De comadrones y otros partos difíciles
12/05/2015 en Miradas invitadas
Isaías Lafuente (@IsaiasLafuente). Nací en Palencia. Soy el pequeño de doce hijos, padre de hijo único, buen chaval, y compañero de una mujer extraordinaria. Siempre quise ser periodista y pude serlo en el mejor sitio, la Cadena SER. He trabajado además en la televisión y en la universidad, y he publicado libros y artículos. Escribo con la mano derecha pero miro a la izquierda. Y creo que no hemos venido al mundo para ser neutrales. Lo demás se cuenta en Wikipedia, creo.
Hace 300 años un grupo de notables decidió poner orden en nuestra lengua. Del yacimiento de palabras que acumularon para configurar una de las primeras ediciones del diccionario académico, la de 1780, sorprende encontrar el término comadrón. Explican que “es voz y oficio nuevamente introducido en España” y la acotación produce pasmo, porque era la voz masculina y no el oficio, ejercido por mujeres desde Atapuerca, lo realmente novedoso. Desconocemos el número de hombres que ejercían entonces el oficio en España, aunque sí sabemos el nombre de uno: Julio Clement, el partero que Felipe V trajo de Francia para que atendiera a la reina en el alumbramiento porque no se fiaba de las matronas españolas. Quizá fuera el monarca el que encargó a los académicos la fabricación del neologismo que llegaría años más tarde a nuestro vocabulario.
En el diccionario ya estaban registradas las palabras partera y matrona, que podrían haber dado masculinos sin necesidad de usar fórceps. Pero escogieron masculinizar innecesariamente la palabra comadre, cuya marca de género está en el ADN del prefijo – el o la que ayuda a la madre – sin necesidad de más añadidos. Porque contra el pensar general, comadrón no masculiniza la palabra comadrona sino que ésta se recoge muchos años después, en 1925, a partir del masculino forzado.
Para entonces los académicos, no conformes con la palabra inventada, ya habían trabajado en especializar la definición de comadrón. Y así, desde 1884, el término no se refiere al hombre que ejerce el oficio de comadre sino al cirujano que ayuda a las mujeres en el parto. Y ese matiz diferenciador y discriminatorio se mantuvo en el diccionario durante más de un siglo: mientras ellas eran comadronas, es decir, parteras; ellos eran comadrones, es decir, cirujanos. Para borrar la frontera hubo que esperar al primer diccionario del siglo XXI.
Los ejemplos de sexismo en la lengua son innumerables, pero la historia de esta palabra ilustra elocuentemente la distinta velocidad con la que los académicos se han desenvuelto a la hora de nombrar la realidad en masculino o en femenino, el diferente criterio adoptado para definir algunas palabras en función de su género, casi siempre dotando de un matiz peyorativo al femenino, y el doble rasero empleado para forzar cambios en la ortografía. Si algunos hombres triunfan en el oficio del vestir y no se sienten cómodos con la palabra modista, fuércense las costuras de la ortografía y hágase la palabra modisto. Pero si una mujer llega por primera vez a la presidencia del gobierno de Alemania, impídase llamarla cancillera, a pesar de que la palabra está en el diccionario para denominar ¡una tubería de desagüe!
La lengua no tiene capacidad para modificar la realidad, pero sí que puede contribuir a oscurecerla. Una sociedad que ha dado pasos sustanciales en el último siglo en materia de igualdad y de inclusión debe contar con una lengua que sea capaz de nombrar esa realidad con justicia y con instituciones que no pongan barreras a los cambios enarbolando la ortografía, la gramática y el diccionario como si fueran las Tablas de la Ley. No se trata de nombrar la realidad en femenino, se trata de nombrar la realidad también en femenino.
Lo realmente complicado es que en una sociedad secularmente dominada por hombres, las mujeres hayan llegado a los lugares que la ley les vetó a lo largo de la historia, que hoy haya mujeres que ocupan concejalías, escaños y presidencias, dirigen empresas y dictan sentencias en los tribunales… Y frente a ese esfuerzo colectivo, que encierra luchas que acabaron muy mal para muchas mujeres, adaptar la lengua para nombrarlas como corresponde – presidentas, concejalas, juezas, cancilleras – parece tan poca cosa que la resistencia a hacerlo y los diques de contención que la RAE impone mientras la sociedad avanza y habla, evidencian que el sexismo en nuestro país tiene raíces profundas. Víctor García de la Concha, que contribuyó a modernizar una institución vetusta como la RAE, se defendió de las voces que denunciaban el sexismo del diccionario afirmando que “la Academia no quiere ser ni feminista ni machista, sino estar en el feliz punto medio”. Cada cual puede situarse en el placentero punto medio que crea conveniente, pero si ese lugar señalado por García de la Concha se considera zona virtuosa sólo puede significar que no ha leído las definiciones académicas de cada uno de los ismos, porque repasadas es muy difícil encontrar felices equidistancias aunque uno no sea feminista.
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¿Por qué ha de decirse jueza y no ha de decirse periodisto?
Si se ha creado «modisto», podrá crearse «periodisto». Es más: me temo que alguien lo reivindicará cuando la profesión de periodista esté tan devaluada y feminizada como la de modista.
Comparto con vosotros la última actualización de Equigualdad «Esa es la RAE que te representa?. Espero que os guste