Colorín colorado

julio 30, 2013 en Doce Miradas

Imagen de Harry Scheihing (CC by-nc-sa)

Imagen de Harry Scheihing (CC by-nc-sa)

El ritual era sencillo: un cuento para acerar el sueño infantil, y antes de apagar la luz, una canción, siempre la misma canción: “Duerme, duerme, Negrito”. Cantábamos sin la voz de Mercedes Sosa (¡qué más quisiera!), y cambiando al pequeño “mobila” por una niñita negra. Esta canción feminizada se convirtió en nuestro sortilegio. Un día, mis hijas escucharon la versión original, y sorprendidas me preguntaron si aquel otro negrito era hermano de nuestra niña.

Por lo que sé sobre la historia de esta canción, bien podría haber estado dedicada a una niña, pero no ocurre lo mismo con otras historias que se nos han colado en el mundo imaginario hasta hacerse muy reales. Creo que muchas de esas historias están en el sustrato del suelo pegajoso por el que nos movemos muchas mujeres y muchos hombres (releed a Begoña si os parece), y por eso, he querido dedicarle esta mirada a la construcción de imaginarios infantiles, un tema que por su trascendencia y mi querencia, me preocupa mucho. Allá voy.

Si os ha tocado enfrentaros a esta hora de los cuentos, sabréis qué difícil es encontrar historias edificantes que llevarse a la boca. No es cuestión de mero placer estético: las palabras crean realidades, y las palabra contadas a niños y niñas pueden ayudarnos a moldear una nueva realidad, más igualitaria, menos desigual. Los libros que traje desde mi infancia contenían un catálogo de hermosas princesas de vestidos imposibles, ñoñas y débiles, de apuestos príncipes, también algo alelados, de madrastras insoportables y mezquinas, guapas a rabiar y malas de solemnidad, entre otras lindezas. Opté entonces por buscar en la biblioteca de nuestro pueblo, y encontré una colección deliciosa en euskara «… Eta Zer?«, en la que autores y autoras vuelcan su ingenio para describir historias reales, vistas desde la supuesta «anormalidad»: niños y niñas gordas, miopes, retoños de familias homosexuales y parejas heterosexuales separadas, niños a los que no les gusta el fútbol y juegan con muñecas… Y cuando agoté ese filón, pasé a inventarme historias a mi gusto. Conté y escribí cuentos de niñas adoptadas que investigan sobre sus ojos rasgados, madres trabajadoras histéricas que por las noches están agotadas, padres maravillosos que trabajan en casa y son inventores de cometas que vuelan en el pasillo, etc.

Si os interesa haceros con más historias, os recomiendo “Mujeres que corren con lobos”, de Clarissa Pinkola, que ha realizado una estupenda recuperación de cuentos de todo el mundo, y ha deshojado las sucesivas capas que escondían el papel central de las mujeres.
 
Pero pronto aprendí que las mañanas son otra cosa bien distinta. Por las mañanas, la radio nos habla de las conversaciones “a alto nivel” entre los mandatarios de no sé qué países, hombres en una apabullante mayoría. O nos cuentan sobre la reunión del Consejo Asesor de algún Presidente, hombre él, hombres también los asesores.

Consejo Asesor
 
Las mujeres de los cuentos y canciones de la noche no aparecen por las mañanas. En mi entorno laboral más directo, es mayoritaria y sangrante la proporción de hombres que deciden qué deben hacer las y los demás. No termino de entender en qué momento del camino se apearon de la carrera profesional pública tantas excelentes alumnas universitarias (están en las encuestas pero no en los equipos directivos), o las esforzadas compañeras de trabajo que he conocido en diferentes lugares, o las brillantes mujeres con las que cruzo mensajes y comparto proyectos (éste, Doce Miradas, es uno de los pocos lugares donde las he reencontrado). ¿Cuántas mujeres hay en el Ibex35? ¿Cuántas científicas conoces, cuántas matemáticas, cuántas comandantes de avión, pescadoras de altura? Y si las conoces, porque las hay a montones, ¿cuántas veces no has pensado al verlas “mira, qué curioso, una mujer en tal sitio”?

Nací mujer hace casi 43 años, pero no entendí el sentido final de las diferencias de género hasta que miré con otros ojos los cuentos con los que quería dormir a mis hijas. Ni tan siquiera en los años de otras militancias sociales (ecologismo, antimilitarismo, culturas, internacionalismo…) fui capaz de aprehender el sentido final de la desigualdad, tal vez porque en todos aquellos otros campos dimos por hecho (equivocadamente) que una cosa nos llevaría a la otra. El tiempo me ha demostrado que no suelen ocurrir estas carambolas, y que la igualdad es, en origen, el producto de una chispa de conciencia que se enciende en privado, y sólo con el tesón diario, podemos hacer que se propague.

Voy llegando al lugar en el que quiero poner los ojos para esta primera “mirada”. Me pregunto: ¿Dónde nos hemos equivocado? ¿Qué hemos hecho mal, o insuficientemente bien? Nuestra generación de mujeres venía con ciertas reivindicaciones de serie, pero no hemos sido capaces de acelerar el cambio. Observo a mis hijas, y a los amigos y amigas de mis hijas, y lo que veo no me gusta en absoluto. En el patio del colegio, ellos acaparan el centro del campo, con su balones y voceríos, mientras ellas caminan por los laterales, unas con otras, contándose “sus cosas”, perpetuando la división y la diferencia, observándose por el rabillo del ojo, sin buscarse para aprender. Son seguidoras de personajes de ficción que deberían arder en las hogueras de la educación igualitaria, y que repiten, paso por paso, los estereotipos que durante tantas noches quisimos apartar de nuestras realidades a través de cuentos que nos inventamos. Así vayan vestidas de vampiresas, esos personajes de hoy siendo las “Mujercitas” de antes, las princesas de los cuentos que descarté como lectura recomendable.

