conflicto entre las responsabilidades familiares y laborales.

Como en todas, en mi empresa se dan situaciones mejorables. La dirección –y por tanto, el peso de la toma de decisiones- recae exclusivamente en hombres. Y veo poco probable que esto vaya a cambiar a corto o medio plazo. Sospecho (con fundamento) que son estamentos más altos los que no contemplan la aportación femenina en el diseño de sus líneas editoriales o de actuación. Como personal técnico podemos ser lo más, pero el acceso al cotarro de la toma de decisiones exige pantalón y mocasín. No hay argumentario que sostenga esto, pero aún hoy es lo que nos brinda el panorama.

Foto: Great Beyond en Flickr

Mujeres, ni están ni se las espera

octubre 15, 2013 en Miradas invitadas

JulenBN

Julen Iturbe-Ormaetxe es consultor artesano, además de profesor e investigador en Mondragon Unibertsitatea. Mantiene desde 2005 un blog, Consultoría Artesana en Red, en el que escribe con asiduidad sobre su actividad profesional relacionada con la consultoría y muchas otras cosas. De la Margen Izquierda del Nervión.

 

Hace unos días estuve viendo la película que narra cierta etapa de la vida de Steve Jobs. Un personaje como este da para bastante. Como (casi) toda la gente que llega allá arriba, muy normal no puede ser. En la película nos lo presentan como un visionario que pone por encima de todo su idea de producto y tecnología. Sí, un tipo especial.

Cuando terminó la película pensé: ¿cuántas mujeres han aparecido en la pantalla? Ya, claro, esto es enfermedad, nadie se hace este tipo de preguntas. Has venido a ver una peli sobre Steve Jobs, sobre Apple, sobre esas maravillas de la tecnología que fueron capaces de crear. Así que, ¿a quién le importa cuántas mujeres aparecen en pantalla? Vale. Pero sigo con el asunto. Si no lo escribo aquí, ¿dónde si no?

En una escena una chica reclama al señor Jobs que se haga cargo de la paternidad de su hijo. Pero parece que eso no puede ser, no en ese momento. Porque le desvía de su objetivo, de lo que está predestinado a hacer en este mundo: subir al frente de Apple hasta el cielo y dejar huella en el universo. Pues bien.

Otra mujer que tiene su papel en la película es su madre. Sí, tiene su papel. Adivina qué puede hacer una madre cuando tiene invitados. Pues eso, sacar una buena bandeja de pasteles y servir algo para agasajar a las visitas. Y lo hace. Por supuesto. Es un papel un tanto papanatas porque me temo que no es consciente de que, cuanto menos se den cuenta de su existencia, mejor. Vamos, que no se note que está allí. Ah, pero hizo una fotografía. Inoportuna, pero que queda para la historia. Porque allí están los inicios de Apple en el garaje. ¿Ves cómo sirvió para algo?

Por terminar de repasar el universo femenino de la película, otra mujer que aparece en escena es la esposa de Steve Jobs. Escena de jardín, con los niños típicos, en la mansión típica de rico-rico, pero rico de verdad, y con una conversación en la que pregunta a su marido si la acompaña al mercado.

Sí, hay más presencia femenina. Al principio de la película o con un asiento en el consejo de administración de Apple. Y también se ven algunas señoras por las oficinas. Anónimas. Pues sí, sí que han ahorrado en actrices.

La tecnología, todo el mundo lo sabe, es cosa de hombres. Estadística para qué te quiero. Los datos son los datos. Dices byte y te viene a la cabeza un tipo con camiseta negra, melena, sin habilidades sociales y pegado a su mundo particular como uña a carne. Bueno, también puedes pensar en un tipo con corbata, pero ese es el comercial. Y no, no puede ir con camiseta y sin afeitar.

Yo me pregunto si el papel de la mujer en ese mundo de las tecnologías es más o menos el que se refleja en la película de Steve Jobs. O sea, tendente a cero. Claro que la película nos conduce al pasado y ahí encuentro la explicación de todas las explicaciones. Eso era antes. Ya.

