Desprogramando I

junio 27, 2013 en Desprogramando

Nuria nos envía esta imagen que le ha llamado la atención y que es perfecta para Desprogramando. En esta sección podéis enviar imágenes, situaciones, actitudes… con un sesgo sexista que a veces pasan desapercibidas. Con esta sección esperamos romper esa inercia del pensamiento y la mirada. Te invitamos a colaborar.

Enviado por Nuria López de Guereñu:

«En este mensaje que circula entre los y las jóvenes, podemos observar cómo se trata a la novia de Ronaldo como «esto», considerándola al mismo nivel que el trofeo (objeto) que exhibe Messi en la penúltima foto. O sea, mujer como propiedad. Y parece que a nadie le chirría.» 

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Sor Citroen o la dignidad mal entendida

junio 25, 2013 en Doce Miradas

Cuando era pequeña vi por primera vez «Sor Citroen» (así, sin diéresis ni nada), una película con Gracita Morales como protagonista. Databa del año 1967 pero la ponían una y otra vez, que nadie piense que las reposiciones televisivas se inventaron con «Verano Azul». La película de marras era un clásico de la época y la vimos todos, grandes y pequeños, en unas cuantas ocasiones en aquellas Sesiones de Tarde de TVE que conseguían que los sábados nadie saliera a dar una vuelta hasta que no acabara la peli. Trataba de una monja cuya congregación gestionaba un centro para huérfanos y que, tras muchas vicisitudes, conseguía aprobar el carnet de conducir. Se compró un 2 Caballos y, calle arriba calle abajo, recorría la ciudad ante el pánico del resto de los conductores.

Sor CitroenPasaron los años, muchos, cuando otra tarde de sábado me tropecé con «Cine de Barrio» y con «Sor Citroen». Llena de una añoranza estrambótica por el tiempo pasado y vivido, me puse a ver la película de la que sólo recordaba a Gracita Morales, su coche y el título. Y cuál fue mi sorpresa cuando me encontré con una escena que me dejó pegada al sofá porque no me lo podía creer: la monja iba pidiendo por las casas una ayuda para el colegio de huérfanos cuando abre la puerta una morena de 30 años, guapa y voluptuosa… y con un ojo morado. Gracita Morales, con esa voz aguda que le caracterizaba, le pregunta qué le había pasado a lo que la mujer contesta «hermana, haga algo. Mi marido es muy celoso y me pega». Y la monja, haciéndose eco del sentir mayoritario de la época, le reprocha «es que tú siempre fuiste una casquivana y una atrevida. No mires a otros hombres y pórtate mejor con tu marido» (la frase no es exacta, mi memoria no da para tanto, pero sí transcribe literalmente el sentido de lo dicho). De esto han pasado unos cuantos años y aún no me he repuesto. Pero, y aunque me lo pide el cuerpo harta ya de tanta muerte, de tanto dolor y de tanta rabia, hoy no voy a hablar de violencia machista, de asesinos y de asesinadas. De víctimas y de verdugos. Eso lo dejo, con vuestro permiso, para otro día.

Hoy quiero hablar de otra cuestión. De cómo a lo largo de los años (de muchos, de demasiados) mientras Europa avanzaba, las mujeres salían al mercado laboral y rompían así las cadenas que las amarraban como un tormento a la dependencia económica y esclavizadora del marido, aquí se buscaba, por motivos políticos, sociales y de nuevo económicos, que la mujer cumpliera un papel muy determinado desarrollando un modelo a imagen y semejanza del que quería el Estado, la Iglesia y otras fuerzas vivas de la época. Y se talló, con muchos cinceles, una imagen de mujer que las propias mujeres asumieron: el pilar de la sociedad, la transmisora de los valores, la representación y el sostén moral de la familia tradicional. Y para conseguirlo se utilizaron muchos golpes de martillo: la televisión, el cine, la publicidad, el teatro, la literatura, la música… además, y por supuesto, del sistema educativo.

Isabel Coixet elaboró un documental titulado «50 años de… La mujer: cosa de hombres«, que hace un recorrido por cómo ha tratado la publicidad a la mujer a lo largo de la historia de TVE. No tiene desperdicio. En el primer spot, una pitonisa pregunta a la mujer que la visita por qué su matrimonio no funciona y su marido «tiene accesos de terrible cólera» a lo que la adivina le responde «¿has pensado que tu marido trabaja muchas horas diarias y tiene derecho cuando llega a su hogar a encontrar un agradable recibimiento?». Increíble. Lo peor es que al ver el reportaje comprobamos cómo actualmente la publicidad sigue transmitiendo muchos de esos estereotipos.

