Los hombres que no lloraban
04/11/2014 en Miradas invitadas
Juan Carlos Melero (@jcmelero) es psicólogo. Durante 25 años ha trabajado en instituciones públicas y organizaciones sociales del campo de la promoción de la salud, especialmente en la prevención de las adicciones. Aburrido de escribir al dictado, publica desde febrero de 2014 su propio blog profesional: Notas sobre drogas, salud e inclusión social. Algo más informal, publica en Tumblr Ex-Centricidades – Anotaciones a vuelapluma desde un rincón de la periferia. Desde que descubrió Instagram disfruta con la fotografía, aunque es de las personas que piensan que donde esté una palabra bien puesta, que se quiten mil imágenes.
Vivimos en una época definida en gran medida por la importancia (al menos teórica) concedida al mundo de las emociones. Aunque el asunto viene de lejos, hay que reconocerle a Daniel Goleman el mérito de divulgar esta dimensión humana, tradicionalmente ninguneada, con sucesivos best sellers desde que en 1995 publicara la primera edición de su archiconocido libro «Inteligencia emocional». Desde entonces proliferan los estudios, investigaciones, ensayos, programas educativos, “gimnasios emocionales”, blogs… que destacan la necesidad de que todas las personas, hombres y mujeres, establezcamos una mayor sintonía con nuestras emociones para gozar de una vida más plena.
Sin embargo, en ocasiones, sobre todo en textos dirigidos al mundo empresarial, da la sensación de que la apuesta por la «inteligencia emocional» tiene, sobre todo, un carácter instrumental. Banalizando un poco, se viene a decir: «puede que tengas un coeficiente intelectual elevado, pero como sigas siendo un zoquete emocional estás condenado al fracaso». Seguramente será cierto, sobre todo para determinadas profesiones y funciones corporativas. Pero la relevancia de las emociones va más allá del éxito profesional. Lo que está en juego es la felicidad, de la que una vida profesional más o menos brillante puede ser un ingrediente importante, pero no la clave.
Educar las emociones
La inteligencia emocional forma parte de esa batería de competencias que en el mundo del management se conocen como soft skills. Una denominación equívoca porque, en la práctica, se trata de competencias decisivas para que una persona pueda organizar su vida con una razonable capacidad de autocontrol y bienestar. Estas competencias no vienen de serie grabadas en el código genético, ni se aprenden hojeando un par de libros de autoayuda. La competencia emocional se educa desde la primera infancia. Por acción u omisión. Se educa en la familia, naturalmente. Entre otras cosas desterrando estereotipos y prejuicios que siguen manteniendo socialmente que “eso de las emociones” es cosa de chicas (salvo esa parte ya comentada que sirve, dicen, para vender más y venderse mejor). La inteligencia emocional se educa ayudando a los chicos a reconocer, experimentar y expresar su propia vida emocional. «Nenaza», «los chicos no lloran» y perlas por el estilo, todavía forman parte de la (des)educación sentimental de muchos niños que pueden acabar padeciendo de mayores serias limitaciones emocionales, y reproduciendo en sus vidas criterios discriminatorios de similar pelaje. La inteligencia emocional se educa también en la escuela que, de hecho, pocos aprendizajes podrá alentar que sean más necesarios para estimular el bienestar emocional de chicas y chicos.
Aprender a sentir
La desigualdad de género que sigue marcando en buena medida el modo en que nacemos, aprendemos, convivimos…, nos impone a menudo a los hombres un lastre emocional que condiciona nuestra capacidad para disfrutar de la vida en todas sus dimensiones. A veces basta con ver llorar a un hombre para imaginar las mil trabas que su educación ha puesto a la expresión de las emociones. ¡Esos lastimosos hipidos entrecortados, que parecen más un ronquido o un rebuzno! Más vale que eduquemos a las futuras generaciones con otro estilo, para permitir el desarrollo en chicas y chicos de una mayor intimidad con su universo emocional. De otro modo, seguiremos reproduciendo situaciones de desigualdad que, si bien se ejercen especialmente sobre las mujeres, también a los hombres nos condenan a una mutilación emocional que genera no poco malestar.
Al estilo de la risoterapia, será cuestión de organizar talleres para que los hombres aprendamos a llorar. ¡Nos quitaríamos tanta presión! Se me ocurre un título: “¡Échate una lagrimita, hombre!”.
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Gracias por tu mirada, Juan Carlos. Muy de acuerdo con la necesidad de reeducar las emociones, ya que por acción u omisión, tanto a hombres como a mujeres nos está costando mucho entender qué papel juegan en nuestras vidas, aceptarlas y expresarlas como lo que son: parte de nosotras. En la referencia que haces sobre el uso mercantil de las emociones (el campo en el que a los hombres se les «permiten») tiene, creo yo, un reverso perverso. Resulta que en el entorno laboral, lo que los hombres han ganado (de aquella manera, es verdad), las mujeres se ven obligadas a limitarlo. De algún lugar salen las «directivas John Wayne», ésas que deben comportarse como las más duras del poblado para poder ser aceptadas por sus pares, en inmensa mayoría, hombres.
En cualquier caso, será interesante ver cómo transcurre «tu taller». Un abrazo
Gracias, Pilar, por tus comentarios.
