Historias que aportan palabras
15/07/2014 en Miradas invitadas
Natalia Carrero (@lalectoracomun) es escritora. En 2008 Caballo de Troya publicó su primera novela, «Soy una caja«, por la que fue nombrada Nuevo Talento FNAC y cuya traducción al inglés ha editado Amazon Crossing. En 2011 publica «Una habitación impropia«, también en Caballo de Troya. En estas líneas, sin quitarse las gafas violeta, nos cuenta cómo ve su forma y otras formas de hacer literatura y de hacer cultura.
Hay una zona desde la que se puede escribir cómodamente, donde las líneas son rectas y la gramática no se retuerce. En ese lugar todas o muchas historias comienzan más o menos así: Oh, nostalgia, qué tiempos, qué maravilla. Abundan los algodones, las plumas de oca y los paisajes que, según el filtro fotográfico, asemejan camas infinitas en las que siempre podremos acostarnos, el placer no tardará. Otras historias, en cambio, presentan un inicio distinto, de intenciones similares: Menudo misterio, menudo viaje reflexivo, intelectual e investigador nos aguarda a lo largo y ancho de estas cuatrocientas páginas, con erotismo incluido; sigamos leyendo, no dejemos pasar la oportunidad de creer que esto es cultura, algo que siempre queda bien.
Las líneas escritas desde la comodidad representan la regularidad del bienestar y la corrección. Reflejan el mundo de la abundancia donde tuve la suerte de haber nacido. Incluso me pusieron pendientes de perlas para el bautizo, y me calificaron de mona. Ahora que lo pienso, éstas fueron las primeras violaciones de mi cuerpo; los pendientes y el agua bendita.
Esas novelas a secas y de género, o conjuntos de relatos largos y pausados, o poemarios evanescentes, tienden al arte máximo, creen darlo todo cuando ahora me parece que no dan casi nada, y quizá esto no sea del todo malo. Cada frase encanta las serpientes, los gusanillos que habitan en nuestro interior. Me pregunto si no será lo mismo que hago yo por aquí.
Esos libros cultivan cierta clase de ironía; mientras que yo aquí aparezco quizá demasiado seria.
En la zona desde la que escribo, esa ironía pierde fineza. Es inevitable.
Es como ir bajando, descendiendo metros desde la cima de alguno de los ocho mil; el aire va perdiendo pureza. La vida se va embruteciendo. La ironía va asemejándose a la realidad, hasta que de pronto ambas coinciden, chirrían e incomodan.
Desde aquí escribo, demasiado apegada al asfalto, donde no hay ironía fina ni palmadas en la espalda, sino un sentido del humor de lo más normal y corriente; tanto que la risa es cada paso que se da, cada palabra que se dice.
Cuando encuentro una alcantarilla abierta me asomo para ver las capas de tierra sobre las que hemos construido tantas ficciones que nos conforman. Tantos edificios de discursos que van de rectos y seguros, convencidos de que nada se tambalea. Todo da risa.
Somos ficciones, aunque no siempre edificantes. Estamos tratando de aprender a distinguir.
Suelo dejar sin terminar esa clase de historias que casi no me aportan. Me despido sin llegar al final de ese montón de páginas editadas sin faltas de ortografía pero con alguna que otra de educación; un producto, un reducto de un mundo que se creyó tan poderoso que hasta nos robó algo muy importante que seguramente llevábamos dentro. Abandono la novela negra sin interés por saber quién es la mano asesina o qué será del pie de la protagonista, y me vengo a la pantalla para llegar a ti, allí donde estés, y escribirte en plan retorcida que viva la literatura de alcantarilla.
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