En el Festival de Cannes, se acaba de presentar un reportaje de Diego Galán, que bajo el título de «La Pata Quebrada», recorre a lo largo de 83 minutos el tratamiento dado a la mujer en los últimos 30 años del cine español. Para ello, utiliza 180 fragmentos de películas. Y se detectan 15 estereotipos de mujer: la gozosa, la esposa fiel, la heroína, la romántica, la solterona, la monja, la pecadora, la perfecta casada, las extranjeras, las liberadas, la folclórica, la maltratada, la divorciada, la emancipada y las mujeres solas. En la escena que comentaba antes de Gracita Morales y la mujer maltratada, se reflejan dos tipos totalmente contrapuestos y con una ganadora clara: la monja. La mujer entregada, generosa, feucha y sobre todo y ante todo, decente. Frente a la otra, guapa, con buen cuerpo, con ropa ajustada. Y por definición indecente. La primera merece todo lo bueno. La segunda merece todo lo que le pasa (incluido el maltrato). Y no lejos de esto, sino más bien cerca, y reforzándolo, surgían las canciones de la época: mujeres que penaban por sus amores, trágicos todos ellos, terriblemente sufridos, por los que luchaban dejándose el alma en cualquier páramo, para conseguir lo que más querían: el hombre con el que soñaban para al final… pasar por el altar, crear una familia y tener hijos. Y aquí paz y después gloria. La que lo lograba lo hacía porque era un dechado de virtudes (entonad aquello de «María de la Mercedes, no te vayas de Sevilla…)» y la que no lo lograba era porque era una mujer de poco fiar y con demasiada experiencia: la Bien Pagá, la Zarzamora o esa otra que se liaba con marineros de nombre extranjero.

Dignidad versus decencia

Pero si analizamos todo esto vemos que el modelo femenino se ha vehiculado a lo largo de una característica central: la dignidad. Con una única vara de medir: la decencia. Mujeres a las que se les decía cómo debían comportarse en todos y cada uno de los momentos de su vida, cómo debían ser, vestir, sentarse, actuar en relación con sus novios, maridos, hijos y padres. Y lo que es peor: cómo debían sentir. Ellas sabían desde niñas cómo tenía que ser el hombre con el que se iban a casar (trabajador y honrado); cómo y de qué manera debían enamorarse, tratar a su novio y qué podían, debían y hasta deseaban hacer con él (había que «reservarse» para el hombre, incluso con pena de infierno en caso de incumplimiento); cómo tenían que comportarse en su noche de bodas (y en las siguientes); cuál debía ser su actitud una vez ya casadas con respecto a su marido (y a su padre. Y hasta a sus hermanos varones). Y no digamos ya cómo debían de sentirse en cuanto eran madres (objetivo fundamental de cualquier mujer que se preciara, por cierto): amantísimas, entregadas, sacrificadas y hasta heroínas en muchos casos. Es decir, en todos y cada uno de los momentos de su vida, olvidarse de que eran personas para representar el papel que otros habían elegido por ellas. Y todo esto para toda la vida. Porque ninguna mujer decente podía volver a enamorarse y ni mucho menos dejar al marido diciéndole aquello de «anda y que te ondulen».

Y esto no viene de ahora. Data ya de antiguo: «La mujer del César no sólo tiene que serlo sino parecerlo» mientras que del César no se habla porque al César todo le está permitido. Y que conste que he dicho está, no estaba. Porque de aquellos polvos vinieron estos lodos. Y la herencia ha sido, en muchas direcciones, maldita. Porque si mal estaban las mujeres de los años 60 y 70, ni que decir tiene que las que hoy somos madres seguimos también unas pautas de comportamiento que nos han marcado, con el agravante de que encima nos hemos incorporado al mundo laboral oyendo aquello de que «nos hemos liberado». Y ahí es cuando arde Troya. Porque ahora debemos ser la esposa perfecta que vela por el marido, por la casa, por la familia y por la transmisión de los valores. La hija amantísima que se vuelca con los padres y suegros y se convierte en la cuidadora de aquellas personas mayores dependientes que hay a su alrededor. Y por supuesto, en la madre ideal: la que trabaja ocho horas fuera de casa, la que hace la comida por la noche para que los niños se alimenten de la forma más sana y saludable posible y la que, a la vez, se da golpes de pecho cuando por cualquier motivo les tiene que dejar en el comedor del colegio. La que, además, se transforma en profesora y llegue a la hora que llegue a su casa, les ayuda a hacer los deberes. La que tiene que estar feliz por llevar a sus hijos al parque y socializar con el resto de las madres con las que sólo le une que sus hijos comparten espacio unas cuantas horas al día. La que compra los regalos de Navidad, la que ordena la casa y hace la lista de la compra, la que pone las lavadoras, la que incluso deja a su marido la ropa de los niños encima de la cama cuando ella se va a trabajar si es que él ese día libra o se levanta más tarde. La que va los sábados a ver a las criaturas jugar al fútbol, la que va a las excursiones del colegio, se fuma la catequesis entera… Y eso, trabajando 40 horas, o más, a la semana y manteniendo la sonrisa perfecta, la pestaña pintada y sin que se te mueva ni un solo pelo. Y eso sí. Con un gran sentimiento de culpabilidad. Porque si no, no eres una buena madre.