Mujercitas
 
Javier Elzo advertía hace unos meses sobre el escaso avance que, en términos generales, han experimentado las y los jóvenes en materia de igualdad de trato, respeto y aceptación. Mientras la sociedad sea machista, decía, los jóvenes lo seguirán siendo también, hoy y dentro de muchos años. Inquietante. Y muy triste. Cuando estoy a punto de tirar la toalla, suelo visitar el blog de Ianire Estébanez, un compendio de sentido común y argumentos que, sorprendentemente, todavía tenemos que manejar a estas alturas. Leo las cosas tan sensatas que dice y algo se me mueve dentro.
 
Durante muchos años me consolé pensando que la transformación estaba a punto de llegar. Había llegado a un mundo incompleto y mutilado, pero podía hacerlo cambiar. Un mundo en el que las mujeres tenían que pedir permiso a sus maridos (o a su padre si no estaba casada la infeliz) para poder salir al extranjero, donde los “Tesoritos de la Casa” seguían siendo el modelo. En aquel tiempo pensaba que mi esfuerzo puertas adentro sería suficiente para cambiar las microdesigualdades y todo lo que las rodea. Hoy no estoy tan segura.
 
Vuelvo a la pregunta que me ronda por la cabeza: ¿qué hemos hecho mal, o insuficientemente bien? Por una parte, creo que no medimos bien las fuerzas y nos volcamos, casi de forma exclusiva, en conseguir la igualdad formal. Tal vez pensamos que se trataba de logros sucesivos, y que tras ésta llegaría, de forma natural e imparable, la igualdad de trazo fino, la que ocurre en cada casa y en cada mente. Hoy en día, la corrección política ha avanzado, y los mínimos legales están, supuestamente, garantizados. Ciertamente, ocurre lo contrario en muchas ocasiones, pero reconozco el gigantesco paso que hemos dado en pos de la igualdad formal.

La desigualdad que me preocupa es un movimiento mucho más sutil, casi silente. Está en el subsuelo de la sociedad que acepta, a regañadientes en muchas ocasiones, prácticas que garantizan la igualdad formal, pero que se asienta en valores y actitudes muy alejadas de ésta. Y me preocupa porque no la entiendo, porque no termino de encontrar ni un único culpable, ni una única víctima.

Y aquí no se libra nadie. Yo misma soy consciente de que contribuyo muchas veces a perpetuar los estereotipos con mis actitudes, tanto en el plano laboral como en el familiar. Ser coherente es agotador, me digo, y al cabo del día repito rasgos de los roles que de forma consciente, me afano en destruir. Y si me doy cuenta, busco alguna excusa, y a otra cosa, mariposa. Estoy segura de que esto mismo ocurre también a muchos hombres.

¿Podemos hacer algo más? Yo creo que sí, y si me lo permitís, voy a dar algunas pistas que, con un poco de suerte, pueden resultar útiles. Mi insuficiente formación en este campo (mis teorías beben directamente de los cuentos infantiles, recordad) me llevará a meter la pata, sin duda, pero acepto las críticas con buen talante. Dicho queda.
 
En primer lugar, creo que debemos dejar de mirar sólo hacia “la sociedad” pidiéndole cuentas. Yo no conozco a “la sociedad”, no me cruzo con “la sociedad” en el metro, no sé dónde trabaja, ni qué series de televisión ve. Mientras apelemos en exclusiva a la “sociedad” seguiremos estando en el bucle diabólico que nos da la coartada perfecta para librarnos de la responsabilidad individual. Ese ser amorfo y omnipotente que todo lo puede cambiar, la sociedad, no es nada más allá de ti y de mí.
 
En segundo lugar, necesitamos hablar más, escribir más, leer más, debatir mucho más sobre la visión del mundo igualitario que queremos construir, porque no es ni evidente ni homogénea. Debates abiertos, sin líneas rojas, aquí, en los entornos laborales, en las familias, y mucho, mucho más, en los medios de comunicación. Un debate que nos permita entender para acercarnos. Muchos hombres se sienten cómodos en este grado de igualdad formal, y motivos no les faltan. También muchas mujeres consideran que este estadio de la igualdad es la estación final en la que todas nos bajamos gustosamente. Con ellos y con ellas deberemos acordar nuevos pasos, porque para otras muchas personas, el trayecto no ha hecho más que empezar.
 
Y en tercer lugar, tenemos que construir un nuevo relato de la igualdad, del feminismo, de la responsabilidad, de la libertad individual y colectiva, porque los que venimos manejando en estas últimas décadas están ya un tanto viejitos y desconectados de las aspiraciones actuales. Se nos han pasado de moda las palabras, tal y como en este blog hemos leído en muchas ocasiones. Cuando nos preguntan si hoy en día tiene sentido hablar de feminismo, mi intuición me dice que unas y otros estamos hablando de un mismo término, sí, pero de muy diferentes significados. Unos piensan en las sufragistas, y otras muchas pensamos, simplemente, en los valores de futuro que queremos empezar a construir antes de que sea demasiado tarde.

Cambiar una vocal en las estrofas de aquella canción, “duerme, Negrita” nos ayudó a mis hijas y a mí a dibujar una realidad distinta, y crecimos sintiéndonos cercanas a esa niña que vive oculta tras una vocal acaparadora. Creo en la fuerza de las palabras, y creo mucho más aún en los hombres y las mujeres que las pronuncian saboreando el mundo que llevan implícito.
 
Fantástica tarea la de crear una nueva realidad, por mucho que cueste levantarla, sílaba a sílaba. No se me ocurre ningún trabajo más emocionante, y por el lugar que ocupamos en la historia reciente, creo que nos toca hacerlo: somos un puente que conecta el mundo que ya no existe con el que todavía no ha nacido.