Peggy Orenstein y las princesas rosas

octubre 8, 2013 en Doce Miradas

Peggy Orenstein tiene cincuenta y dos años, nació en Minneapolis, vive en San Francisco y ha investigado y publicado muchísimo sobre mujeres y niñas. Su libro más conocido y vendido se titula Cinderella ate my daughter (Cenicienta devoró a mi hija) y expone los resultados de su estudio sobre la fijación cultural por las princesas, el color rosa y todo lo que se asocia con el hecho de ser niña.

Después de leer algunas de las abundantes publicaciones de Orenstein, os he querido resumir sus conclusiones en este articulito.

 

Omnipresentes y ¿protectoras?

La hija de Orenstein, nada más empezar en preescolar, se obsesionó con las princesas rosas, hasta el punto de que su madre decidió investigar tal fijación entre las niñas de muy corta edad; se entrevistó con profesionales de la psicología, la historiografía y el marketing, y también con otras madres y padres, para concluir que la moda de las princesas no es inocente ni inocua y que puede determinar negativa y permanentemente la forma en la que las niñas perciben su propio cuerpo, su sexualidad y su lugar en el mundo.

En una interesante entrevista en Feministing, cuenta cómo al principio no vio nada malo en la nueva afición de su hijita, pero el color rosa y las lindas princesitas llegaron a hacerse omnipresentes, algo que no sucedía cuando ella misma era niña, cuando la infancia, en general, no gozaba (o sufría) del actual nivel de protección, y eso le hizo preguntarse si la moda de las princesas rosas era otra forma de proteger a las niñas de una sexualización temprana o, por el contrario, las preparaba exactamente para eso.

Lo cierto es que nuestras niñas están aprendiendo a poner en escena su feminidad, su sexualidad y su identidad antes que nunca. Con doce o trece años es de esperar que comiencen a transitar por universos convencionalmente femeninos, pero ¿antes?

Cuando Orenstein y yo éramos niñas había cocinitas y carritos de bebé; ahora hay princesas y maquillaje. Está clarísimo el mensaje que enviamos a las niñas sobre su feminidad y lo que esperamos de ellas cuando sean adultas.

 

La moda «real»

Disney, hacia el año 2000, englobó y cubrió con un manto regio a nueve de sus personajes femeninos. Otros personajes fueron detrás y otras empresas también. En 2001 Mattel creó la línea de princesas Barbie: muñecas, DVD, ropa, juguetes, muebles… Poco antes se había creado el Club Libby Lu, que ahora es una cadena de grandes superficies y de 2004 a 2005 aumentó en un 53% sus ventas. Hasta Dora la Exploradora se sentó en el trono. Los supermercados norteamericanos Walmart, de pésima fama en cuanto al trato que dispensan a sus empleadas, anunciaron despues su línea de maquillaje para niñas de 8 a 13 años.

Disney contraatacó intentando rebajar la edad de su clientela. A comienzos de esta década se presentó en unas 600 clínicas de maternidad norteamericanas para ofrecer a las recientes madres ropitas de bebé y apuntarlas a una lista de correo, a modo de «avanzadilla» de una nueva línea de producto. En Disney se dieron cuenta de que existía un grupo infantil que todavía no tenía enganchado, pero ahora ya podremos nacer con el «body» de princesa y seguir así vestidas hasta nuestro traje de novia Disney. ¿Qué será lo siguiente?, se pregunta Orenstein. ¿El ataúd de Blancanieves, para morir Disney también?

 

De cuando las chicas Disney eran azules: un poco de historia de los colores

De acuerdo con el estereotipo, se diría que las niñas nacen obsesionadas con el color rosa. Jo Paoletti, de la Universidad de Maryland, no opina igual y así nos lo cuenta en su obra Pink and Blue: Telling the Boys from the Girls in America (2012) y en su web www.pinkisforboys.org.

