Mujeres normales ante situaciones extraordinarias
08/03/2016 en Miradas invitadas
Miguel Ángel Rodríguez García (@Marodriguez1971). Periodista y trabajador Humanitario. Nací en Granada hace 45 años y me licencié en Ciencias de la Información en el terruño de mis padres y mi tierra de acogida, Salamanca. Objetivo desde ese momento: La Comunicación como vía para cambiar las cosas. De ahí a la militancia en ONG y entidades humanitarias había un paso. Actualmente soy el responsable de Comunicación Externa y de la Unidad de Comunicación en Emergencias (UCE) de Cruz Roja Española. Y, sí, creo que la Información salva vidas. Por eso seguimos en el tajo.
Creo que viajamos constantemente entre el horror y la esperanza.
Durante los últimos años de emergencias, catástrofes y conflictos he visto la capacidad ilimitada que tiene el hombre para la destrucción, la barbarie, la más cruel de las degradaciones, las torturas y el silencio, el silencio a veces más culpable que la propia acción, la omisión más cómplice y genocida.
Irak, Mozambique, Marruecos, Líbano, el sur de Asia, Nepal, Camboya o Darfur se dibujan para mí como un escenario vivo y doloroso donde actores inverosímiles han competido por manejar los hilos de las marionetas más ninguneadas, de los invisibles, de los que no aparecen, siquiera, en las estadísticas. ¿Puede acaso una estadística digerir cómo en la región sudanesa de Darfur se secuestra y viola a niñas a las que, para evitar que escapen, se les quiebran las piernas a culetazos de Kalashnikov? ¿Puede acaso algún número recoger la impotencia que viven millones de personas zurcidas, de por vida, en campos de refugiados plastificados? ¿Cómo se puede evaluar, con cifras, la náusea de un refugio antiaéreo, donde sus otrora ocupantes están ahora impresionados en las paredes enrojecidas y quemadas por un misil?
Pero, por desquiciante que parezca, existe un cielo en mitad de este infierno, y son uno mismo. Lo he visto. La crueldad, por fortuna, está preñada de seres que se hunden en los estertores de la miseria para gritar, desde sus aguas negras, su rabia y compromiso con los muertos en vida, con los marginados. Sí, donde todo huele a último, o a penúltimo, se hallan también personas con sonrisas plenipotenciarias dispuestas a dar y a darse… Y no se hace pie en sus ojos, de verdad.
Y, no me preguntes por qué, la mayoría de las personas ‘ordinarias’ que me he encontrado haciendo cosas extraordinarias, son mujeres. No me preguntes el motivo, pero lo intuyo.
¿Cómo puede una anciana superviviente del tsunami que ha perdido a toda su familia –108 personas- ceder el terruño que le queda para construir un orfanato? ¿Qué fuerza mueve a una mujer de miembros podados a trabajar por otros mutilados, jugándose el hilo de vida que le queda? ¿Cómo una joven iraquí moribunda puede sonreír a su madre para darle esperanza? ¿Qué verdad se halla en esto?
Algunos dirán que estas personas ponen sólo tiritas sobre un cáncer.
Pero abren la esperanza.
MAMI, DE LA MEDIA LUNA ROJA IRAQUÍ
Bagdad, 18 de mayo de 2003
La salvó una sonrisa. Los médicos la daban por pérdida, pero las enfermeras se volcaron en el cuidado de la niña desahuciada. “No paraban de sonreír y de contarme cosas mientras me atendían en el hospital. En ese momento me dije que de mayor sería enfermera”.
Casi ochenta años después, la niña del ‘milagro’ ha multiplicado, con creces, las sonrisas y atenciones que recibió en el hospital. Khairia Al Maqdisi cumplió, y se hizo enfermera, de por vida.
‘Mami’, como la llama todo el mundo, es la responsable de los Cursos de Primeros Auxilios de la Media Luna Roja Iraquí (MLRI) y, casi con toda probabilidad, la voluntaria más veterana y de más edad de toda la Cruz Roja.
“¿Pero cuántos años tienes realmente Khairia?”, le indago mientras husmeo fechas en los legajos de su despacho. “Soy mayor que tú”, me responde riéndose, pero firme, arqueando sus cejas negras y sin un segundo asalto. Reímos a carcajadas, hasta que una nueva visita entra en el despacho y solucionan algo de trabajo.
Khairia, ‘Mami’ para todos, se hizo voluntaria de la Media Luna Roja Iraquí en 1948, apenas una niña. Tras graduarse, comenzó a trabajar como enfermera en un hospital de Bagdad, pero sin dejar la Media Luna.
En un voluntariado de más de 55 años, ha llorado, reído y parido un infinito de sinsabores y pasiones en su entrega hacia los demás.
Y no para de sonreír. Apenas cuando le pregunto por una imagen, triste, colgada en la retina. Le cuesta recordar momentos no felices. “Sí, quizá en la revolución de comienzos de los años 60. Un pequeño grupo de enfermeras teníamos que llegar hasta los heridos, transportarlos por nosotras mismas, localizar a los doctores… muchos morían…”.
Poco más tarde viajaría a la India, donde trabajaría por un corto espacio de tiempo. “Eso sí que era Salud Pública”, brama Khairia gesticulando con las manos. Otro momento feliz llegaría durante su trabajo en Marshes, al sur de Irak, donde puso en marcha una campaña de vacunación de niños. “Era todo agua… y todo pobre”, recuerda Khairia del enclave iraquí, marginal, conocido como ‘la pequeña Venecia’.
Comenzó después a dar cursillos para enfermeras en todo el país, hasta que se incorporó al Departamento de Maternidad de un Hospital gestionado por la MLRI. Allí vivió quizá los momentos más felices de su vida. “Cuando colaboraba en un parto complicado que salía bien, me ponía a llorar de felicidad”, apunta. Se siente feliz, me confiesa, cuando ve marchar a sus pacientes, sanos.
La que algunos llaman ‘Madre Teresa de Calcuta de Iraq’ nunca se casó. “No, no es cierto”, me niega cuando repito en voz alta su estado civil. “Me desposé con la Media Luna Roja Iraquí”, ríe a gusto, sin prisas, mientras golpea la mesa con la mano.
Siempre feliz. Con su pócima de la sonrisa: “Amo a la gente, los quiero a todos, realmente, y eso me hace feliz”.
En medio de guerras, sanciones, privaciones… y pérdida de todos sus familiares, en Mosul. “Sí, ha sido duro, pero todo va mejor, mejor, poco a poco”, sella mientras sonríe, franca, jovial, dicharachera.
“¿Cuánto tiempo más quieres seguir de voluntaria en la MLRI?”
Me aprieta las manos, fuertemente, y su boca dibuja una sonrisa de esquina a esquina de la habitación.
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