Y como cerramos por vacaciones con este post, os dejo con una canción de cuna. Podéis cambiarla todo lo que os apetezca, faltaría más.

Manos a esta obra. Porque “colorín, colorado… este cuento, aún no ha acabado”.

Entre el techo y el suelo hay alguien

julio 23, 2013 en Doce Miradas

Aprender primero a mirar

Antes de ir directamente al objeto de mi reflexión, quisiera comentar que uno de los principales aprendizajes que me está aportando formar parte de Doce Miradas es preguntarme de forma más habitual, con mayor curiosidad y contundencia, por qué nos pasa lo que nos pasa a las mujeres, y a qué se debe todo el catálogo de despropósitos que venimos padeciendo desde hace siglos.

Digamos que hasta ahora, como a tantas otras mujeres (y a algunos hombres también, todo hay que decirlo) me llamaban enormemente la atención ciertas conductas, me horrorizaban las tremendas noticias de violencia de género, y me molestaban las grandes ausencias de mujeres en la esfera pública… Digamos que pasaban los hechos ante mí, los veía y los reconocía, pero que pasaba pronto a dirigir la mirada hacia la siguiente tarea; siempre tantas y tan diversas.

Imagen de Jon Artetxe

Imagen de Jon Artetxe

Pero ahora he aprendido a detenerme, a mirar dos veces. Ahora he aprendido a ver. Y últimamente, cuanto más miro y más veo, más me asusto. Porque antes, con una primera mirada no siempre veía la profundidad o el significado de determinadas cuestiones. Digamos que tenía la mirada anestesiada. Ahora en cambio, de repente, no sé si porque yo también he probado esas gafas que empoderan repentinamente a las mujeres o porque formar parte de este proyecto me hace ser más activa, pero ahora veo mucho mejor. De cerca y también de lejos. Vamos, que veo muy bien lo cerca que estamos de continuar siendo invisibles y veo, mejor todavía, lo lejos que estamos de que el mundo se mire más con ojos de mujer.

Pero antes de centrarme, quisiera poner sólo un pequeño ejemplo más de esta necesidad de mirar dos veces. Recientemente asistí a un acto del ámbito de la educación y, ante un foro de padres y madres -alumnos y alumnas de bachiller-, me percaté de que los seis representantes del centro educativo en la mesa presidencial eran varones. Con el elevado número de profesoras que hay en el centro, llamó mi atención esta escasez de tacto y sentido común. Pero claro, sabemos y asumimos que en lo más institucional, el papel del hombre en el rol de mando predomina sobre el rol de la mujer, que toma protagonismo cuando ya se reparten los diplomas y el acto es más lúdico, menos formal.

Seguramente no hubo mala intención, pero así salió. No sé cuánta gente se dio cuenta, pero a mí me llamó la atención. Porque estoy aprendiendo a mirar dos veces. Aquella escena no representa la realidad y la escuela debería tener especial cuidado en esto. Como afirma Mª Elena Simón en el programa coeducativo para la prevención de la violencia contra las mujeres “la escuela no es creadora de desigualdad, pero la alimenta, la hace crecer y la reproduce por inercia”. Y éste es precisamente uno de los grandes problemas de esta sociedad: la inercia en muchos ámbitos de la vida y la inercia para asistir al permanente teatro de los estereotipos de género que tanta discriminación suponen para nosotras. Acabemos entonces con la inercia que admite de forma contemplativa, como si fuera natural, lo que de ninguna manera debe serlo.

Al hilo de los estereotipos, según la investigadora de la Universidad de Deusto, Leire Gartzia “desde que nacemos, todo lo que nos rodea va condicionando nuestras elecciones y decisiones, nuestros gustos, aficiones, nuestra forma de ser y forma de comportarnos. Crecemos en un contexto social determinado en donde, al tiempo que adquirimos los conocimientos, aprendemos las reglas y los valores que, en cada momento, la sociedad, nuestra familia, nuestro entorno cultural, etc. establece como más adecuados. Así, poco a poco, vamos interiorizando los roles y modelos que van configurando nuestra manera de ser y se van interiorizando las reglas del juego y las normas que la sociedad espera que cumplan las mujeres y los hombres. Este proceso de socialización hace diferentes a hombres y mujeres no solamente por una cuestión biológica (sexo), sino también del papel a jugar en la sociedad, lo que da lugar a estereotipos de género. Estos estereotipos hacen referencia a las ideas y creencias compartidas dentro de una cultura, sobre cómo son y se comportan las mujeres y los hombres. Estas creencias, que se refieren a las características y habilidades típicas de los hombres y las mujeres, condicionan el comportamiento de unos y otras en diferentes situaciones”.

“¿Quién ha erigido al hombre en único juez si la mujer comparte con él el don de la razón?” Mary Wollstonecraft

“Nuestra propia invisibilidad significa encontrar por fin el camino hacia la visibilidad”. Mitsuye Yamada

Comienza el espectáculo

Lo cierto es que, como afirma F. Javier González Martín en “El fin del mito masculino”, los prejuicios o juicios prematuros sobre la mujer, como no están basados en hechos objetivos, se convierten en estereotipos que se simplifican y generalizan demasiado. Entre esos estereotipos imaginados, pero consolidados en la mayoría de las culturas, están las expectativas sobre el rol femenino; es decir, lo que pensamos sobre sus capacidades y lo que suponen los hombres que deben hacer las mujeres. Y me permito añadir, lo que entienden las mujeres que pueden y deben hacer ellas mismas.