Y además de todo eso, decente, muy decente. El otro día me sorprendí diciéndole a mi hija de 14 años: «ten cuidado porque la mujer pierde todo su prestigio por el mismo motivo por el que un hombre lo gana». No me atreví a enumerarle la cantidad de palabras que existen para denominar a una mujer cuya «virtud» esté en entredicho. Eso sí. No encontré ni una sola para un hombre que tenga el mismo comportamiento. Ni en el diccionario ni fuera.

Espero, y lo hago con auténticas ganas, que todo esto cambie y desaparezcan esos imaginarios que nos han hecho, y que nos hacen, la vida tan difícil. A las unas. Y a los otros. Que también ellos tienen lo suyo.

Más allá hay dragones

junio 18, 2013 en Doce Miradas

«Hay pocas cosas tan ensordecedoras como el silencio». No lo digo yo, lo dijo Benedetti. Que yo soy muy de citas. Como Montaigne, suelo utilizarlas para expresar mejor lo que pienso; me permiten situar y condensar pensamiento. Entrañan esencia y casi siempre son el reflejo de algo más grande. En todo caso, yo añado al haiku del poeta que hay pocas cosas tan ensordecedoras como el silencio de las mujeres (y tan poco naturales).

Cuando navego buscando alguna cita, suele costarme encontrar pensamiento femenino. Un día llegué así a la revelación nº 1: “apenas hubo expertas en el pasado que ocuparan la esfera pública”. Filósofas, matemáticas, científicas, políticas. Mujeres con algo que decir o alguien que las escuchara. La desproporción es tan abrumadora que parece que la Historia del Pensamiento hubiera jugado a esquivarnos. Me cuesta, de hecho, creer que seamos la mitad de la humanidad y madres de la humanidad al completo. Entender por qué desde que poblamos la Tierra —hace unos 200.000 años, según dicen— nos ha dado siempre más sombra que sol. Poco hemos lucido para el brillo que tenemos… Pero, vale. Construyamos. ¿Qué hay del presente?

El dragón y el equilibrio (Derechos de autor: sgrigor)Parece que todos, mujeres y hombres, tenemos ya nuestro papel en el gran teatro, ¿no? (Gracias por esta oportunidad que me han concedido…). Las mujeres podemos hoy día acceder allí donde queramos (soy algo cándida, lo sé), así que es comprensible que sean muchos quienes opinan que tras el voto y la incorporación masiva a la universidad y al mercado laboral, es sólo cuestión de tiempo que acabemos con las desigualdades a la hora de compartir turno de micrófono. Al menos en la parte privilegiada del mundo. “Tengan paciencia que todo se andará”, dicen. “Dejen que organicen manos más rápidas”, digo yo.

Admito, en realidad, que mi propia beligerancia sobre la cuestión ha ido creciendo. Que hasta ahora me tocaban más otras injusticias. Quizá por eso me gustó leer hace poco que Simone de Beauvoir —a quien imaginaba balbuceando proclamas sobre los derechos de la mujer desde la cuna— tampoco comprendió el alcance de su condición hasta cumplir los 40. Sumando la lógica y la experiencia, he concluido que esto que me sucede va a ser entonces cosa de la edad. Cumples años y el gin-tonic está rebueno de pronto, las arrugas ya no se borran con una siesta y, de la noche a la mañana, hay cosas que tu estómago no tolera más.

Así que va a ser cosa de la edad eso de acudir a un evento y no poder evitar que tus dedos cuenten por libre a los intervinientes: 21 hombres, 1 mujer; 11 hombres, 1 mujer; 42 hombres, 5 mujeres… Lo de implorar que este año no haya sólo corbatas en los diferentes premios a la “empresa vasca”. Lo de patalear al saber que ese museo que conoces bien no ha dedicado ni una sola muestra a una artista femenina en los últimos 10 años (y tú en la inopia). Cosa de la edad entonces lo de gruñir al saber que el próximo evento sobre la banca “con una mezcla de actores que reconoce la diversidad”, sólo contará con 1 mujer entre 17 hombres. O lo de revolverte al averiguar que una exposición de 46 ilustradores y humoristas recorre el país dando ejemplo sobre los derechos humanos sin el trabajo de una sola mujer. Si bien es cierto que el título les ha quedado logrado: “¿Todavía?¡Todavía hay silencios que son clamorosos, sí!