Según sus investigaciones, a comienzos de la década de 1920, el rosa era el color de los niños pequeños, ya que se consideraba una variante “pastel” del masculinísimo rojo. El azul, en cambio, ha sido tradicionalmente el color de los mantos de la Virgen María, asociado a la pureza, y el de las heroínas Disney más tempranas: Cenicienta, la Bella Durmiente, Wendy, Alicia…

Parece ser que el cambio se produjo hacia finales de la década siguiente. El rosa se asignó úniversalmente a las niñas, el azul a los niños (yo puedo atestiguar que mi parvulario ya había asumido esa distinción) y para mediados de los 80, cuando las diferencias de género se convirtieron en una estrategia clave del marketing infantil, el rosa ya era “innato” en las niñas y una parte importante de lo que las definía como féminas.

Paoletti hace notar que esta universalización de la asignación cromática coincide con la época en la que la primera generación de niñas y niños educados en el feminismo se convirtieron, a su vez, en padres y madres.

 

A modo de final

El problema no es jugar a las princesas, afirma Lyn Mikel Brown, que investiga sobre género y mercados. El problema, dice, son los 25.000 productos de princesas, pues, cuando algo es tan dominante, puede acabar por convertirse en la única opción.

Las tiendas de juguetes infantiles pueden ser al respecto desoladoras: flores, corazones, mariposas, cocinitas, carritos de compra y hula hoops para niñas; deporte, trenes, aviones y automóviles para niños. Como si nadie hubiera cuestionado los roles de género jamás.

Quiero terminar, sin embargo, con un poquito de esperanza. A principios de 2012 la red Pinkstinks lanzó una campaña para pedir a las jugueterías que dejaran de vender artículos rosas a las niñas y logró que Hamleys se comprometiera a dejar de identificar con rosa y azul las secciones de chicas y chicos.

Si echáis un vistazo a la actual web de Hamleys, veréis que todavía hay mucho que pulir, pero, en fin, algo es algo.

Y como mis blogsisters han instaurado la moda de acabar con un vídeo, os dejo con uno de Pinkstinks. Disfrutadlo. Ha sido un placer.

 

 

Leer con perspectiva

octubre 1, 2013 en Miradas invitadas

CarolinaCarolina León es periodista especializada en temas culturales. Codirige el podcast sobre libros “¿Quieres hacer el favor de leer esto, por favor?”. Ha colaborado en medios como Go Magazine, Calle 20, Qué Leer, Notodo.com, Cultura/s de La Vanguardia y escribe crítica de libros en el blog Estado Crítico. Su blog: Carolink Fingers.

Las que creemos que “todo es política” estábamos acostumbradas a tenernos por un poco locas. Pero el relato cultural ha cambiado un tanto, y aquél de “la política se hace en las instituciones” está cada vez más roto. Películas, series, cómics, novelas: no hay narrativa inocente, digo a menudo. Algunas no podemos dejar de ver, mirar, leer y analizar productos culturales superponiendo el filtro del análisis político y, más concretamente, la perspectiva de género.

Aún cuando el texto en sí no se presente como militante o antagonista, la ficción ejerce la función expresa de definir imaginariamente lo posible. Una ficción se fundamenta en modelos, estereotipos y constructos, y también los crea. La forma en la que hablan los personajes, la forma en la que interactúan entre sí, los roles que ejercen en función de su género (en contra o a favor de la norma): todas esas pequeñas cosas crean un universo de posibilidades.

Corin TelladoUna novela de Corín Tellado (qué ejemplo tan socorrido) es transmisora de una serie de ritos y formas de relación, de valores y estereotipos sobre lo que las personas son y, en especial, sobre lo que los géneros han de ser. Lo que sucede es que Tellado –y casi toda la novela ‘mainstream’- escribe a favor de la norma. La lectura con perspectiva de género es una clase especial de lectura política, una que sirve para revelar esos moldes, que se esconden sibilinos como la propaganda lo hace en los medios de comunicación.

