Navajas de doble filo

28/01/2014 en Doce Miradas

Hoy empieza para mí la “segunda ronda”. Segundo post en #DoceMiradas: una vuelta completa a las manecillas de este reloj. Sumo lo que he aprendido, lo que me he reído, lo mucho que esta aventura me ha hecho pensar, leer y escribir, y todo me sale en positivo. Lenguaje inclusivo, “postureo” machista y feminista, igualdad en el ámbito laboral y de la empresa, tecnología, cine, televisión, literatura, ciencia, medios de comunicación, periodismo de conflictos, conciliación… Techos de cristal y suelos resbaladizos. Hemos recorrido a través de las miradas propias y de las ajenas, con las gafas ultravioletas puestas, muchos de los barrios que circundan las metrópolis que habitamos hombres y mujeres preocupadas por todo lo que nos queda por hacer. Muchos hilos que se van entrelazando con muchísimos comentarios, tanto aquí mismo, como en el resto de los huecos  digitales en los que hemos ido construyendo espacios para el debate y la reflexión.

Vine para hacerme preguntas en voz alta, y me he encontrado con un montón de incógnitas nuevas. Una de ellas está revoloteando continuamente en mi cabeza, y quiero compartirla hoy, como siempre, para buscar vuestras respuestas.

A saber. Coincidimos en gran medida en los diagnósticos; con matices, por supuesto. Coincidimos en pensar que el pasado nos ha dejado una herencia envenenada que ha echado raíces en todos los ámbitos de las relaciones humanas, es decir, de nuestras vidas. De aquellos hábitos, estas culturas, y de esas culturas, todas las desigualdades que sufrimos, algunas sutiles y otras sencillamente insoportables. ¿Qué nos impide avanzar del plano formal hasta una igualdad real, de los dichos a los hechos?

Leí el otro día un interesante artículo sobre por qué los gobiernos “no hacen las cosas bien”, firmado por Jesús Fernández Villaverde. Es bueno leer de todo un poco. Viene al caso. De esta lectura me quedo con una fórmula sencilla que os propongo aplicar.

Sostiene el autor, y yo coincido, que las posibles razones por las que no se hacen las cosas (bien) pueden resumirse en tres: primera, porque no sabemos hacerlo mejor; segunda, porque no podemos hacerlo de otra manera; y tercera, porque no queremos hacerlo. Saber, poder y querer. Y añado de mi cosecha una más: generalmente existe una cuarta, la suma de las tres anteriores.

En un ejercicio sencillo de descarte, elimino la primera, porque es una coartada que cae por su propio peso: existe un inmenso conocimiento público y publicado sobre políticas y medidas de corrección de todo tipo de desigualdades. Sabemos cómo mejorar el índice de participación de las mujeres en los centros de decisión de las empresas, y sabemos que sería beneficioso. Sabemos qué teclas tocar para mejorar la educación formal en los centros escolares, qué prácticas ayudan a la convivencia entre niños y niñas en las aulas y en los patios. Sabemos que, a pesar de ser controvertidas, ciertas medidas como las cuotas contribuyen a garantizar la visibilidad de las mujeres en ámbitos asociados a competencias tradicionalmente masculinas, y nos consta que la visibilidad está en los cimientos del reconocimiento. Sabemos de programas que mejoran la implicación igualitaria en la crianza, y que desactivan hábitos nocivos en los ámbitos individuales y colectivos.

La primera hipótesis, por lo tanto, no nos sirve: sabemos hacer las cosas de otra manera.

Vayamos a la segunda. ¿Podemos? Evidentemente sí. ¿Qué o quién lo impide? Nadie, porque más allá de nosotros y nosotras no hay nada. Incluso las empresas más recalcitrantes están formadas de personas. Y los gobiernos más reaccionarios pueden cambiarse. Y las ideologías más machistas terminarán por desaparecer si las personas que las sustentan las desactivan. No hay más. Ningún ser superior ha dictado las normas de convivencia para el fin de los tiempos. Como todas las culturas precedentes, también la nuestra terminará por cambiar para permitirnos adaptarnos a las nuevas condiciones del entorno. Desde el punto de vista de la Historia, con mayúsculas, somos una anécdota insignificante, y usos y costumbres que nos parecen inherentes a nuestra condición son, simplemente, el resultado imperfecto de una cultura efímera y caduca.