De modo que, por lógica de nuevo, llegaríamos a la revelación nº 2: “apenas hay mujeres expertas en el presente que ocupen la esfera pública”. Tan raras como son las perlas que se suben a la tarima para compartir conocimiento; las que son referente y modelo para las que vienen por detrás. Que ya se sabe que es más fácil desear ser lo que vemos que lo que hay que imaginar. La experiencia vivida me lleva, sin embargo, a cuestionar esta revelación, así que abrimos corchete con 3 opciones:
(A) Efectivamente, no las hay (expertas).
(B) Se esconden.
(C) Escasean los esfuerzos para buscarlas con el ahínco que el reto merece.

En lo que a mí respecta, me cruzo con profesionales valiosas cada día. En una proporción similar a la de hombres al menos. Me cruzo con ellas en el trabajo, en el parque o en el súper… Y aunque a menudo van corriendo, es un correr apresurado, de quien corre porque no le da la vida. No de quien se esconde. Así que no tengo dudas. Yo me quedo con la “C”. Y como soy la de las revelaciones, corrijo la nº2 que ahora quedaría así: “el número de expertas que adquieren visibilidad en la esfera pública no se corresponde con la realidad del ámbito laboral”.

Es entonces cuando las preguntas se atropellan ¿Hasta qué punto somos conscientes de la trascendencia de esta invisibilidad? ¿Dónde miran las instituciones y cómo es posible que dinero público acabe subvencionando muchas de estas reiteradas injusticias, para financiar a continuación políticas que promueven la igualdad? ¿Dónde miran los hombres? ¿Cómo apoyan a sus mujeres, hijas, amigas, hermanas? ¿Cuentan también con los dedos? ¿Y nosotras? ¿Dónde miramos nosotras? ¿Es este silencio un síntoma? ¿Relacionamos la falta de reconocimiento profesional con otras tantas injusticias de mayor calado? ¿Tendrá algo que ver con la predominancia de expertos masculinos (80%) en los medios de comunicación? ¿Y qué hacen los medios para remediarlo? ¿Y nosotras? ¿Pensamos en ello cuando nos ofrecen sacar la cabeza y decimos “no”? ¿Es falta de confianza? Si lo es, ¿en qué se basa? ¿Son acaso ellos perfectos? ¿No sabemos ya que si no encontramos el valor dentro, rara es la vez que llega de fuera? Además, ¿quién dijo perfección?

Y para terminar, la pregunta más seria de todas ¿No viene siendo hora ya de abrir este debate? ¿De encontrar puntos de encuentro entre excusas, realidades y anhelos para mejorar la foto de la esfera pública? No sólo porque el resultado final sería más justo, que la justicia no está muy en boga… Si no porque el resultado sería mejor. Que un evento compensado es mejor que uno esquinado. Igual que, a la postre, una sociedad equilibrada será necesariamente mejor que una que se cierra a la diversidad, reservando poder y decisiones a los Caballeros de la Mesa Redonda. Hombres y mujeres estamos hechos para convivir. Compartir. Somos complementarios. Los unos nos enriquecemos a los otros. Compartamos entonces cuando no hay muros lo que ya nos damos tras nuestras cuatro paredes. Compartamos voz.

Cuenta el personaje de ella en Memorias de África que cuando los descubridores llegaban al límite del mundo, escribían: “más allá hay dragones”. Quizá nos parezca que estamos en los confines. Cierto que nunca antes llegamos tan lejos, pero todavía queda trecho. Y si los sueños no nos asustan siquiera un poco, es que no son lo suficientemente grandes… ¿Quién dijo miedo?

Y ahora, la gran soñadora. Miss Nina Simone canta “I wish I knew how it would feel to be free” (no se pierdan el final).

Dicho por ellas I

junio 13, 2013 en Dicho por ellas

Ponte a buscar citas y te encontrarás con que la mayoría de las publicadas son dichas por hombres. Es por esto que en Doce Miradas estrenamos la sección «Dicho por ellas». Aquí queremos visibilizar las aportaciones de las mujeres al pensamiento. Y qué mejor que arrancar con una que identifica a la perfección nuestro proyecto:

Concepción ArenalLas fuerzas que se suman para el bien no se suman, se multiplican.

Concepción Arenal (1820-1893).

Agradecemos tus aportaciones.

La mirada ultravioleta (o cuando ya nos hemos pasado)

junio 11, 2013 en Doce Miradas

“Sólo se ve lo que se mira y sólo se mira lo que se tiene en la mente”.
Alphonse Bertillon, investigador francés de finales del s. XIX.

“El radicalismo de ayer se convierte en el sentido común de hoy”.
Gary Wills (1934), autor, periodista e historiador norteamericano.