Este gran falso teatro de los estereotipos levanta el telón en muchos casos en el ámbito familiar, donde las mujeres siguen padeciendo un trato desigual y discriminatorio respecto a la crianza, al cuidado de las personas y a las tareas domésticas. Vamos, que no hay reparto equilibrado que valga, aunque cada vez se habla más de la corresponsabilidad de mujeres y hombres en todas las tareas, responsabilidades y espacios de la vida. Como afirma Elena Simón en el mismo informe “el padre suele tomar la casa como lugar de descanso y la madre, como lugar de trabajo”. Y como aprendemos más de lo que vemos que de lo que nos cuentan, se van trasladando así a hombres y mujeres esos perversos roles que dan forman a la identidad masculina y a la femenina.

Porque, dicho de otra manera, recoger la mesa ha sido y es mayoritariamente cosa de ellas, porque la crianza de los hijos no es compartida, porque no hay más que ver las reuniones de los colegios, porque ellas pueden salir del trabajo a las cinco de la tarde para acudir al pediatra, pero ellos, no siempre; porque no todos conocen el funcionamiento de ese aparato denominado aspirador y aspiran, más que otra cosa, a otros escenarios que tengan que ver con el poder y, en definitiva, con su identidad masculina, tal como la han entendido.

Y ya estamos dando forma, sin quererlo o queriéndolo (pues de todo hay), a ese rol provisor con el que se identifica mayoritariamente al hombre; es decir, él tiene la capacidad y la responsabilidad de ganar dinero para cubrir las necesidades económicas de la familia, mientras que el llamado rol expresivo queda reservado para ella, que es la que tiene la capacidad de relacionarse y de ocuparse de las necesidades de las personas, hijas e hijos incluidos, y de todas esas otras distracciones que nos ponen por delante. Y, para completar el juego, ahora repartimos unas cuantas dosis de rol paternal para él y de rol maternal para ella, y nos va quedando una función teatral de despropósitos y consecuencias fácilmente reconocibles.

En los últimos años, todo este panorama ha ido cambiando y conviven modelos mucho más tradicionales, como los referidos anteriormente, con otros en los que hombre y mujer tienen los roles tan entrelazados como intercambiados, de tal forma que ella no se identifica con el aspirador, porque tampoco hace falta, y él domina con maestría la lavadora, los deberes de los hijos y el calendario de las actividades extraescolares.

Así y todo, creo que es necesario forzar estos estereotipos que todavía nos rodean, para ver de qué manera van dejando huella en nuestras vidas. Es verdad que no debemos distraernos con la lavadora, las extraescolares y otros asuntos (bien relevantes, por cierto), sino que debemos profundizar más para llegar a un auténtico equilibrio.

Continúa la función

Este camino de desigualdades, de roles aprendidos por repetición desde hace siglos, nace y se hace a menudo en el ámbito privado; es decir, el doméstico, familiar y relacional, tiene desviaciones y cruces que entran y salen por la escuela, los espacios socioculturales y de ocio y llega hasta las universidades, para llevarnos, sin apenas darnos cuenta, a la casilla-trampa final: el campo laboral, cívico y social donde tan estruendosamente se manifiesta.

Porque vivimos en una sociedad tan machista que, citando a Rosa Regás en el prólogo del citado libro de F. J. González, “permite sin ningún rubor que la remuneración por el trabajo de la mujer sea inferior a la del mismo trabajo efectuado por el hombre, que sigan estando en manos de los hombres los honores y las prebendas, igual que los puestos de rango y los cargos, que a su vez eligen a otros hombres en una cadena de machismo a la que no se le ve el último eslabón”. Añade F. J. González que es necesaria una exploración de las sucesivas capas culturales, religiosas, políticas e históricas, en busca de alguna razón que nos permita entender por qué un grupo de humanos, los varones, han tratado a otro grupo, las mujeres, con tanta indiferencia y superioridad durante tanto tiempo. Es por eso que la lectura de este libro, que tan oportunamente me ha permitido completar mi reflexión, resulta absolutamente recomendable.

Porque conviene tener en cuenta esa pesada mochila con la que caminan las mujeres y con la que han salido y salen al mundo laboral, al mundo de la empresa, de los negocios, donde se consagra y se perpetúa el orden patriarcal, para entender por qué las mujeres son privadas de acceder mayoritariamente a los puestos de dirección, por qué ocupan un segundo plano en la escena en la que el varón es el protagonista y por qué queda mucho por hacer para alcanzar una igualdad real, por mucho que ya gocemos de una igualdad legal.

“Estamos tan educadas para no tener poder, que, cuando lo conseguimos, disimulamos.” Begoña San José

Atrapadas. La escena final

Pero queda todavía la escena final de esta no tan imaginaria obra. Cuando, en el mejor de los casos, la mujer decide dedicarse a su carrera profesional, centrar sus esfuerzos y dejarse la piel con la expectativa de ir mejorando su posición, se encuentra con obstáculos y trabas invisibles, relacionadas con las construcciones sociales de la feminidad y de la masculinidad. Se encuentra con que, en realidad, está atrapada entre un suelo pegajoso y el techo de cristal. Es decir, se encuentra con que, por un lado, está atrapada entre las multitareas que la encierran en el cuidado maternal, doméstico, conyugal y otros tantos cuidados que impiden su salida, su realización profesional y su avance y, por otro, el techo de cristal en forma de barrera que pocos ven, aunque las mujeres percibimos como un techo de acero que igualmente nos impide avanzar. Y en palabras de Dulce Chacón, “acostumbrarse es morir”.

La guerra de los roles

julio 16, 2013 en Doce Miradas

Creer en la igualdad de oportunidades depende fundamentalmente de una misma. Lo complicado de la labor consiste en cómo hacer ver a los demás la autosuficiencia de la que disponemos. Para ello no hay mejor camino que demostrar, pero ¿por qué tenemos las mujeres que estar continuamente probando nuestras capacidades ante los demás?