Tengo la impresión de que en «la escuela» va ganando presencia la educación emocional: inteligencia emocional, habilidades psicosociales, inteligencias múltiples… Modelos que pueden mejorar una realidad un tanto estrecha. Para chicas y para chicos. Y para que el propio profesorado se sienta mejor en su piel, sin dejar fuera dimensiones tan relevantes como la ternura. Clave, creo, desde el punto de vista educativo. ¡Será verdad este cambio?
¡Ojalá no sea solo una moda, porque parece realmente necesario! Veremos. Un abrazo.
Hola, Juan Carlos. Muy interesante lo que nos cuentas. Según lo leía, pensaba en una segunda parte de tu post sobre cómo interpretan, viven, manejan los hombres las lágrimas de las mujeres. Un saludo.
Hola Noemí: Gracias por tus palabras. ¡Menudo reto el que planteas! Supongo que depende mucho de las causas de esas lágrimas, pero bien podría ocurrir algo así: mezcla en un vaso unas gotas de estereotipos culturales («¡bah, cosas de mujeres!»), una pizca de ideología («¡ya estamos con chantajes emocionales!»), un «si-es-no-es» de desconcierto («¡joe!, ¿y ahora qué hago yo para parar esto?»), una rodajita de temores («¡verás cuando se le pase la que me monta!» y algún ingrediente más. Échas hielo, mueves con mucho, mucho, mucho cuidado no vaya a ser que agraves más la situación… y a confiar en la suerte. ¡Nos falta tanta educación emocional!
La Wikipedia dice «Según un estudio de más de 300 adultos, por término medio los hombres lloran una vez cada mes, y las mujeres al menos cinco veces cada mes» Esto es así desde que nacemos? Que sucede cuando no lloras?
A los hombres nos queda un largo camino por emprender. En este blog he leído a unos cuantos hombres hablando sobre las mujeres, menos han sido los que se han acercado a la problemática masculina y tú, Juan Carlos, has sido uno de ellos.
Gracias por tu artículo y gracias a las mujeres de Doce Miradas por construir un espacio tan rico que hasta hay hombres que hablan de ellos mismos.
Gracias, Asier. Para mí que también nosotros necesitamos «una habitación propia» en la que, entre otras cosas, vivir nuestras emociones (qule, negadas o no, están ahí). Buenas preguntas las que planteas. Yo soy de los que creen más en as influencias culturales que en las genéticas. Y respecto a la segunda, estoy convencido de que sin llorar la vida es más triste, valga la paradoja. Un abrazo.
Muy buen artículo, me he sentido muy identificada y a mi novio también, él siempre dice una frase respecto a llorar que es «yo no suelto trapo», es una frase que me enerva y si por mí fuera le «sometería a un tercer grado» (soy psicóloga, de formación profesional 😉 ) pero aunque reconozco que cada uno tiene sus límites, no pierdo la esperanza a que un día «suelte trapo» en público 🙂
Gracias por tu comentario, Silvia. Llorar, que es a fin de cuentas una manera de sentir, es una «habilidad» que a muchos hombres nos ha sido vedada por la educación que hemos recibido/padecido. Esto no puede ser una disculpa para seguirnos negando a nosotros mismos, pero si es la base para entendernos y, quizás, empezar a cambiar. Demasiado tiempo fingiendo un aplomo impostado para que ahora nos permitamos «desmoronarnos». Y menos en público. Para este cambio puede ser de gran ayuda la gente que forma parte de nuestro entorno afectivo. Otra manera de interpretar el clásico «quien mucho te quiere te hará llorar». ¡Suerte!
Qué bloqueo emocional sufrimos la gran mayoría de los hombres.
No obstante, trabajarlo, darnos cuenta de él y de lo que de verdad pasa por dentro de nosotros es necesario en nuestro camino individual.
Se agradece la ayuda de personas como juan Carlos y de todo aquel o aquella que camine en la misma dirección.
Personalmente, comparto una reflexión al respecto:
http://sevolarperonomeacuerdo.com/2015/04/01/bloqueo-emocional-masculino/
Un saludo!
[…] Significa que la cultura en la que nacemos da por buenos, por «normales», unos determinados comportamientos, como si fueran resultado de un despliegue genético irrefrenable. Pero poco tiene aquí que ver la genética. Uno nace en un entorno social, cultural, político, plagado de prejuicios, estereotipos y sobreentendidos que se heredan culturalmente: los hombres no lloramos, somos el súmum dela racionalidad, emprendedores, ejecutivos, agresivos… Como si la (pre)historia de la humanidad se hubiera quedado fosilizada en nuestro cerebro reptil. Y, claro, luego pasa lo que pasa. Por ejemplo, que vivimos bastante desconectados de nuestra vida emocional, que no aprendemos a reconocer, a nombrar, a comprender, a expresar. Una mutilación de la que solo cabe esperar malestar, padecimiento, extrañamiento… Las expectativas culturales que nos atraviesan (llamémoslas por su nombre: mandatos de género, pura construcción social) nos ponen en un pedestal que nos provoca, en ocasiones, un vértigo que ni siquiera podemos reconocer, porque hacerlo sería de nenazas. De esto ya escribí algo en el post Los hombres que no lloraban, en el blog de Doce miradas. […]