LíneaHace un tiempo, al finalizar un seminario sobre análisis de género en la publicidad y la información, me coloqué esas gafas maravillosas que empoderan repentinamente a las mujeres que han aprendido a mirar: son las gafas violetas. Se mimetizan con tus ojos y no hay forma ya de desprenderse de ellas. El lenguaje sexista, las actitudes machistas se muestran en color fosforito en todos los aspectos de la vida. Hemos aprendido a detectar la desigualdad y ese logro condicionará ya para siempre nuestra visión del mundo.

Pero a mí me pasa que necesito graduarme la vista, porque no siempre veo con claridad. Soy consciente del desenfoque de mi mirada: de la mirada ultravioleta. Y sobre mi percepción de las cosas aparece esa sombra que me desconcierta y me hace sentir insegura. ¿Debo mostrar incomodidad cuando me muestran caballerosidad en el ámbito laboral? ¿Tengo que hacerle ver al camarero que la copa puede ser para mí y el refresco para mi compañero? ¿Debo ofenderme si en carretera me brindan ayuda para cambiar la rueda? ¿Afear la conducta a las profesoras de mis hijas cuando encabezan sus frases diciendo “Dile a mamá…”? ¿Puede Obama halagar a su amiga la fiscal de California, Kamala Harris, destacando su atractivo, después de haber ensalzado sobradamente sus méritos profesionales? Me voy a detener en analizar esta noticia, porque me sirve para poner sobre el tapete la dificultad que nos presenta en muchas ocasiones, la sana intención de detectar situaciones que desdibujan a las mujeres.

Éste fue el comentario de Obama: «Ella es brillante, dedicada y enérgica y es exactamente lo que uno quiere en alguien que administra la justicia, asegurando que todos reciban un trato justo. Además, resulta que es, de lejos, la fiscal general más atractiva«.

En su día (5/03/2013), las palabras del presidente de los EE.UU. provocaron la reacción inmediata de varios columnistas que calificaron el comentario de insultante:

«Obama necesita ser educado en las cuestiones de género”.

«El grado en que las mujeres son juzgadas por su apariencia, sigue siendo un obstáculo importante para la igualdad de género en el mercado laboral. Las mujeres tienen dificultades para ser juzgadas exclusivamente por sus méritos«.

Sin embargo, hubo también otros columnistas y editores que sacaron la cara al presidente y se cuestionaron si la polémica no habría sido exagerada: “¿Decir lo obvio convierte al presidente en sexista?”.

Esta noticia generó un cierto debate también entre nosotras, las Doce Miradas. A mi entender, es inapropiado destacar la belleza de una profesional, por mucho que se haya hecho referencia previa a su excelencia curricular. Me parece que actitudes como éstas descolocan a las mujeres que, repentinamente, se ven desarmadas de sus carteras y forzadas a sonreír y pudiera ser que a ruborizarse. Pero quizá en este caso la apreciación no sirva: a fin de cuentas ellos eran amigos y en su confianza mutua podría caber ese tipo de cumplidos. Lo cierto es que entre las Miradas hubo, precisamente, quien restó importancia al piropo de Obama, por entender que el presidente había reconocido suficientemente la valía de la fiscal antes de pretender halagarla por su atractivo físico.

Pero, hete aquí, que en los días en los que estaba preparando este texto, ojeando el Twitter me encontré con lo siguiente:

 

¿Y ahora qué? Hasta la fecha, a mis oídos no ha llegado ningún comentario cuestionando lo inapropiado de que mi admirada Julia Otero piropeara al alcalde de Vitoria-Gasteiz. Y tengo que decir que a mí tampoco me lo parece. ¡Lo que no sé es por qué no! ¡Si es lo mismo, pero al revés! Debe ser por aquello de la discriminación positiva: que mientras el panorama esté como está, tenemos que tener más cuidado desde un lado que desde el otro.

Yo no tengo el criterio claro. Dudo. En situaciones como éstas y en otras muchas, me pregunto cuál es la línea a partir de la cual nos pasamos de rosca, convirtiendo la cuestión de género en mirada ultravioleta.

La mirada ultravioleta atrinchera y demoniza actitudes que, en ocasiones, nacen de la normalidad con la que reproducimos comportamientos que, hasta el momento, no causaban la menor incomodidad. Nos movemos de puntillas por terreno pantanoso.

Confieso que me molesta mucho que el personal docente del colegio de mis niñas pida los datos completos de padres y madres al inicio de curso y, sin embargo, cuando llega el momento de dar un aviso, ocurra que el número de teléfono de los padres se desdibuje en las fichas hasta la ilegibilidad.

Pero reconozco que sí me gusta que me abran la puerta; no te digo ya, que me cambien la rueda. Y no siento que poner la copa en el sitio equivocado de la barra me reste igualdad de oportunidades en la vida. Creo que el sentido común es el menos común de los sentidos y es, precisamente, el que nos pone en bandeja la moderación.