Soy mujer y me dedico a la cobertura de conflictos bélicos, y siempre he pensado que los más complicados son los personales, aquellos que no se dan en una zona de guerra, aquellos que se producen en el entorno familiar y social. Muchas veces nos vemos obligadas a salir al paso de aquello que la sociedad nos cuestiona: «Con esa vida que llevas, será imposible mantener una relación estable…», «¿Qué hay de los hijos? Algún día querrás ser madre, tendrás que dejar tu trabajo…».

A lo largo de estos años, he trabajado con cientos de hombres, compañeros a los que jamás he escuchado que se les pregunte si quieren ser padres, novios, maridos, o qué harán cuando decidan formar una familia. El rol de la mujer sigue siendo, sin embargo, el mismo, aquel que obliga a decidir entre ella y los demás. Curiosamente la mayoría de las preguntas siempre han venido por parte de mujeres, por ello en ocasiones pienso hasta qué punto no somos nosotras mismas quienes ponemos barreras.

No me siento más o menos realizada por no tener hijos, tampoco creo que ésa sea mi misión. La única en la que creo es en la de conseguir ser feliz en un mundo empeñado en que no lo seamos; difícil tarea, pero os aseguro que hay instantes en los que se puede paladear. Y en ello estamos.

Hace un tiempo, una compañera de Sky News, Alex Crawford, decía: «Sólo espero ser un modelo para mis hijas». Esas declaraciones las ofreció mientras cubría la revolución libia desde el frontline. Como Alex Crawford y otras tantas mujeres que un día apostamos por librar nuestra propia batalla en zonas de guerra, poco a poco hemos conseguido hacernos un hueco en una sociedad informativa generalmente masculinizada y especialmente, en un contexto complicado como es la cobertura de conflictos. Hemos sabido demostrar que ser mujer y visitar morgues, compartir días y semanas con rebeldes, esquivar morteros, y utilizar teléfonos satélites, entre otras cosas, no es cuestión de la cantidad de testosterona que uno tenga, si no de la capacidad y responsabilidad que uno disponga.

Karen Marón, compañera de guerras dice: » No hay nadie como una mujer para entender y contar el dolor de las víctimas», y quizá tenga razón, pero también añadiría que nadie como una mujer para convertirse en moneda de cambio o en trofeo dentro de un contexto bélico.

Foto ©VollDamm

Foto ©VollDamm

Hay veces en las que no vale sólo con demostrar, tenemos que convertirnos en «uno» más y eso nos hace perder la perspectiva de lo que realmente somos y queremos.

Recuerdo leer una entrevista a Antonio María Ávila, Director de la Federación del Gremio de Editores de España, en la que se hablaba del aumento del índice de lectura femenina etc. y en ella saltaba una frase que me escocía en los ojos: “las mujeres son conscientes de que para triunfar profesionalmente, y en la vida en general, todavía deben demostrar su valía».

Y efectivamente, somos conscientes, al igual que el género masculino sabe que lo somos y por ello quizá hoy en día se nos sigue exigiendo más, porque saben que haremos lo posible por encontrar el hueco que buscamos. Y en ocasiones eso asusta. No se trata de arrebatar posiciones, se trata de igualar y de aplicar medidas similares para ambos géneros. No se trata de demostrar, se trata de respetar la libertad que como personas, independientemente del sexo, tenemos por derecho. No soy más que tú, pero tampoco menos.

Las mujeres llevamos a cabo una labor de incorporación al mercado laboral intensa, abocada a demostrar continuamente nuestra valía y ello procurando no desatender nuestra «función» impuesta de ser madre, esposa, novia, hija, ama de casa… y aunque la expresión resulte desagradable, es como si se esperara de nosotras eso del «dos al precio de una».

La exigencia social de todo ello no la marca exclusivamente el hombre, también nosotras somos culpables y somos quienes primero lanzamos la crítica. Así que nadie crea que escribo para culpabilizar o martirizar a un determinado género, mientras haya mujeres que crean que si una mujer por ejemplo, fuma o se toma una cerveza, «es porque somos tan infelices con nuestras vidas que nuestro deseo de incorporarnos a los roles masculinos y adoptar sus costumbres acabará por matarnos», tal y como declaró en una conferencia una doctora brasileña, estamos listas. Imagino que la doctora se expresaría dentro de su preocupación por nuestra salud, que debiera ser generalizada porque si un cigarro me mata a mí no me mata más por ser mujer. Pero hay que empezar a desterrar ese tipo de expresiones y para ello hay que empezar por no establecer diferencias. Ardua labor que nos atañe a todos.

 

Historia de la primera mujer bala

julio 12, 2013 en Miradas invisibles

Os dejamos hoy una historia de una mujer anónima de vida apasionante que nos ha gustado. Perfecta para inaugurar la sección de «Miradas invisibles». Su autora, Ana Fernández.

En días como estos en que los obituarios se llenan de muertes de personajes más o menos ilustres pueden pasar desapercibidas las ausencias de otras figuras que con menos ruido nos han dejado también. Y si uno encuentra tiempo para dejarse enredar en los hilos de las redes sociales y en los entresijos de las páginas que habitualmente consulta, se puede llevar sorpresas que no esperaba. Como encontrar vidas de superación que bien podrían ser el guión de una película. Es el caso de la mujer de esta foto. Se llamaba Marina.