¿Debe ser siempre el héroe un personaje masculino? ¿Deben los femeninos estar constantemente acosados por el desamor, hacer de comparsas amantes o, en su defecto, mantenerse en los roles de cuidadoras? ¿Hay manera de que, dentro de los límites de la novela realista, una ficción contravenga la norma? Todo esto me vino de nuevo al pensamiento enfrentada a una de las últimas novelas que ha conseguido atraparme. Un lectura imprescindible entre las publicadas este año: la más reciente de Rafael Chirbes, En la orilla (Anagrama, 2013).

En la orilla traza una fábula desde la crisis actual (parte en el año 2010) ambientada en un pueblo costero (inventado) de la Comunidad Valenciana. El personaje protagonista, Esteban, se ha metido en negocios con un promotor, ha intentado jugar al pelotazo del ladrillo, la cosa ha salido mal y lo ha perdido todo. Desde la voz de este setentón, se recorren siete u ocho décadas de la historia de España. Parte de las experiencias de su padre como perdedor de la guerra civil, la afasia posterior, la vida en un taller de carpintería heredado ocultando sus auténticos deseos y aspiraciones, y pasa por los años del desarrollismo y la primera juventud (de Esteban y sus hermanos), la transición y su larga siesta, la indiferencia del narrador con respecto a las luchas políticas de sus mayores, y su intento de subirse al carro de los ganadores… Alrededor, una pléyade de personajes que interactúa a lo largo de los años en las reducidas esquinas de Olba, en sus bares sobre todo, con el carpintero conductor de la narración, y que ilustran los diversos tipos de acción-reacción a la supuesta abundancia, la máquina de hacer dinero a todo trapo y la estratificación social que produce (o posibilita) el desenfrenado ‘boom’ de la construcción.

Hay mucho más dentro de En la orilla, que no me toca desentrañar aquí. Es, sí diré, una de las pocas novelas en las que se describe el momento social que estamos viviendo, escrita desde un aquí y ahora con enorme desencanto, aportando la perspectiva de un perdedor que, como tantos otros, pensó que por una vez podía ganar, y donde se refleja el entramado psicosocial que amparó esta crisis (estafa).

A pesar de las declaraciones del propio autor, esta novela está muy por encima de la media en cuanto a “compromiso político”, entre lo que se publica hoy en nuestro país.

Pero ¿qué pasa con la lectura de género? Que me desconcertaba terriblemente. El libro me lo recomendó un amigo que, supongo, se identificaba más o menos con la voz narradora. Yo no pude, y estoy entrenada en cientos de lecturas monopolizadas por voces masculinas. Durante un par de cientos de páginas no pude encontrar a un solo personaje femenino que tuviese voz propia. Desde la narración de Esteban, aparecen mujeres: varias prostitutas, por las carreteras y en los baldíos que dejaba el desinflado ladrillazo; la madre del personaje, con pocos matices; su amor de juventud, que lo deja pronto para buscarse a un candidato mejor (y bregar hacia lo alto)… Y la empleada: una mujer colombiana con la que conversa, que cuida a su padre enfermo y se ocupa de cocina y casa, a la que trata de “hija” y a la que profesa un deseo inconfeso.

Las mujeres que oímos aparecen siempre a través de su filtro, o lo hacen en breves episodios de estilo “monólogo interior”, con un peso más que relativo en la trama. Los auténticos conductores de la historia son, aparte del propio Esteban, la camarilla de hombres con los que conversa y juega a las cartas en el bar. Salvo por el caso de Liliana, la “chacha”.

Dije en una conversación –cuando llevaba la mitad del libro- que no cumplía el ‘test de Bechdel’ . No se trata de que este test, que se ha hecho muy popular entre los análisis feministas, sea un cedazo infalible. Se trata de una herramienta bastante sencilla, mínima, para revisar si una ficción está representando de una forma medianamente justa a las mujeres. Como decía arriba, las voces de mujer aparecen bien mediadas por el narrador, o bien con un papel discreto y tangencial. Son comparsas, elementos decorativos, objetos de la idealización, del amor o el odio del que conduce el relato. Sus caracterizaciones están cargadas de toda la estereotipación que se espera de un hombre de unos setenta años.