La mirada ultravioleta provoca afecciones y desencuentros que nos desvían del sentido de llevar las gafas moradas: detectar la diferencia y acusar desconsideración; denunciar y ofrecer un sólido debate sobre el papel que desempeñamos, en aras de mover cimientos para levantar edificios sostenibles.

Pero no podremos hacerlo desde el conflicto permanente y las reivindicaciones ligeras. Estaremos perdiendo con ello una energía valiosísima que vamos a necesitar para participar, procurar el encuentro y, en definitiva, amueblar el escenario que acabaremos por compartir con los hombres.

Las gafas violetas no se hicieron para proteger nuestra mirada, sino para enfocarla. Serán un recuerdo bonito cuando podamos hacernos, bajo el sol de mediodía, una fotografía en la que no se advertirán sombras hacia ninguno de los lados.

“El violeta es el color del feminismo. Nadie sabe muy bien por qué. La leyenda cuenta que se adoptó en honor a las 129 mujeres que murieron en una fábrica textil de Estados Unidos en 1908 cuando el empresario, ante la huelga de las trabajadoras, prendió fuego a la empresa con todas las mujeres dentro. (…) En esa misma leyenda se relata que las telas sobre las que estaban trabajando las obreras eran de color violeta. Las más poéticas aseguran que era el humo que salía de la fábrica, y se podía ver a kilómetros de distancia, el que tenía ese color. (…) La idea es comparar el feminismo con unas gafas violetas, porque tomar conciencia de la discriminación de las mujeres supone una manera distinta de ver el mundo”.

¿Qué es feminismo? La metáfora de las gafas violeta. Coraly Leon.

Imagen de lulazzo (CC by-nc-nd)

Lengua, sexismo y mi día a día en todo esto

junio 4, 2013 en Doce Miradas

todas las personas

Cuando estéis casadas, pondréis en la tarjeta vuestro nombre, vuestro primer apellido y después la partícula “de”, seguida del apellido de vuestro marido. Así: Carmen García de Marín. En España se dice señora de Durán o de Peláez. Esta fórmula es agradable, puesto que no perdemos la personalidad, sino que somos Carmen García, que pertenece al señor Marín, o sea, Carmen García de Marín.

Sección Femenina: Economía doméstica, para Bachillerato, Comercio y Magisterio, 1968

He querido comenzar con esta joya de cita para hacer ver dos cosas: una, que las recomendaciones sobre cómo mostrar a las mujeres en la lengua no surgieron ayer por la tarde ni las inventó precisamente el movimiento feminista.

Y dos, que en todas, absolutamente en todas las recomendaciones de este tipo se mezclan consideraciones lingüísticas y extralingüísticas. ¿Por qué? Porque no puede ser de otra manera, porque el lenguaje no está fuera del mundo, no está nunca separado del orden social ni de nuestras ideas, imágenes y construcciones mentales.

Hasta el Antiguo Testamento cuenta que con las palabras se creó el mundo.

Dios dijo: «Hágase la luz». Y la luz se hizo.

Como me dedico a la confección, traducción y corrección de textos, a menudo tengo que atender a cuestiones sobre lengua y sexismo y resolver problemas muy concretos, muy cotidianos, muy de andar por casa, muy llanos. Por eso he querido escribir un articulito que no entre en consideraciones gramaticales (aunque me encantaría, porque la gramática me chifla) y que exprese de manera intuitiva y cercana mi muy terrenal y nada glamurosa experiencia en este ámbito. Vamos allá.

El dichoso masculino plural

Quizás la cuestión más polémica sobre lengua y sexismo es la del masculino plural. ¿A quién se refiere el masculino plural? ¿Nombra solo a hombres? ¿Incluye a las mujeres?

Para la Real Academia Española (RAE) no hay dudas: incluye a hombres y a mujeres. Os resumo lo que dice en su recomendable Diccionario Panhispánico de Dudas (DPD):

[…] … los nombres apelativos masculinos, cuando se emplean en plural, pueden incluir en su designación a seres de uno y otro sexo: Los hombres prehistóricos se vestían con pieles de animales; En mi barrio hay muchos gatos (de la referencia no quedan excluidas ni las mujeres prehistóricas ni las gatas). Así, con la expresión los alumnos podemos referirnos a un colectivo formado exclusivamente por alumnos varones, pero también a un colectivo mixto, formado por chicos y chicas. […] … en la lengua está prevista la posibilidad de referirse a colectivos mixtos a través del género gramatical masculino, posibilidad en la que no debe verse intención discriminatoria alguna, sino la aplicación de la ley lingüística de la economía expresiva.

Una vez que la RAE establece esto, añado que el masculino plural me plantea dos problemas: que invisibiliza a las mujeres y que no siempre nos incluye.

Veamos dos casos en los que el masculino plural invisibiliza a las mujeres; al menos a mí me las ocultó durante un tiempo.