El titular del artículo me atrajo de golpe la atención: «La artillera del hombre bala». Y es que, de clase acomodada con 20 años y por amor a un malabarista, esta mujer dejó su vida burguesa en Igualada, para sobrevivir en primer lugar y como tantos otros, a las penurias de la guerra civil con un marido preso en un campo de concentración y más tarde a los avatares de la vida que cada uno elige llevar, en su caso la que ella eligió fue la del circo. Se convirtió en la primera mujer bala, animó a su marido a salir del país y volar con sus trastos circenses en pequeños artefactos que no podían siquiera denominarse avionetas, para llegar a destinos que pocos españoles de su época podrían haber señalado con el dedo en un mapa mundi. En lugares como Madagascar, Las Antillas ofrecían su espectáculo, mientras se convertía en madre, por cuatro veces y enseñaba a sus hijos a leer y a escribir en los carromatos. Vieron cómo los animales del circo morían por el frío de Japón, cómo un tifón arrasaba su circo en China. Y llegó el peor momento cuando su marido, hombre bala igualmente, se partió la columna en un espectáculo. De todos esos avatares sus hijos hacen un breve resumen: ·”mi madre nos cuidó como una loba a su manada”. Su vida reúne muchos más momentos de superación y lucha, pero he querido reflejar sólo algunos de ellos.

Con permiso de la gran Pilar Jericó y recordando su libro «Héroes cotidianos» al leer la vida de esta barcelonesa fallecida días pasados con 93 años, he pensado una vez más en que, sin darnos cuenta estamos continuamente rodeados de gente con una gran fortaleza, con la capacidad suficiente de regenerarse y de tomar las riendas de la vida bajo el impulso de una fuerza viva que cada uno encuentra en su interior. Que cada uno debe encontrar en su interior. Porque eso es lo que nos hace ser sobrevivientes. En el caso de Marina, dicen que su luz fue el amor, el amor a su marido y luego a sus hijos. En una época como la actual, de crisis, de necesidad y de pesimismo, en que la oscuridad atenaza de manera continua a la luz, es cuando más se hace necesario que busquemos qué es lo que nos ilumina interiormente a seguir con nuestros objetivos y que lo tengamos siempre presente para que en definitiva se nos haga más fácil y hasta atrayente pasear por los caminos de la vida.

Nota/ Imagen Circo Raluy

Mujeres con nombre que hablan de sus cosas y otros desafíos

julio 9, 2013 en Doce Miradas

Parece que sin darnos cuenta hemos iniciado en este blog un debate sobre la presencia de las mujeres en las obras de ficción. He querido comentar varias veces, se me ha hecho tarde, han llegado más comentarios, he cambiado mis respuestas y se me ha hecho tarde otra vez, ha llegado el post siguiente. Estos son algunos de los “favoritos” que tengo siempre a mano en el navegador mental cuando se trata de este tema, junto con otros nuevos, añadidos recientemente a la lista.

El primero es el Bechdel Test. Lo cito siempre que puedo y sobre todo cada vez que un varón cercano, con el que comparto muchos visionados, me viene con el cuento de “Te va a gustar, los personajes femeninos son súper potentes…”. Hhhhhmm, veamos. El Bechdel Test analiza la brecha de género en el cine (o en cualquier obra de ficción) con tres sencillas preguntas. Sólo si se contesta positivamente a las tres se puede considerar que las mujeres tienen en esa obra una posición no-accesoria. No significa que la obra sea “feminista”, sólo indica que las mujeres no cumplen en ella un papel meramente instrumental. Estas preguntas son:

1. ¿Aparecen al menos dos mujeres?
2. ¿Tienen nombre?
3. ¿Hablan entre ellas de algo que no sea un hombre?

Parece sencillo, ¿verdad? Pues el resultado es demoledor, mirad este vídeo (está en inglés, pero se entiende igual).

Debe de haber unas cuantas toneladas de ensayos que explican por qué ocurre esto, pero todos ellos se pueden resumir en una sola idea: el Gran Relato de la Humanidad no nos pertenece. Laurie Penny, colaboradora de opinión de The New Statesman, dice al respecto: “Los hombres crecen esperando ser los héroes de su propia historia. Las mujeres, sin embargo, crecemos esperando ser la actriz secundaria de la historia de los demás”.

Penny considera que esto es una forma de “fracaso de la narrativa”, en referencia a la imposibilidad (o siendo optimistas, digamos mejor: la dificultad) de crear ficciones centradas en la experiencia de las mujeres. No hablamos de películas de chicas. Hablamos de relatos con vocación de universalidad en los que la moraleja (todos los relatos, tontos o sofisticados, tienen una) o, en lenguaje más técnico, el arco narrativo, se organice en torno a un personaje mujer. Y que, pese a ser mujer, no sea un fetiche, una idea, una abstracción, sino un personaje complejo, matizado, con escala de grises, contradicciones y una vida interior. Es la escasez de este tipo de personajes lo que pone de manifiesto el Bechdel Test. Penny continúa:

 “[Cuando era más joven] empecé a rebelarme contra la idea de ser un personaje en la historia de otra persona; quería escribir mi propia historia. Pero la escritura es un tipo de magia y ya sabemos lo que les pasa a las mujeres que fabrican sus propios hechizos”.

Hace unos días, Autumn Whitefield-Madrano escribía en su columna de The New Inquiry lo siguiente, a propósito del escándalo de la vigilancia estadounidense: “Empecé a preguntarme si la razón por la que las actividades de la NSA (Agencia Nacional de Seguridad) no me provocaban una molestia visceral es que tengo asumido que, por defecto, en mi vida cotidiana siempre estoy siendo observada. Observada, mirada, vigilada… Bienvenidos, caballeros, a lo que es ser una mujer.”

