Distinción de género

julio 14, 2020 en Miradas invitadas

Soy Germán Gómez Santa Cruz, @GermanGomezSC. Nací en Bilbao en 1955. Estudié Sociología en la Universidad de Deusto. Después he trabajado básicamente en el análisis de mercados y las relaciones de las empresas con sus clientes. Diría que las relaciones personales son la base de mi tarea profesional. La música y el canto también ocupan una parte de mi tiempo. Y desde el año 2006 tengo un blog: http://paraquesirvenlosclientes.blogspot.com/

Quiero comenzar este artículo dando las gracias a Doce Miradas por la invitación a escribir este texto. Por el hecho en sí y por el ejercicio de reflexión que me ha supuesto su escritura.

Como os digo, nací en Bilbao en 1955. Con la perspectiva que da el tiempo, me defino como un chico de familia acomodada con pocos problemas y algunos anhelos de cambio. Recuerdo, por ejemplo, mi ilusión por las primeras elecciones democráticas de junio de 1977.

Estudié Sociología en la Universidad de Deusto. Allí aprendí que los seres humanos vivimos marcados por diferentes distinciones sociales: clase, estudios, entorno familiar, origen, lengua…; pero, sobre todo, por otras dos distinciones fundamentales: una es la edad por la que vamos transitando a lo largo de nuestra vida; y la otra es el sexo, que nos separa de modo radical.


En aquella Facultad de Sociología de la década de 1970 no se estudiaba sociología del género ni feminismo. El sexo era básicamente una variable de clasificación que nos servía para responder a la pregunta de en qué se diferencian hombres y mujeres en relación con cualquier aspecto que pretendiéramos analizar. No teníamos contenidos académicos sobre estas cuestiones, pero sí interés, que era mayor entre las mujeres. La igualdad era importante en nuestros anhelos de cambio. Como dice una amiga y compañera de aquella época, “nosotras practicábamos el feminismo, pero no lo teorizábamos”.


Después he trabajado básicamente en el análisis de mercados. Me he dedicado a estudiar las opiniones y comportamientos de personas compradoras, consumidoras y usuarias. Recuerdo varias colaboraciones con la empresa Fagor Electrodomésticos en las que el perfil objetivo eran las amas de casa; esto es, mujeres encargadas de gestionar todo lo relacionado con los productos fabricados por la malograda cooperativa de Mondragon. Teníamos que pensar, por un lado, en amas de casa “modernas”, más jóvenes y con trabajos fuera del hogar, y, por otro, en amas de casa “tradicionales”, sin actividad laboral externa. Los hombres contábamos poco en este caso concreto, aunque la mayoría de los que realizábamos el análisis lo éramos. Se podría decir que éramos hombres intentando pensar como mujeres.


Mi madre pertenecía al grupo de las amas de casa tradicionales, con cuatro hijos (dos chicas y dos chicos) y un marido, profesor de geología e hijo de cocinero, que no sabía freír un huevo. Ni sabía ni ganas tenía de aprender, entre otras cosas porque la cocina era el territorio de ama. Nuestro padre insistía en que los cuatro fuéramos a la universidad y ama, en que su varoncito mayor (yo) aprendiera a cocinar y se hiciera la cama por las mañanas. Los dos, cada uno a su manera y a partir de sus propias experiencias personales, nos animaban a protagonizar un cambio que, según intuían, mejoraría nuestras vidas.