Desde niña estudié que en la Edad Media europea los monjes se dedicaban a copiar manuscritos y de esa manera contribuyeron enormemente a la propagación de la cultura. Así pues, he pasado décadas pensando que los famosos monjes eran solo hombres, hasta que leí a una historiadora que afirmaba que también hubo monjas copistas; y algunas, además, muy notables, por su habilidad.

El masculino plural monjes (y el contexto, también visual, que lo acompañaba) no me hizo nunca sospechar que englobaba también a las monjas.

El segundo caso de invisibilización que os quería exponer es el de los niños soldado.

Había leído muchas veces en la prensa que en ciertos conflictos armados, principalmente de África, niños de ocho o diez años guerreaban como adultos con fusiles y metralletas. Pasé años pensando que solo eran varoncitos, hasta que un día leí que también había niñas soldado, las cuales, además, sufren una brutal violencia sexual. Como en el caso de los monjes, nada me había hecho sospechar que el masculino plural niños abarcaba también a las niñas, hasta que alguien lo declaró explícitamente.

La economía expresiva que defiende la Academia nos oculta a veces parte de la realidad.

Hay un caso muy peligroso y muy común de invisibilización mediante el masculino plural: los expertos. Es una frase hecha que aparece frecuentemente en los medios, sobre todo al tratar asuntos de corte científico: Según los expertos… Es especialmente dañino porque en la imagen que dibuja en nuestra mente los expertos siempre son hombres, con bata blanca o traje y corbata, pero siempre, siempre, quienes saben mucho de algo son hombres.

Es urgente, pues, que empecemos a sustituir ese según los expertos por otras expresiones menos marcadas, como, por ejemplo, según opiniones expertas o según voces expertas.

La segunda cuestión que me planteaba sobre el masculino plural es si nos incluye o no nos incluye. Como habéis leído, la RAE no duda: sí nos incluye. Y yo, la verdad sea dicha, cuando leo frases como Los trabajadores públicos se quedan sin paga extra o A debate el papel de los traductores, sí me siento incluida, creo que están hablando de mí.

Pero ¡cuidadito! Porque no siempre es así. A veces me creo que están hablando de mí y resulta que no. Mirad lo que leí hace poco en uno de esos periódicos gratuitos que reparten en las bocas del metro. El titular decía:

Cada vez más vascos con problemas sexuales

Yo pensé: ¡ah! Voy a leerlo, a ver qué problemas sexuales tengo. Pero luego seguía:

Aumentan los casos de disfunción eréctil

¡Anda! ¡Qué sorpresa! No estaban hablando de mí. Yo creía que ese vascos me incluía, pero luego ha resultado que no, que se refería solo a los hombres vascos. Ahí se ha producido lo que Ángel García Meseguer, en su famoso libro ¿Es sexista la lengua española?, llamaba salto semántico.

Así pues, ante un masculino plural, las mujeres nos tenemos que preguntar si estaremos incluidas o no, porque son posibles ambas cosas. Tenemos que acostumbrarnos a esa duda y, además, a una identidad cambiante, a que unas veces se nos nombre en femenino y otras, en masculino, como pasaba en mis clases de gimnasia; nada raro ni especial, por otro lado.

En las clases de gimnasia a las que asistía hace unos años, la mayoría de las veces éramos todas mujeres y la monitora, claro, nos hablaba en femenino:

Venga, chicas, todas juntas.

Muy de vez en cuando se dejaba caer por la clase algún hombre y entonces, con que un solo varón se nos uniera, ¡zas!, nuestra identidad cambiaba y pasábamos a ser chicos:

Venga, chicos, todos juntos.

Aquel solo hombre nos transformaba a todas.

A los hombres no les pasa ni una cosa ni otra: siempre saben cuándo los nombran, siempre tienen claro cuándo están hablando de ellos y cuándo no, y su identidad es firme y siempre la misma, no varía en cuanto aparece una señora.

Yo, en cambio, tengo que preguntarme si estarán hablando de mí y tengo que asimiliarme a la forma masculina. ¿Hacen eso los hombres? ¿Se incluyen en los femeninos? Las antonias celebran su santo el día de san Antonio. ¿Celebran los adrianes y adrianos el día de santa Adriana o esperan a festejar el de (nunca mejor dicho) su santo varón?

Bueno, paremos un momento para reconocer que a veces los hombres sí se asimilan a las formas femeninas, a formas femeninas que engloban a los hombres. Parafraseando a la Academia, podemos decir que en la lengua está prevista la posibilidad de referirse a colectivos mixtos a través del género gramatical femenino, como sucede, por ejemplo, con víctima o criatura. Existe, por tanto, aunque limitadamente, el femenino genérico. Entonces, puesto que existe, ¿quebrantamos algún precepto inamovible si ampliamos su uso? ¿Qué tal si empezamos a utilizar más frecuentemente el femenino plural para grupos en los que también hay hombres, a sabiendas de que contravenimos las normas académicas, pero exploramos posibilidades interesantes en la lengua?