Whitefield aclara, para lectores de mala fe, que no quiere restar importancia a las acciones de la administración estadounidense; pero sí dejar constancia de que la experiencia de la libertad no es la misma para todos. A nosotras nos ha tocado vivirla siempre en versión un poco más edulcorada. Interiorizar esos límites, hacerlos tuyos hasta que ya no los ves, forma parte del aprendizaje de ser mujer. No es psicología de suplemento dominical, es teoría de la construcción de la mirada. Whitefield continúa su artículo citando a John Berger en Ways of Seeing (Maneras de Mirar), una lectura obligatoria en historia del arte y filosofía de la estética. Berger, en absoluto sospechoso de inclinaciones feministas, afirma:

“Una mujer debe constantemente vigilarse. Mientras atraviesa una habitación o llora en un funeral, difícilmente puede evitar verse a sí misma andando o llorando. Desde la infancia, se le ha enseñado a vigilarse constantemente. Los hombres miran a las mujeres. Las mujeres se ven a sí mismas siendo miradas. Esto determina, no solo la relación de las mujeres con los hombres, sino la relación de las mujeres consigo mismas. El vigilante interior de la mujer es un hombre. De esta manera, la mujer se convierte a sí misma en un objeto, y en concreto en un objeto de la mirada: se convierte en una visión”.

Un ejemplo de lo que les ocurre a las chicas que se rebelan y deciden no encarnar esa visión ajena, lo hemos visto recientemente con el episodio más comentado de la historia de Girls, la serie de la HBO escrita, dirigida y protagonizada por Lena Dunham (por la que ha recibido, entre otros galardones, tres Emmys, dos de ellos a mejor dirección y mejor guión de serie cómica). Es el capítulo 5 de la 2ª temporada, éste es un fotograma.

Girls

Para quien no conozca la serie, hay que adelantar que Dunham enseña las tetas siempre que puede, el culo también, y ya en la primera temporada la habíamos visto numerosas veces en bragas, en posturas nada favorecedoras. Pero aquí va demasiado lejos, y no sólo porque supera su propio récord de minutos-desnuda-en-serie-de-televisión-sin-venir-a-cuento. Es que está así en compañía de un apuesto cuarentón (interpretado por Patrick Wilson) al que se acaba de ligar y se folla alegremente durante todo el día. También juega con él al ping-pong, moviendo con entusiasmo su culo gordo y sus tetas enanas, y le pide que le practique sexo oral como si le estuviera diciendo con la boca llena: pásame el salero. [Insisto en lo de culo gordo y tetas enanas porque estamos en una serie de televisión, donde se aplican las normas de las series de televisión. El cuerpo de Dunham habría sido muy bello en la Florencia renacentista, seguro, pero en este contexto pertenece a las categorías: gordo, feo, etc. y eso es lo bonito].

El capítulo recibió comentarios como:

“Dunham es maleducada, egocéntrica, sexualmente egoísta y desafiantemente poco atractiva”.

“¿Qué tipo de hombre se merece una mujer como ella?” “Me sentí atrapado por mi rechazo a aceptar la propuesta central”.

«¿Cómo es posible que una mujer así consiga un hombre como ése? ¿Soy demasiado estrecho de mente si me paraliza la idea de que esta fantasía va demasiado lejos y [ATENCIÓN, QUE VIENE CURVA] no puedo evitar pensar en cómo es la pareja de Patrick Wilson en la vida real?”

Varios comentaristas interpretaron que el capítulo, evidentemente, era un sueño porque algo así es imposible en la vida real. Y uno incluso lo comparó con un capítulo de “Bill Cosby” en el que todos los hombres están embarazados y uno de ellos da a luz a un refresco de naranja.

Aquí se ponen de manifiesto un par de cosas, que ya sabemos pero no está de más repetir. Primero, que la vara de medir el atractivo físico no es la misma para un cuerpo de hombre que para un cuerpo de mujer. A nadie se le ocurriría decir que Tony Soprano está demasiado gordo como para salir tanto en calzoncillos. Segundo, que hay una norma fundamental del patriarcado que dice que las mujeres feas, gordas o ambas cosas a la vez, deben avergonzarse. Realmente, a nadie le molesta el cuerpo de Lena en sí mismo. Lo que no se le permite es que lo muestre como si le diera igual, porque eso equivale a mandar al pairo la legitimidad de la mirada masculina para definir de qué manera las mujeres pueden construir su identidad. La falta de complejos es, en sí misma, un desafío.

¿Nos atacan los zombis?

julio 2, 2013 en Doce Miradas

Sigo en tensión y con el corazón en un puño la serie The walking dead. Eso quiere decir, entre otras cosas, que he visto cientos de maneras de matar ‘caminantes’, que es como llaman a los zombis en la serie. También he visto morir a personajes de los que me había encariñado. Vamos, que he sufrido lo mío. Pero pese a la sucesión de secuencias aterradoras vistas hasta el momento, hay una que se me ha quedado impresa en la retina y no he conseguido olvidar. ¿Alguna masacre? De eso nada.

Para quienes no sepan de qué va la serie, baste decir que se trata de una distopía que nos sitúa en un mundo invadido por zombis. Los supervivientes luchan sin descanso por mantenerse con vida. Nuestro grupo protagonista ha levantado un campamento a las afueras de Atlanta y debe organizarse y tratar de convivir en esas condiciones extremas, en un mundo sin estados, sin leyes, sin derechos.

¿Te imaginas cuál es la escena aterradora que no he logrado olvidar? Pertenece al capítulo 3 de la primera temporada. A primera vista podría parecer uno de los momentos más relajados de la serie: cuatro mujeres charlan junto al lago mientras lavan la ropa de todo el campamento. Junto a ellas, uno de los hombres del grupo y un niño intentan pescar, más como un juego que otra cosa, mientras ríen y se echan agua mutuamente. Detrás, el marido de una de ellas las observa sin hacer nada.

The Walking Dead, 1ª temporada, capítulo 3.

Jacqui

Estoy empezando a cuestionarme el reparto de tareas.