Porque eso era lo que respirábamos: un ambiente de cambio de las costumbres que teníamos más a la vista y que tenían mucho de mundos separados. Por un lado estaba el mundo masculino del trabajo, los amigos y el fútbol y,por otro, el mundo femenino del cuidado de la casa y las hijas e hijos. Una separación contra la que nos rebelábamos con nuestras opiniones y también con nuestras melenas, barbas y desaliño, con chamarras raídas y otras prendas de vestir usadas indistintamente por mujeres y hombres. Ansiábamos otro tipo de relación, nos parecía importante compartir con la pareja las tareas domésticas y el cuidado de los hijos e hijas, no entendíamos que el género fuera una barrera para la colaboración, la amistad y la confidencia. Éramos la generación “progre”.
Nuestra propuesta tenía algo de experimento, porque no existían muchas referencias sobre el modo de llevarla a la práctica. El cambio era una oportunidad, pero también podía entenderse como una pérdida de privilegios. Quizás éramos más progres en nuestra imagen externa de lo que realmente lo éramos en nuestros comportamientos cotidianos. Había que ensayar unos modos de relación con una alta dosis de incertidumbre que cada cual gestionaba como podía, con la mochila de su biografía personal.


Ahora nos toca hacer balance. Algunas cosas han cambiado y otras, no tanto. En mi círculo de relaciones, el matrimonio es una opción, una mujer sola no es una solterona y una madre soltera no es socialmente rechazada. Hay hombres que ejercen la paternidad de modo responsable y mujeres que juegan al fútbol. Y juntos compartimos trabajo, cultura, ocio y diversión.


Pero estos cambios no son universales. Los medios de comunicación nos recuerdan a menudo que las desigualdades extremas siguen existiendo muy cerca de nuestra casa, que la realidad es muy diversa y que, en muchos pequeños detalles cotidianos, seguimos repitiendo pautas del pasado. Desde mi espíritu “progre”, me sigue sorprendiendo la insistencia actual en remarcar las diferencias sexuales en nuestra imagen externa a través, por ejemplo, de la cirugía estética, el ejercicio físico que busca modelar nuestro cuerpo, el maquillaje o la forma de vestir.


Tal vez fuimos ingenuos por creernos capaces de cambiar hábitos y pensamientos arraigados durante generaciones, de modificar las claves de unas relaciones que creemos basadas en nuestra propia biología. La tarea es más compleja de lo imaginado, y más aún ahora con mucho ruido mediático, muchos mensajes sin control en busca de audiencia. Es difícil resaltar las relaciones igualitarias, por sí mismas más tranquilas, carentes de espectáculo.


Pero tenemos una ventaja importante: las referencias reales de multitud de experiencias de vida en las que observar las dificultades y las ventajas de los diferentes modos de relación. Ya no tenemos que experimentar.

No está todo hecho, pero hay que poner en valor lo realizado e insistir en la tarea. El recorrido continúa.

El win-win de la igualdad

julio 7, 2020 en Doce Miradas

De cuando en cuando, llegan propuestas a Doce Miradas para intervenir en algún medio de comunicación o en algún foro relacionado con el feminismo. Hace ya más de un año nos propusieron participar en unas jornadas de transformación empresarial bajo el epígrafe El valor de la igualdad en las organizaciones. Me llamó la atención porque esa brisa llevaba un tiempo agitándome, ya que se ha convertido en habitual buscar, investigar y destacar los múltiples beneficios de la igualdad para las empresas en noticias de los medios de comunicación y en los títulos de jornadas y conferencias. Como si hiciera falta.

Deia.

La atracción del talento femenino, clave para crear valor y riqueza
La igualdad como oportunidad de crecimiento en las empresas
Las empresas deben feminizarse para no quedarse atrás
Contratar a mujeres aumenta la rentabilidad de las empresas

Foto de Christina Morillo en Pexels

Hay infinidad de ejemplos. A priori parece que estemos de enhorabuena. Como mujer y como feminista debería celebrarlo y sin embargo creo que hay razones para una reflexión crítica:

  • ¿No debería ser la justicia social el principal motivo?

Las empresas deberían contratar mujeres y fomentar el liderazgo femenino y el acceso a puestos directivos por una cuestión de justicia social, de derechos humanos. Somos la mitad de la población y tenemos derecho a ello. Porque sí. Por existir. Por ser la mitad de la humanidad. Es así de sencillo, pero parece no bastar. No es suficiente y se siguen buscando otros argumentos que nos avalen. El principal, por lo visto, es el hallazgo de que somos rentables. Según la OIT, Organización Internacional del Trabajo, 3 de cada 4 empresas que promovieron la presencia de mujeres en cargos directivos registraron un aumento de sus beneficios del 5% al 20% (a partir de encuestas a 13.000 compañías de 70 países).