No será sencillo, y sin duda, llegará tarde. Porque una generación entera habrá desperdiciado una parte importantísima de su potencial por falta de sensibilidad o coraje para articular medidas eficaces que garanticen la igualdad de oportunidades, responsabilidades, derechos, obligaciones y aspiraciones. Estos tiempos de recortes de derechos, bienestar e ilusiones nos están dejando una herencia envenenada, es verdad. Pero creo que todavía podemos aspirar a hacer pequeñas y grandes transformaciones. No se me ocurre mejor momento que éste, en el que muchas de las verdades que se nos vendieron como absolutas están cayendo como piezas de dominó.

¿Podemos? Sí, por supuesto, pero no será a base de discursos políticamente correctos, ni de grandes pactos entre iguales. Para empezar, habrá que poner el foco y acordar que la igualdad entre hombres y mujeres es una factura cuyo pago no podemos posponer por más tiempo. Por muchas razones, las de la justicia, las de los valores, y también las económicas, dicho sea de paso. Tengo una duda, creo que razonable, sobre la prioridad que el gap del género tiene en la agenda social en la actualidad. Ha pasado de moda, me temo. Algo tendremos que hacer para que vuelva a ser una reivindicación y sobre todo, una marea de acciones compartida. Se admiten sugerencias.

Es cuestión de prioridades. La actual situación de crisis económica, de valores y de sueños es una excelente excusa para volver a lanzar unos puestos atrás este tema, pero no es una razón suficiente.

Si sabemos qué acciones concretas podemos poner en marcha, si podemos hacerlo, ¿qué nos impide avanzar? Y llego a la tercera hipótesis: ¿queremos realmente solucionar la secular desigualdad entre mujeres y hombres? En unas lejanas clases de filosofía aprendí que «en igualdad de condiciones, la explicación más sencilla suele ser la correcta». Se le llama, creo recordar, Principio de Parsimonia. Igual os suena más como la “Navaja de Guillermo de Ockham” . Debería concluir, entonces, que simplemente no queremos cambiarnos. Que más allá de flagelarnos y enredarnos en los diagnósticos, nos falta la determinación necesaria para activarnos e ir unos pasos más allá. Que el problema somos nosotros y nosotras.  Y también la solución.

Tres opciones. Tres posibles explicaciones para una cuestión terriblemente compleja. No está en mi ánimo simplificarla. Me conformo con compartir mis dudas, y mis esperanzas de que cada día seamos más quienes respondamos de forma afirmativa a la tercera pregunta, con palabras y sobre todo, con acciones, empezando por nosotras mismas.

NO ESPERES LISBOA

¿Cuál sería tu propia hoja de ruta para conseguirlo? ¿Por dónde empezarías, qué cosas cambiarías desde mañana mismo? Sin excusas. Sin coartadas. Del autoanálisis a la práctica: “planes de igualdad individuales”, el tuyo, el mío. Ya sabes: objetivos, diagnóstico, recursos a emplear, acciones a corto y medio plazo, calendario para hacerlo y evaluación posterior, por ejemplo, en la próxima “vuelta”.

Porque existe una versión alternativa a la primera navaja, la formulada por Leibniz: “Todo lo que sea posible que ocurra, ocurrirá”. Es el principio de Plenitud, y me gusta mucho más. Las navajas, ya se sabe, son de doble filo.

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Pilar Kaltzada

Periodista. Suelo escribir, leer, pensar y dudar, no siempre en ese orden. La mayoría de las veces no soy partidaria… Cuando descubrí que lo esencial es invisible a los ojos me quedé más tranquila, porque muchas de las cosas que veo no me gustan. Yo, por si acaso, sigo mirando.

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