¿Podéis explicarme por qué las mujeres trabajan siempre como negras? (ella es negra)

 

Amy

¿No te has enterado? El mundo se ha acabado.

 

Carol

Así son las cosas

Cómo echo de menos mi lavadora

 

Andrea

Yo mi Mercedes, con GPS

 

Continúan así evocando el recuerdo de la cafetera, el ordenador, el móvil, el vibrador… Esto último les hace reír a todas y el hombre que las observa, marido de una de ellas, un maltratador, les reprende por no estar atentas al trabajo. Todo degenera en un episodio de maltrato hacia su mujer.

Da miedo, ¿no? Y no me refiero al maltrato, que por supuesto, sino a lo que sucede justo antes. Es cierto que se trata de ficción apocalíptica (¿o no?), pero bien podría ser una metáfora de situaciones mucho más cercanas que se producen cuando desaparece o mengua la protección de los estados y las leyes: catástrofes naturales, revueltas políticas o, sin irnos a otros continentes ni a países en vías de desarrollo o casos extraordinarios en los que el propio estado atenta contra la mujer, la actual crisis económica. ¿Puede ser la invasión zombi una metáfora de la crisis? ¿Puede tener esa escena algo que ver con el paisaje que se está dibujando para las mujeres?

En febrero pasado, la comisión de Derechos de la Mujer e Igualdad de Género del Parlamento Europeo aprobó un informe en el que se analizaba el impacto de la crisis en las mujeres y en las políticas de igualdad. Según dicho informe, el paro y los recortes del Estado de bienestar están afectando en mayor medida a las mujeres. Me viene a la mente esa ‘ley de dependencia’ que ha quedado un poco en el limbo de las leyes por falta de recursos. Provocará sufrimiento a mujeres y hombres, pero no me cabe ninguna duda de que suplir esas carencias recaerá fundamentalmente sobre las mujeres, dado el rol de cuidadoras que la sociedad nos asigna por sistema. ¿Vas viendo cierto parecido con la invasión zombi?

La economista Carmen Castro, especializada en políticas europeas de género, advertía el pasado 10 de junio, en un debate en la Unibersitat de Valencia, de la involución social provocada por la crisis y de la intensificación de la carga de trabajo de las mujeres, como consecuencia de las políticas de austeridad. Castro alerta también del aumento de la brecha salarial entre mujeres y hombres, algo en lo que coincide Ernesto Poveda, director del informe Diferencias retributivas entre sexos, elaborado por la escuela de negocios EADA, que sitúa en un 17% la diferencia entre los sueldos de hombres y mujeres. Rtve.es se hacía eco de este informe bajo el demoledor título La crisis fulmina a la mitad de las mujeres directivas en España. Y no es para menos. Según dicho informe, el número de mujeres que ocupan puestos directivos ha pasado de un 19,5% en 2008 a un 10,3% en enero de 2013.

Produce cierto alivio la propuesta de blindar la igualdad de sexos en la Constitución, anunciada por Rubalcaba el mes pasado. Aunque si algo hemos aprendido con esta crisis es precisamente que no existen las vidas blindadas, ni los derechos blindados –al Pacto de Toledo me remito–, salvo quizás para ciertos políticos, directivos de banca y profesionales del fútbol de élite.

Hay motivos para preocuparse. Ya los había antes de la crisis, pero se han agravado. No me olvido de que los hombres también están padeciendo esta depresión económica –el desplome en el sector de la construcción les afecta en mayor medida y de forma más directa–, pero las mujeres en esto del sufrimiento siempre acarreamos un plus. Al menos padecemos los recortes por partida doble, según señala la catedrática de Economía Aplicada en la Universidad Complutense de Madrid, Cecilia Castaño. Primero de forma directa porque el personal de los sectores más afectados por los recortes –educación, sanidad y servicios sociales– es mayoritariamente femenino. Y después de forma indirecta, por lo que mencionaba antes sobre la merma de la asistencia social que abocará y está abocando ya a muchas mujeres a desempeñar el rol de cuidadoras. En relación a la violencia machista, la crisis también se ha dejado notar en el aumento de casos y el descenso de denuncias.

Creo que esa escena de las mujeres lavando la ropa de todo el campamento en el lago me resulta tan aterradora porque no me parece tan de ficción apocalíptica, sino de thriller doméstico cotidiano. Sin embargo, últimamente tengo la percepción de que mucha gente, mujeres incluidas, considera que luchar por la igualdad de derechos y oportunidades entre ambos sexos es cosa del pasado. Que aquello quedó superado hace tiempo y que sólo resta disfrutar de lo conseguido. Sería un gran paso si todas esas personas reconsideraran su balda de asuntos resueltos. Los logros son importantes, sí, pero todavía falta mucho para alcanzar la igualdad y más, si damos por bueno este panorama de involución. El informe presentado este pasado mes de junio por el sociólogo de la Universidad de Deusto, Javier Elzo, corroboraba algo que muchos sospechábamos ya:”Tenemos jóvenes machistas para rato”.

Todos los días hay invasiones zombis en los hogares, en las calles y en las empresas. No me gustaría terminar en el lago lavando la ropa de todo el campamento, la verdad. Por eso conviene prestar atención a todos los indicios que nos están avisando de que existe un retroceso en la igualdad entre mujeres y hombres. La posición de la mujer es todavía frágil y vulnerable ante los cambios negativos de índole política, social o económica. Por eso debemos velar por lo conseguido, consolidarlo, y seguir avanzando. Avanzando juntos, porque esto nos incumbe a hombres y mujeres. Por eso creo que podemos relajarnos lo justo no sea que… perdón, lo siento, debo acabar aquí el post porque se acerca un grupo de ‘caminantes’ a menos cuarto. No importa, como cualquier fan de la serie, sé lo que hay que hacer.