  • Nos atribuyen cualidades, competencias y habilidades por el hecho de ser mujeres

El feminismo siempre ha luchado por romper con los estereotipos y roles de género. Sin embargo, parece que aceptamos de buen grado que esta puerta al mundo empresarial se nos abra por cuestiones como ser más empáticas, flexibles, innovadoras, mejores comunicadoras, eficaces mediadoras, más preocupadas por integrar a todo el mundo y contribuir a un mejor clima en los equipos… ¿Estamos dispuestas a aceptar que somos así por haber nacido mujeres? ¿Nos interesa ensalzar esas posibles habilidades que se nos atribuyen, desarrolladas muy probablemente por haber sido socializadas según el género femenino, ese constructo sociocultural que rechazamos? 

  • Si dejan de creer que somos rentables, ¿nos envían de vuelta a casa?

Hasta el Fondo Monetario Internacional ha hecho declaraciones sobre lo que subiría el PIB si aumentase la igualdad entre géneros. Con motivo del 8 de Marzo de 2019, Christine Lagarde afirmó que según estudios del FMI si el empleo de las mujeres se equiparara al de los hombres las economías serían más resilientes y el crecimiento económico sería mayor. Añadió además que, para los países situados en la mitad inferior de la muestra en cuanto a desigualdad, cerrar la brecha de género en el empleo podría incrementar el PIB un 35% de promedio. Dado que el principal motivo para buscar la igualdad por parte de los países y las empresas parece ser el económico, ¿qué pasaría si cambian las tornas y dejáramos de ser rentables o de ser percibidas como tales?

  • Seguimos estando a prueba, bajo escrutinio

En cuanto a nuestra condición de mujeres, seguimos sometidas a examen, tanto en lo que se refiere al desempeño laboral como al liderazgo femenino en cualquier ámbito. Lo hemos visto recientemente en el terreno político. La aplaudida gestión de la crisis por parte de las dirigentes de Nueva Zelanda, Taiwan, Islandia, Finlandia, Noruega, Alemania… se ha transformado en una búsqueda de las esencias de ser mujer para explicar sus éxitos: cuidadoras, prácticas, comunicadoras, etc. Encuentro peligroso que siga existiendo la tendencia a atribuir tanto los éxitos como los fracasos a nuestra condición de mujeres. Los hombres sin embargo triunfan y fracasan como individuos, no se les juzga como género porque su validez está fuera de toda discusión. No así la nuestra.

Es bueno que todas las partes ganen. Nada que objetar al tan de moda win-win pero sería más gratificante que el motor de este cambio fuera la justicia social en lugar de tener que presentar el aval de la rentabilidad para ‘animar’ a los líderes empresariales y agentes sociales a avanzar en la igualdad. Además, hay algo muy irritante en que con frecuencia seamos nosotras mismas, mujeres feministas, quienes lo pregonemos. No digo que haya que renunciar a jugar esa carta favorable para lograr nuestros objetivos, pero sí que primemos y no olvidemos que, por encima de todas, la carta principal es la de la justicia social.

Puestas a ser pragmáticas, insuperable Diane Lockhart con este consejo a Alicia Florrick en la serie The Good Wife a propósito de los motivos que le llevaron a ser socia de la firma de abogados y que ya traje a colación en uno de mis primeros posts:

“¿Sabes por qué me hicieron socia? Jonas Stern fue demandado por acoso sexual y necesitaba mostrar que tenía una socia en sus filas. Nada más. Cuando la puerta a la que has estado llamando por fin se abre, no preguntas por qué, entras. Así de simple.”

Cuestionable su pragmatismo, sin duda, pero tal vez necesario para ocupar una posición de poder desde la que defender después ideales y principios.