Ahí lo dejo. Y acabo este apartado volviendo a la economía expresiva y a la repetición. Cuando se quiere nombrar a las mujeres, cuando se las quiere considerar, se las nombra. Recordad, si no, todas las tradicionales fórmulas de cortesía de las lenguas cercanas: señoras y señores, jaun-andreok, ladies and gentlemen, mesdames et messieurs, Damen und Herren.

Requiere un poquito de tiempo, vale, pero, si quieres nombrarnos, nómbranos.

Presidentas y sirvientas: los nombres de profesión

El segundo quid gordo de la cuestión son los nombres de profesión. Y en este apartado, señoras y señores, aunque no se lo crean, debo afirmar que la RAE ha ido por delante de las costumbres sociales, pues ha dado el visto bueno a formas femeninas que no todo el mundo acaba de aceptar.

Así, por ejemplo, el diccionario académico, el DRAE, recoge presidenta y, sin embargo, todavía en abril pasado vi al pie de un escrito la presidente de la comisión y firmaba una mujer.

Contra presidenta se suele argumentar la invariabilidad del sufijo -nte, procedente del participio activo latino, que era tanto femenino como masculino. Vale, sí, pero nadie me hizo repasar la gramática latina cuando el DRAE aceptó sirvienta, dependienta, asistenta o clienta, que tienen el mismo mismísimo origen que presidenta.

¿Os dejo cinco minutos para un ejercicio de agudeza visual en el que descubrir la diferencia entre presidenta, comandanta y gerenta, por un lado, y sirvienta, dependienta y asistenta por otro? Bah, no, no hace falta.

También me he encontrado con abogadas que dicen que no, que ellas no son abogadas, sino abogados; y con arquitectas que dicen que son arquitectos, cuando no hay ninguna razón lingüística ni académica que se oponga a esas formas femeninas.

Otra batallita cotidiana la tengo con técnico y técnica. Se argumenta contra el uso de técnica que su homonimia crea confusión, ya que, además de persona que posee los conocimientos especiales de una ciencia o arte, también puede significar conjunto de procedimientos y recursos de que se sirve una ciencia o un arte.

Es cierto, hay homonimia, pero para algo está el contexto: para aclarar cuándo nos referimos a una trabajadora y cuándo a los procedimientos y recursos que emplea. El riesgo de ambigüedad no justifica que digamos, como se oye decir, la técnico.

También hay homonimia en basurero, que puede significar persona que tiene por oficio recoger basura o sitio en donde se arroja y amontona la basura. Hemos convivido siempre con esta homonimia y el contexto ha bastado para evitar toda confusión.

Para acabar, lo más sensato que puedo decir al respecto es que el uso consolida las formas. Margaret Thatcher era la primer ministro. Hoy ministra está plenamente extendida y aceptada y no escandaliza ya a nadie. Usemos, pues, las formas en femenino para hacerlas habituales.

Igualdad sí, pero así no

Esta frase del título me habría convertido en millonaria si, cada vez que me la han dicho, me hubiera caído un euro del cielo.

El así no puede significar dos cosas: a) no en el patio de mi casa; b) dediquémonos a cosas más importantes que a estas tonterías del -os/-as.

La a) la ilustra perfectamente el académico Ignacio Bosque, en su famoso informe Sexismo lingüístico y visibilidad de la mujer, suscrito por el pleno de la RAE, recurría a un argumento que he escuchado muy a menudo para refutar estas propuetas para una lengua sin sexismo. Se resume con el título que os he puesto: Igualdad sí, pero así no.

… la verdadera lucha por la igualdad consiste en tratar de que esta se extienda por completo en las prácticas sociales y en la mentalidad de los ciudadanos. No creemos que tenga sentido forzar las estructuras lingüísticas…

Es decir: la verdadera lucha hay que hacerla en otro sitio; dejad mi terreno tranquilo. Y se mezcla en perfecta armonía con la b), que es más frecuente: está bien luchar por la igualdad, pero hagamos otras cosas más importantes, no estas bobadas.

Para mí no son bobadas; soy lingüista y, claro, para mí la lengua no es despreciable, no es insignificante. Además, si quiero trabajar por la igualdad, tendré que hacerlo también en mi terreno, también en mi casa, y mi terreno y mi casa están aquí, son estos, los artículos, los morfemas y la estilística, aunque a alguien le pueda parecer fútil e irrelevante. Aquí tengo que emplearme. No solo aquí, pero sobre todo aquí.

Imagen de Pablo Hevia (CC by-sa)