Los hombres dominan el discurso, como casi siempre. Pero el test, al correr las páginas, puede que sí lo cumpla, con uno de los mejores fragmentos del libro. No quiero destripar nada, pero tuve que llegar casi al colofón para comprobar que: dos mujeres hablan entre sí. Tienen nombre. Hablan de hombres –sus hombres- pero también de otras muchas cosas: emigración, dinero, familia, soledad, desamparo, supervivencia.

Y, pensándolo, sí, es “normal” que Rafael Chirbes ponga su trama en boca de un hombre.

Lo habitual es que las novelas no cumplan con ofrecer mujeres con carisma, con centralidad, o con roles distintos de los asignados tradicionalmente. En la orilla tampoco: las mujeres existen, a lo largo de sus cuatrocientas páginas, en posiciones completamente subalternas.

Pero mientras leía me di cuenta de que debía ser así. Que el relato del expolio, la burbuja, la crisis y el ‘sálvese-quien-pueda’ posterior es de ley que se cuente en clave “macho”. El atracón de euros, la explotación capitalista, el oportunismo de los que supieron estar a pie de contrata o de malversación… Ésta es una trama con vocación realista, y por tanto debía destilar clasismo, racismo y machismo rampantes. Si, en el plano real, algún sujeto que no encajara en la clase dominante se ha beneficiado de esa “burbuja”, ha sido a costa de jugar en los códigos de esa clase –como esposa, como prostituta de lujo…-.

Por eso es coherente que la única que se aúpa a cierto grado de “agencia” sea la cuidadora, la migrante, la otra, que habla desde su propia explotación y desde su propio intento de salvarse, que pensó que venía a un lugar medianamente justo -a un país de las oportunidades-, a dar un futuro diferente a su familia.

Visto desde la mesa de juego, en esta crisis las mujeres no tuvimos un papel distinto del sexo o el cuidado –naturalizado o privatizado, tanto da. No hay modo de que una novela realista de este momento, contada por los propios jugadores de la ruleta, tenga la más mínima relación de igualdad de sexos. O, si lo hay, quizá no corresponde a Chirbes escribirla.

En la orilla pantanosaLo que no obsta para que analicemos qué son y qué enuncian las novelas contemporáneas, también ésta. A estas alturas de siglo, no es normal que un autor no dé voz a los personajes femeninos en sus ficciones, página tras página, a veces a lo largo de docenas de títulos. Es del todo anormal que, si revisamos una lista de “ficciones más vendidas”, nos encontremos con un minúsculo porcentaje de mujeres protagonistas y, lo que es más doloroso, un porcentaje aún menor de personajes femeninos que logren escaparse de los roles tradicionales de esposas, madres o novias-florero. Ésa es la dieta habitual de la lectora de narraciones contemporáneas.

Y es una dieta que suele dejarnos insatisfechas.

“Lo personal es político”, decían las feministas de los setenta, y “todo es política”, decimos ahora. Este sentimiento de incomodidad que me nacía en la lectura se terminó de diluir, al comprender que la realidad no es justa y sus cronistas no nos deben justicia en ese ámbito. A los escritores y a las novelistas se les debe exigir, sí, que se salgan de los relatos del poder, de lo predicho, y desde luego que intenten ponerse en la piel de otras personas, también mujeres. En la orilla se podría haber escrito con otra relación del papel de los géneros. Pero Chirbes ha tenido la valentía, nada frecuente, de ofrecer unas cuantas páginas a esa mujer: no una que tuviese una relación de igualdad con los hombres del ladrillazo, sino la que sostenía sus vidas.

Vale que una novela no cambia el mundo, pero sí que nos cambia a unos y a otras. Como lectoras, estamos obligadas a insistir en esa lectura con perspectiva de género, la que revela los moldes que estructuran una ficción; y es también la que muestra el engranaje que subyace cuando un escritor nos deja escaparnos -un poco- o nos encasilla por puro gusto. Así que, por supuesto, persistiremos en ella, aunque estemos “un poco locas”.